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«Muchacho,
cuida tus alas»
Cuando San Agustín daba a los
jóvenes ese consejo que acabo de escribir como título de este artículo resumía,
con su habitual eficacia literaria, todo un mundo de experiencias humanas que
es el que hoy repetiría yo a cuantos jóvenes me escriben: Cuidad vuestras alas,
o, como decía literalmente San Agustín, «nutrid, alimentad» vuestras alas.
Porque, tal vez, lo más dramático
de este mundo en que vivimos es que hay en él muchísimas personas que están llegando
a la vejez sin haberse enterado de cuan tercamente lucharon sus alas por llegar
a salir bajo sus omoplatos, pero murieron como ramas secas, o porque la
realidad las mutiló, o porque ellos mismos no se preocuparon de cultivarlas.
Tendríamos obligación de explicárselo bien claro a los muchachos: entre los catorce y los dieciséis años —a mí me gusta llamar a este tiempo «la edad sagrada»—, todo ser humano normal tiene ese don terrible de poder elegir entre convertirse en un reptante, que sólo tiene pies para poner zancadillas, o en un ave de vuelo más o menos poderoso, pero capaz, en todo caso, de remontarse sobre sí misma.
Y tendríamos que decirles aún más
claro que, en definitiva, en última instancia, la opción asumida depende casi
exclusivamente de ellos. Decidles que el mundo puede zancadillear,
obstaculizar, dificultar, recortar, reducir un gran porcentaje de sus
esfuerzos, pero que, al final, el gran salto quien lo da o lo deja de dar,
quien asume sus alas o las deja perdidas en el gran perchero de la vulgaridad,
es la propia persona que hace la opción, es el propio adolescente que elige
reptar o volar.
En esto me parece que nos hemos
ido de extremo a extremo Y no sé cuál de ellos sea más peligroso. Cuando yo
atravesaba esa «edad sagrada» —hace ya cuarenta años— nos hicieron un bien
infinito al hablarnos mucho de «ideal». Nunca lo agradeceré bastante.
Nos explicaron que había grandes
cosas por las que valía la pena luchar. Un poco románticamente nos señalaron
diversos tipos de heroísmo como metas posibles y necesarias. Y en todo ello
había mucho de tópico y de ingenuo. Pintaban demasiados luceros en nuestro
horizonte.
Pero, al menos, consiguieron con
ello que nos acostumbrásemos a mirar hacia arriba.
No nos explicaron, en cambio —y
ése fue su fallo—, que la realidad es cruel, que tres de cada cuatro de
nuestros ideales serían mutilados o arrasados. ¡Nos pegamos, por ello, cada
batacazo! ¡Cayeron tantos en el otro extremo del cinismo!
Pero tengo la impresión de que
ahora está ocurriendo exactamente lo contrario, que me parece muchísimo más
peligroso. ¿Hay entre los adultos, maestros o guías que tengan ilusiones
suficientes para transmitirlas? ¿No se encuentran, más bien, los jóvenes con
una generación de plañideras que no pueden invitar a unas conquistas en las que
no creen?
La Tierra se ha poblado de lo que
Juan XXIII llamaba «los profetas de calamidades». Y uno ya sabe que la marcha
de este planeta no está para fandangos, pero es que te levantas y el periódico
te habla de la proximísima conflagración mundial; tu vecino de autobús te anuncia
una nueva subida de la gasolina; la señora que limpia la escalera te cuenta que
los jóvenes de ahora han perdido el respeto, la limpieza y quince cosas más; el
compañero de trabajo te habla pestes del jefe, y si entras en un bar te hablan
mal de los curas, de los políticos, de los fabricantes de cerveza y de los
deshollinadores, y llegas a la noche a tu casa preguntándote si algo funcionará
bien en este mundo, y hasta te maravillas de que al abrir el grifo salga agua
en lugar de vinagre.
A veces miro con pena a los
chicos de ahora, a quienes hemos convencido de que no tienen más horizonte que
el de la próxima guerra mundial y a quienes empujamos, mientras la bomba llega,
a malgastar su vida lo más ruidosamente que puedan y sepan.
Yo prefiero volar. Si esa temida
guerra tuviera que llegar, aspiró a que, al menos, me encuentre volando y
habiendo vivido hasta el céntimo todos los sorbos de vida que me hayan
concedido. Con lo que si, además, no llega, nos vamos a ir encontrando mejor
cada vez en un mundo de gente ilusionada que en otro de reptantes asustados.
Por eso digo a los jóvenes que
cuiden sus alas. Que procuren tener varias, si es posible tres pares, como los
serafines, porque luego viene siempre la realidad y te recorta algunas, así que
hay que tener, por si acaso, varias de repuesto. Que no se olviden tampoco de
que es muchísimo más importante dedicarse a fabricar unas alas que a podar sus
defectos. Hay gente que gasta su tiempo en quitarse chinitas de los zapatos o
callos en los pies cuando podría, simplemente, volar.
Era San Agustín quien decía
aquello del «ama y haz lo que quieras», no porque sea bueno hacer lo que a uno
le venga en gana, sino porque cuando uno ama sólo le vendrá en gana hacer cosas
ardientes y dignas.
Si los chicos aprendiesen a
volar, si todos alimentasen sus alas, su coraje, su pasión, sus ganas de ser
alguien y mejorar el mundo, ya podía el paro encadenar a un alto porcentaje de
ellos, ya podrían venir ríos de droga por todos los canales de los negociantes:
ellos seguirían creyendo en sí mismos y en su lucha. Porque no es cierto que a
los jóvenes les vaya mal porque han caído en la droga o en la soledad.
Al contrario: han sido atrapados
por la amargura y por la droga porque ya antes les iba mal, porque ya tenían el
alma a medio encadenar.
No se llena de veneno o de
vinagre una vasija que no esté previamente vacía. Hace falta un cazador
buenísimo para cazar a los pájaros que vuelan más alto. Muchos se quejan de que
les pisan y no se dan cuenta de que fueron ellos quienes eligieron ser
cucarachas.