Desde finales del siglo XIII la
Iglesia condenaba el monaquismo doméstico que tan importante había sido en el
siglo anterior; sin embargo, las mujeres que querían llevar una vida religiosa
sin abandonar el mundo continuaron durante un cierto tiempo sin tener en cuenta
las normas canónicas definidas en el decreto Periculoso (1298), que les
imponía guardar la clausura y profesora votos de pobreza, castidad y
obediencia. Estas laicas consagradas debían vestir un hábito distintivo que
consistía en una veste blanca cubierta con un manto negro - y de ahí su nombre
- y en tener la cabeza siempre cubierta con un velo blanco.
Después de
atravesar una crisis durante la década de 1330, como atestigua su registro de
admisión, que ha llegado hasta nosotros, y en el que figura el nombre de
Catalina Benincasa. Desde el momento en que eran admitidas en la cofradía, las vestitae
o pinzochere (penitentes) de santo Domingo prometían llevar el hábito
hasta el final de sus vidas, pero no profesaban votos religiosos propiamente
dichos. Una mujer no podía ingresar en la cofradía sin el permiso de su marido;
si era viuda, como era el caso de la mayoría de ellas, debía aceptar no casarse
de nuevo; para una muchacha joven como Catalina, que tenía menos de 20 años en
el momento de su admisión, el simple hecho de adherirse constituía un
compromiso público de renuncia al matrimonio, mientras que el velo garantizaba
su integridad física. Cada una de esas mujeres vivía con sus propios medios, en
su casa o en la de su familia, y no se reunían más que una o dos veces al mes
en el convento de San Domenico, en la Capella delle Volte, para escuchar una
predicación y entregarse a la oración. El resto del tiempo lo dedicaban a obras
de caridad, en particular a la visita de enfermos y encarcelados. La comunidad
estaba dirigida por una "Maestra" nombrada por el prior del convento
dominicano y sometida a la corrección de la jerarquía de la orden.
(…)
Podemos preguntarnos por qué los
Frailes Predicadores que la rodeaban empujaron a Catalina a tomar el hábito de
las Mantellate en lugar de ofrecerle entrar en las monjas dominicas
sienesas de Santa Caterina. Esto respondía posiblemente a una estrategia por
parte de ellos, que contemplaba la reforma de sus monasterios femeninos, que
atravesaban entonces una grave crisis. Paradójicamente, era más fácil lograrlo
a través de una mujer laica capaz de actuar desde fuera que impulsándola a
ingresar en un convento donde su deseo de perfección correría el peligro de
provocar reacciones de rechazo en las religiosas menos observantes. Además, el
estatuto tan flexible de las Mantellate daba a Catalina la posibilidad
de desplazarse e intervenir en la vida pública utilizando, para bien de la
Iglesia, las relaciones que no tardó en entablar en el seno de la aristocracia
toscana."
(…)
Desde su infancia había sido
agraciada con visiones de Cristo y muy pronto tuvo conciencia de estar llamada
a establecer con él una relación íntima, lo cual la llevó a hacer voto de
virginidad y a considerarse como su <<prometida>>. Como adolescente,
Catalina rechaza el mundo tal y como es y se lanza hacia su interioridad – su <<celda
interior>>, como decía ella –, lo cual la llevó a experimentar su propia
nada y a tener conciencia de que solo Dios podía llenar su vida y curarle el
mal que ella discernía en el fondo de sí misma, y al que dará en sus escritos
el nombre de <<amor propio>>.
(…)
No obstante, no debería reducirse el
ascetismo de Catalina a un conjunto de estereotipos hagiográficos, porque, ya
en vida de la santa, numerosos testigos quedaron impresionados por su régimen
alimenticio aberrante, que podía constituir una forma de protesta silenciosa
contra la glotonería y el lujo en que se habían hundido tantos clérigos y
prelados de su tiempo. Desde su adolescencia, su gusto por el alimento había
desaparecido y perdió muy pronto la capacidad de comer algo, a excepción de
unas <<hierbas>>, es decir, legumbres crudas y un poco de agua. (…)
su supervivencia parecía un milagro.
(…)
Además, había perdido el sueño a base
de vigilias y mortificaciones. Llevaba un cilicio áspero directamente sobre la
piel, así como una cadena de hierro como cinturón, y usaba como almohada una tabla
de madera o un manojo de paja. No se concedía más de una hora o dos de descanso
por la noche, y al alba se levantaba para asistir a la primera misa en la que comulgaba
cada día, <<con gran atrevimiento>>, dice el autor de sus Miracoli,
puesto que normalmente los laicos no tenían más acceso a la comunión que en
domingo y en las grandes fiestas del calendario litúrgico.
Sin embargo, la ascética no era para
ella un fin en sí misma y escribió en varias ocasiones sobre ese punto a la
penitente Daniel d’Orvieto, que exageraba en sus maceraciones para advertirla
contra la tentación de encarnizarse con demasiada crueldad consigo misma:
No hay que reprimir el cuerpo sin
criterio, sino con la dulce luz de la discreción… Si tomo como fundamento la
penitencia corporal, construyo la ciudad de mi alma sobre arena, sobre la que
no puede construirse ningún edificio; pero si construyo sobre la virtud, si
establezco mis fundamentos sobre la piedra viva, Cristo, el dulce Jesús, por
grande que sea el edificio que construya, este será sólido y ninguna tempestad
podrá echarlo a tierra… Debido a todos los inconvenientes que resultan de ella,
la penitencia por tanto debe concebirse como un medio. (Carta 213, Catherine de
Sienne, Lettres a la famille, aux disciples et aux <<Mantellate>>,
traduc. De M. Raiola, París, Certf, 2013, p. 211)
(…)
No hay comentarios:
Publicar un comentario