miércoles, 3 de mayo de 2023

Jose Luis Martin Descalzo - Muchacho, cuida tus alas

 

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«Muchacho, cuida tus alas»

Cuando San Agustín daba a los jóvenes ese consejo que acabo de escribir como título de este artículo resumía, con su habitual eficacia literaria, todo un mundo de experiencias humanas que es el que hoy repetiría yo a cuantos jóvenes me escriben: Cuidad vuestras alas, o, como decía literalmente San Agustín, «nutrid, alimentad» vuestras alas.

Porque, tal vez, lo más dramático de este mundo en que vivimos es que hay en él muchísimas personas que están llegando a la vejez sin haberse enterado de cuan tercamente lucharon sus alas por llegar a salir bajo sus omoplatos, pero murieron como ramas secas, o porque la realidad las mutiló, o porque ellos mismos no se preocuparon de cultivarlas.

Tendríamos obligación de explicárselo bien claro a los muchachos: entre los catorce y los dieciséis años —a mí me gusta llamar a este tiempo «la edad sagrada»—, todo ser humano normal tiene ese don terrible de poder elegir entre convertirse en un reptante, que sólo tiene pies para poner zancadillas, o en un ave de vuelo más o menos poderoso, pero capaz, en todo caso, de remontarse sobre sí misma.

Y tendríamos que decirles aún más claro que, en definitiva, en última instancia, la opción asumida depende casi exclusivamente de ellos. Decidles que el mundo puede zancadillear, obstaculizar, dificultar, recortar, reducir un gran porcentaje de sus esfuerzos, pero que, al final, el gran salto quien lo da o lo deja de dar, quien asume sus alas o las deja perdidas en el gran perchero de la vulgaridad, es la propia persona que hace la opción, es el propio adolescente que elige reptar o volar.

En esto me parece que nos hemos ido de extremo a extremo Y no sé cuál de ellos sea más peligroso. Cuando yo atravesaba esa «edad sagrada» —hace ya cuarenta años— nos hicieron un bien infinito al hablarnos mucho de «ideal». Nunca lo agradeceré bastante.

Nos explicaron que había grandes cosas por las que valía la pena luchar. Un poco románticamente nos señalaron diversos tipos de heroísmo como metas posibles y necesarias. Y en todo ello había mucho de tópico y de ingenuo. Pintaban demasiados luceros en nuestro horizonte.

Pero, al menos, consiguieron con ello que nos acostumbrásemos a mirar hacia arriba.

No nos explicaron, en cambio —y ése fue su fallo—, que la realidad es cruel, que tres de cada cuatro de nuestros ideales serían mutilados o arrasados. ¡Nos pegamos, por ello, cada batacazo! ¡Cayeron tantos en el otro extremo del cinismo!

Pero tengo la impresión de que ahora está ocurriendo exactamente lo contrario, que me parece muchísimo más peligroso. ¿Hay entre los adultos, maestros o guías que tengan ilusiones suficientes para transmitirlas? ¿No se encuentran, más bien, los jóvenes con una generación de plañideras que no pueden invitar a unas conquistas en las que no creen?

La Tierra se ha poblado de lo que Juan XXIII llamaba «los profetas de calamidades». Y uno ya sabe que la marcha de este planeta no está para fandangos, pero es que te levantas y el periódico te habla de la proximísima conflagración mundial; tu vecino de autobús te anuncia una nueva subida de la gasolina; la señora que limpia la escalera te cuenta que los jóvenes de ahora han perdido el respeto, la limpieza y quince cosas más; el compañero de trabajo te habla pestes del jefe, y si entras en un bar te hablan mal de los curas, de los políticos, de los fabricantes de cerveza y de los deshollinadores, y llegas a la noche a tu casa preguntándote si algo funcionará bien en este mundo, y hasta te maravillas de que al abrir el grifo salga agua en lugar de vinagre.

A veces miro con pena a los chicos de ahora, a quienes hemos convencido de que no tienen más horizonte que el de la próxima guerra mundial y a quienes empujamos, mientras la bomba llega, a malgastar su vida lo más ruidosamente que puedan y sepan.

Yo prefiero volar. Si esa temida guerra tuviera que llegar, aspiró a que, al menos, me encuentre volando y habiendo vivido hasta el céntimo todos los sorbos de vida que me hayan concedido. Con lo que si, además, no llega, nos vamos a ir encontrando mejor cada vez en un mundo de gente ilusionada que en otro de reptantes asustados.

Por eso digo a los jóvenes que cuiden sus alas. Que procuren tener varias, si es posible tres pares, como los serafines, porque luego viene siempre la realidad y te recorta algunas, así que hay que tener, por si acaso, varias de repuesto. Que no se olviden tampoco de que es muchísimo más importante dedicarse a fabricar unas alas que a podar sus defectos. Hay gente que gasta su tiempo en quitarse chinitas de los zapatos o callos en los pies cuando podría, simplemente, volar.

Era San Agustín quien decía aquello del «ama y haz lo que quieras», no porque sea bueno hacer lo que a uno le venga en gana, sino porque cuando uno ama sólo le vendrá en gana hacer cosas ardientes y dignas.

Si los chicos aprendiesen a volar, si todos alimentasen sus alas, su coraje, su pasión, sus ganas de ser alguien y mejorar el mundo, ya podía el paro encadenar a un alto porcentaje de ellos, ya podrían venir ríos de droga por todos los canales de los negociantes: ellos seguirían creyendo en sí mismos y en su lucha. Porque no es cierto que a los jóvenes les vaya mal porque han caído en la droga o en la soledad.

Al contrario: han sido atrapados por la amargura y por la droga porque ya antes les iba mal, porque ya tenían el alma a medio encadenar.

No se llena de veneno o de vinagre una vasija que no esté previamente vacía. Hace falta un cazador buenísimo para cazar a los pájaros que vuelan más alto. Muchos se quejan de que les pisan y no se dan cuenta de que fueron ellos quienes eligieron ser cucarachas.

1 comentario:

  1. hola, somos primos terceros, según el ADN y tenemos muchas cosas en común. Ambos católicos tradicionalistas, hispanistas, ambos votantes de Milei, es increíble, ni con mis padres ni mis hermanos tengo tanto en común. Escribime por favor: axel.absel@gmail.com

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