Capítulo IX
MI VOCACIÓN: EL AMOR
(1896)
Querida hermana, me pides que te deje un recuerdo de mis
ejercicios espirituales, ejercicios que quizás sean los últimos…
Puesto que nuestra Madre lo permite, me alegro mucho de
ponerme a conversar contigo que eres dos veces mi hermana; contigo, que me
prestaste tu voz cuando yo no podía hablar, prometiendo en mi nombre que no
quería servir más que a Jesús…
Querida madrinita, aquella niña que tú ofreciste a Jesús es la
que te habla esta noche, la que te ama como sólo una hija sabe amar a su madre…
Sólo en el cielo conocerás toda la gratitud de que rebosa mi corazón…
Los secretos de Jesús
Hermana querida, tú querrías escuchar los secretos que Jesús
confía a tu hijita. Yo sé que esos secretos te los confía también a ti, pues fuiste
tú quien me enseñó a recibir las enseñanzas divinas. Sin embargo, trataré de
balbucir algunas palabras, aunque siento que a la palabra humana le resulta
imposible expresar ciertas cosas que el corazón del hombre apenas si puede
vislumbrar…
No creas que estoy nadando entre consuelos. No, mi consuelo
es no tenerlo en la tierra. Sin mostrarse, sin hacerme oír su voz, Jesús me
instruye en secreto; no lo hace sirviéndose de libros, pues no entiendo lo que
leo. Pero a veces viene a consolarme una frase como la que he encontrado al
final de la oración (después de haber aguantado en el silencio y en la sequedad):
<<Este es el maestro que te doy, él te enseñará todo lo que debes hacer.
Quiero hacerte leer en el libro de la vida, donde está contenida la ciencia del
amor>>.
¡La ciencia del amor! ¡Sí, estas palabras resuenan dulcemente
en los oídos de mi alma! No deseo otra ciencia. Después de haber dado por ella
todas mis riquezas, me parece, como a la esposa del Canta de los Cantares, que
no he dado nada todavía… Comprendo tan bien que, fuera del amor, no hay nada
que pueda hacernos gratos a Dios, que ese amor es el único bien que ambiciono.
Jesús se complace en mostrarme el único camino que conduce a
esa hoguera divina. Ese camino es el abandono del niñito que se duerme
sin miedo en brazos de su padre… <<El que sea pequeñito, que venga
a mí>>, dijo el Espíritu Santo por boca de Salomón. Y ese mismo Espíritu
de amor dijo también que <<a los pequeños se los compadece y
perdona>>. Y, en su nombre, el profeta Isaías nos revela que en el último
día <<el Señor apacentará como un pastor a su rebaño, reunirá a los corderitos
y los estrechará contra su pecho>>. Y como si todas esas promesas no
bastaran, el mismo profeta, cuya mirada inspirad se hundía ya en las profundidades
de la eternidad, exclama en nombre del Señor: <<Como una madre acaricia a
su hijo, así los consolaré yo, los llevaré en brazos y sobre las rodillas los
acariciaré>>.
Sí, madrina querida, ante un lenguaje como éste, sólo cabe callar
y llorar de agradecimiento y de amor… Si todas las almas débiles e imperfectas
sintieran lo que siente la más pequeña de todas las almas, el alma de tu Teresita,
ni una sola perdería la esperanza de llegar a la cima de la montaña del amor,
pues Jesús no pide grandes hazañas, sino únicamente abandono y gratitud, como
dijo en el Salmo 49: <<No aceptaré un becerro de tu casa ni un cabrito de
tus rebaños, pues las fieras de la selva son mías y hay miles de bestias en mis
montes; conozco todos los pájaros del cielo… Si tuviera hambre, no te lo diría,
pues el orbe y cuanto lo llena es mío. ¿Comeré yo carne de toros, beberé sangre
de cabritos?... Ofrece a Dios sacrificios de alabanza y de acción de gracias>>.
He aquí, pues, todo lo que Jesús exige de nosotros. No tiene
necesidad de nuestras obras, sino sólo de nuestro amor. Porque ese mismo Dios
que declara que no tiene necesidad de decirnos si tiene hambre, no vacila en mendigar
un poco de agua a la Samaritana. Tenía sed… Pero al decir: <<Dame de
beber>>, lo que estaba pidiendo el Creador del universo era el amor
de su pobre criatura. Tenía sed de amor…
Sí, me doy cuenta, más que nunca, de que Jesús está sediento.
Entre los discípulos del mundo, sólo encuentra ingratos e indiferentes, y entre
sus propios discípulos ¡qué pocos corazones encuentra que se entreguen a
él sin reservas, que comprendan toda la ternura de su amor infinito!
Hermana querida, ¡dichosas nosotras que comprendemos los
íntimos secretos de nuestro Esposo! Si tú quisieras escribir todo lo que sabes
acerca de ellos, ¡qué hermosas páginas podríamos leer! Pero ya lo sé, prefieres
guardar <<los secretos del Rey>> en el fondo de tu corazón,
mientras que a mí me dices que <<es bueno publicar las obras del
Altísimo>>. Creo que tienes razón en guardar silencio, y sólo por complacerte
escribo yo estas líneas, pues siento mi impotencia para expresar con palabras de
la tierra los secretos del cielo; y además, aunque escribiera páginas y más
páginas, tendría la impresión de no haber empezado todavía… Hay tanta variedad
de horizontes, matices tan infinitamente variados, que sólo la paleta del
Pintor celestial podrá proporcionarme, después de la noche de esta vida, los
colores apropiados para pintar las maravillas que él descubre a los ojos de mi
alma.
Hermana querida, me pedías que te escribiera mi sueño y
<<mi doctrinita>>, como tú la llamas… Lo he hecho en las páginas
que siguen; pero tan mal, que me parece imposible que consigas entender nada.
Tal vez mis expresiones te parezcan exageradas… Perdóname, eso se debe a mi
estilo demasiado confuso. Te aseguro que en mi pobre alma no hay
exageración alguna: en ella todo es sereno y reposado…
(Al escribir, me dirijo a Jesús; así me resulta más fácil
expresar mis pensamientos--- Lo cual ¡ay!, no impide que vayan horriblemente
expresados.)
8 de Septiembre de 1896
(A mi querida sor María del Sagrado Corazón)
¡Jesús, Amado mío!, ¿quién podrá decir con qué ternura y con
qué suavidad diriges tú mi pequeña alma, y cómo te gusta hacer brillar
el rayo de tu gracia aun en medio de la más oscura tormenta…?
Jesús, la tormenta rugía muy fuerte en mi alma desde la
hermosa fiesta de tu triunfo – la fiesta radiante de Pascua –, cuando un sábado
del mes de mayo, pensando en los sueños misteriosos que a veces concedes a
ciertas almas, me decía a mí misma que debía de ser un consuelo muy dulce tener
uno de esos sueños; pero no lo pedía.
Por la noche, mi alma, observando las nubes que encapotaban
su cielo, se repitió a sí misma que aquellos hermosos sueños no estaban hechos
para ella, y se durmió bajo el vendaval…
La Venerable Ana de Jesús
El día siguiente era el 10 de mayo, segundo domingo del
mes de María, quizás aniversario de aquel día en que la Santísima Virgen se dignó
sonreírle a su florecita…
A las primeras luces del alba, me encontraba (en sueños) en una
especie de galería. Había en ella varias personas más, pero alejadas. Sólo nuestra
Madre estaba a mi lado.
De pronto, sin saber cómo habían entrado, vi a tres
carmelitas, vestidas con capas blancas y con los grandes velos echados. Me pareció
que venían por nuestra Madre, pero lo que entendí claramente fue que venían del
cielo.
Yo exclamé en lo hondo del corazón: ¡Cómo me gustaría ver el
rostro de una de esas carmelitas! Y entonces la más alta de las santas, como si
hubiese oído mi oración avanzó hacia mí. Al instante caí de rodillas.
Y, ¡oh, felicidad!, la carmelita se quitó el velo, o, mejor
dicho, lo alzó y me cubrió con él. Sin la menor vacilación, reconocí a la
Venerable Ana de Jesús, la fundadora del Carmelo en Francia.
Su rostro era hermoso, de una hermosura inmaterial. No
desprendía ningún resplandor; y sin embargo, a pesar del velo que nos cubría a
las dos, yo veía aquel rostro celestial iluminado con una luz inefablemente
suave, luz que el rostro no recibía sino que él mismo producía…
Me sería imposible decir la alegría de mi alma; estas cosas
se sienten, pero no se pueden expresar… Varios meses han pasado desde este
dulce sueño; pero el recuerdo que dejó en mi alma no ha perdido nada de su frescor
ni de su encanto celestial… Aún me parece estar viendo la mirada y la sonrisa
llenas de amor de la Venerable Madre. Aún creo sentir las caricias de
que me colmó…
… Al verme tan tiernamente amada, me atreví a pronunciar
estas palabras: <<Madre, te lo ruego, dime si Dios me dejará todavía
mucho tiempo en la tierra… ¿Vendrá pronto a buscarme…?>>. Sonriendo con
ternura, la santa murmuró: <<Sí, pronto, pronto… Te lo prometo>>.
<<Madre – añadí –, dime también si Dios no me pide tal vez algo más que
mis pobres acciones y mis deseos. ¿Está contento de mí?>> El rostro de la
santa asumió una expresión incomparablemente más tierna que la primera
vez que me habló. Su mirada y sus caricias eran ya la más dulce de las
respuestas. Sin embargo, me dijo: <<Dios no te pide ninguna otra cosa.
Está contento, ¡muy contento…!>>
Y después de volver a acariciarme con mucho más amor con que
jamás acarició a su hijo la más tierna de las madres, la vi alejarse… Mi
corazón rebosaba de alegría, pero me acordé de mis hermanas y quise pedir
algunas gracias para ellas. Pero, ¡ay!..., me desperté…
¡Jesús!, ya no rugía la tormenta, el cielo estaba en calma y
sereno… Yo creía, sabía que hay un cielo, y que ese cielo está poblado de almas
que me quieren y que me miran como a hija suya…
Esta impresión ha quedado grabada en mi corazón. Lo cual es
tanto más curioso, cuanto que la Venerable Ana de Jesús me había sido hasta
entonces del todo indiferente, nunca la había invocado, y su pensamiento sólo
me venía a la mente cuando oía hablar de ella, lo que ocurría raras veces.
Por eso, cuando comprendí hasta qué punto me quería ella a
mí, y qué lejos estaba yo de serle indiferente, mi corazón se
deshizo en amor y gratitud, y no sólo hacia la santa que me había visitado,
sino hacia todos los bienaventurados moradores del cielo…
¡Amado mío!, esta gracia no era más que el preludio de otras
gracias mayores con que tú querías colmarme. Déjame, mi único amor, que te las
recuerde hoy…, hoy, sí, sexto aniversario de nuestra unión… Y perdóname,
Jesús mío, si digo desatinos al querer expresarte mis deseos, mis esperanzas
que rayan el infinito, ¡¡¡ perdóname y cura mi alma dándole lo que espera…!!!
Todas las vocaciones
Ser tu esposa, Jesús, ser carmelita, ser por mi
unión contigo madre de almas, debería bastarme… Pero no es así… Ciertamente,
estos tres privilegios son la esencia de mi vocación: carmelita, esposa y
madre.
Sin embargo, siento en mi interior otras vocaciones: siento
la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir. En una
palabra, siento la necesidad, el deseo de realizar por ti, Jesús, las más heroicas
hazañas… Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio.
Quisiera morir por la defensa de la Iglesia en un campo de batalla…
Siento en mí la vocación de sacerdote. ¡Con qué amor,
Jesús, te llevaría en mis manos cuando, al conjuro de mi voz, bajaras del cielo…!
¡Con qué amor te entregaría a las almas…! Pero, ¡ay!, aun deseando ser
sacerdote, admiro y envidio la humildad de san Francisco de Asís y siento en mí
la vocación de imitarlo renunciando a la sublime dignidad del sacerdocio.
¡Oh, Jesús, amor mío, mi vida…!, ¿cómo hermanar estos
contrastes? ¿Cómo convertir en realidad los deseos de mi pobrecita alma?
Sí, a pesar de mi pequeñez, quisiera iluminar a las almas
como los profetas y como los doctores.
Tengo vocación de apóstol… Quisiera recorrer la tierra,
predicar tu nombre y plantar tu cruz gloriosa en suelo infiel. Pero Amado mío,
una sola misión no sería suficiente para mí. Quisiera anunciar el Evangelio al
mismo tiempo en las cinco partes del mundo, y hasta en las islas más remotas…
Quisiera ser misionero no sólo durante algunos años, sino haberlo sido desde la
creación del mundo y seguirlo siendo hasta la consumación de los siglos…
Pero, sobre todo y por encima de todo, amado Salvador mío,
quisiera derramar por ti hasta la última gota de mi sangre…
¡El martirio! ¡El sueño de mi juventud! Un sueño que ha ido
creciendo conmigo en los claustros del Carmelo… Pero siento que también este
sueño mío es una locura, pues no puedo limitarme a desear una sola clase
de martirio… Para quedar satisfecha, tendría que sufrirlos todos…
Como tú, adorado Esposo mío, quisiera ser flagelada y crucificada…
Quisiera morir desollada, como san Bartolomé… Quisiera ser sumergida, como san
Juan, en aceite hirviendo… Quisiera sufrir todos los suplicios infligidos a los
mártires… Con santa Inés y santa Cecilia, quisiera presentar mi cuello a la
espada, y como Juana de Arco, mi hermana querida, quisiera susurrar tu nombre
en la hoguera, Jesús… Al pensar en los tormentos que serán el lote de los cristianos
en tiempos del anticristo, siento que mi corazón se estremece de alegría y
quisiera que eso tormentos estuviesen reservados para mí… Jesús, Jesús, si
quisiera poner por escrito todos mis deseos, necesitaría que me prestaras tu
libro de la vida, donde están consignadas las hazañas de todos los santos,
y todas esas hazañas quisiera realizarlas yo por ti…
Jesús mío, ¿y tú qué responderás a todas mis locuras…?
¿Existe acaso un alma pequeña y más impotente que la mía…? Sin embargo,
Señor precisamente a causa de mi debilidad, tú has querido colmar mis pequeños
deseos infatigables, y hoy quieres colmar otros deseos míos más grandes
que el universo… Como estos mis deseos me hacían sufrir durante la oración un
verdadero martirio, abrí las cartas de san Pablo con el fin de buscar una respuesta.
Y mis ojos se encontraron con los capítulos 12 y 13 de la primera Carta a los
Corintios…
Leí en el primero que no todos pueden ser apóstoles, o
profetas, o doctores, etc….; que la Iglesia está compuesta de diferentes miembros,
y que el ojo no puede ser al mismo tiempo mano.
… La respuesta estaba clara, pero no colmaba mis deseos ni me
daba la paz…
Al igual que Magdalena, inclinándose sin cesar sobre la tumba
vacía, acabó por encontrar lo que buscaba, así también yo, abajándome hasta las
profundidades de mi nada, subí tan alto que logré alcanzar mi intento…
Seguí leyendo, sin desanimarme, y esta frase me reconfortó:
<<Ambicionen los carismas mejores. Y aún les voy a mostrar un
camino inigualable>>. Y el apóstol va explicando cómo los mejores
carismas nada son sin el amor… Y que la caridad es ese camino
inigualable que conduce a Dios con total seguridad.
Podía, por fin, descansar… Al mirar el cuerpo místico de la Iglesia,
yo no me había reconocido en ninguno de los miembros descritos por san Pablo;
o, mejor dicho, quería reconocerme en todos ellos…
La caridad me dio la clave de mi vocación. Comprendí
que si la Iglesia tenía un cuerpo compuesto de diferentes miembros no podía
faltarle el más necesario, el más noble de todos ellos. Comprendí que la
Iglesia tenía un corazón, y que ese corazón estaba ardiendo de amor.
Comprendí que sólo el amor podía hacer actuar a los miembros
de la Iglesia; que si el amor llegaba a apagarse, los apóstoles ya no
anunciarían el Evangelio y los mártires se negarían a derramar su sangre…
Comprendí que el amor encerraba en sí todas las vocaciones,
que el amor lo era todo, que el amor abarcaba todos los tiempos y lugares… En
una palabra, ¡que el amor es eterno…!
Entonces, al borde de mi alegría delirante, exclamé: ¡Jesús,
amor mío…, al fin he encontrado mi vocación! ¡Mi vocación es el amor…!
Sí, he encontrado mi puesto en la Iglesia, y ese puesto, Dios
mío, eres tú quien me lo ha dado… En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo
seré el amor… Así lo seré todo… ¡¡¡Así mi sueño se verá hecho realidad…!!!
¿Por qué hablar de alegría delirante? No, no es ésta la expresión
justa. Es, más bien, la paz tranquila y serena del navegante al divisar el faro
que ha de conducirlo al puerto… ¡Oh, faro luminoso del amor, yo sé cómo llegar
hasta ti! He encontrado el secreto para apropiarme tu llama.
No soy mas que una niña, impotente y débil. Sin embargo, es
precisamente mi debilidad lo que me da la audacia para ofrecerme como víctima a
tu amor, ¡oh Jesús! Antiguamente, sólo las hostias puras y sin mancha eran
aceptadas por el Dios fuerte y poderoso. Para satisfacer a la justicia divina,
se necesitaban víctimas perfectas. Pero a la ley del temor le ha sucedido la
ley del amor, y el amor me ha elegido a mí, débil e imperfecta criatura, como holocausto…
¿No es ésta una elección digna del amor…? Sí, para que el amor quede plenamente
satisfecho, es preciso que se abaje hasta la nada y que transforme en fuego
esa nada…
Lo sé, Jesús, el amor sólo con amor se paga. Por eso he
buscado y hallado la forma de aliviar mi corazón devolviéndote amor por amor.
<<Gánense amigos con el dinero injusto, para que los
reciban en las moradas eternas>>. Este es, Señor, el consejo que diste a
tus discípulos después de decirles que <<los hijos de las tinieblas son
más astutos en sus negocios que los hijos de la luz>>.
Y yo, como hija de la luz, comprendí que mis deseos de serlo
todo, de abarcar todas las vocaciones, eran riquezas que podían muy bien hacerme
injusta; por eso me he servido de ellas para ganarme amigos…
Acordándose de la oración de Eliseo a su Padre Elías, cuando
se atrevió a pedirle su doble espíritu, me presenté ante los ángeles y
los santos y les dije: <<Yo soy la más pequeña de las criaturas. Conozco
mi miseria y mi debilidad. Pero sé también cuánto les gusta a los corazones
nobles y generosos hacer el bien. Les suplico, pues, bienaventurados moradores
del cielo, les suplico que me adopten por hija. Sólo de ustedes será la
gloria que me hagan adquirir, pero dígnense escuchar mi súplica. Ya sé que
es temeraria; sin embargo, me atrevo a pedirles que me alcancen el doble
amor>>.
Jesús, no puedo ir más allá en mi petición, temería verme
aplastada bajo el peso de mis audaces deseos…
La excusa que tengo es que soy una niña, y los niños
no piensan en el alcance de sus palabras. Sin embargo sus padres, cuando ocupan
un trono y poseen inmensos tesoros, no dudan en satisfacer los deseos de esos pequeñitos
a los que aman tanto como a sí mismos; por complacerles, hacen locuras y hasta
se vuelven débiles…
Pues bien, yo soy la hija de la Iglesia, y la Iglesia es
Reina, pues es tu Esposa, oh, divino Rey de reyes…
Arrojar flores
NO son riquezas ni gloria (ni siquiera la gloria del cielo)
lo que pide el corazón del niñito… Él entiende muy bien que la gloria pertenece
a sus hermanos, los ángeles y los santos… La suya será un reflejo de la que
irradia de la frente de su madre.
Lo que él pide es el amor… No sabe más que una cosa: amarte,
Jesús… Las obras deslumbrantes le están vedadas: no puede predicar el Evangelio,
ni derramar su sangre… Pero ¿qué importa?, sus hermanos trabajan en su lugar, y
él, como un niño pequeño, se queda muy cerquita del trono del Rey y de
la Reina y ama por sus hermanos que luchan…
¿Pero cómo podrá demostrar él su amor, si es que el amor se
demuestra con obras? Pues bien, el niñito arrojará flores, aromará con
sus perfumes el trono real, cantará con su voz argentina el cántico del
amor…
Sí, Amado mío, así es como se consumirá mi vida… No tengo
otra forma de demostrarte mi amor que arrojando flores, es decir, no dejando
escapar ningún pequeño sacrificio, ni una sola mirada, ni una sola palabra,
aprovechando hasta las más pequeñas cosas y haciéndolas por amor…
Quiero sufrir por amor, y hasta gozar por amor. Así arrojaré
flores delante de tu trono. No encontraré ni una sola en mi camino que no deshoje
para ti. Y además, al arrojar mis flores, cantaré (¿puede alguien llorar
mientras realiza una acción tan alegre?), cantaré aun cuando tenga que recoger
las flores entre las espinas, y tanto más melodioso será mi canto, cuanto más
largas y punzantes sean las espinas.
¿Y de qué te servirán, Jesús, mis flores y mis cantos…? Sí,
lo sé muy bien: esa lluvia perfumada, esos pétalos frágiles y sin valor alguno,
esos cánticos de amor del más pequeño de los corazones te fascinarán.
Sí, esas naderías te gustarán y harán sonreír a la Iglesia
triunfante, que recogerá mis flores deshojadas por amor y las pasará por
tus divinas manos, Jesús. Y luego esa Iglesia del cielo, queriendo jugar
con su hijito, arrojará también ella esas flores – que habrán adquirido a tu toque
divino un valor infinito –, arrojará esas flores sobre la Iglesia sufriente
para apagar sus llamas, y las arrojará también sobre la Iglesia militante para
hacerla alcanzar la victoria…
¡Jesús mío, te amo! Amo a la Iglesia, mi Madre. Recuerdo que
<<el más pequeño movimiento de puro amor es más útil a la Iglesia
que todas las demás obras juntas>>.
¿Pero hay de verdad puro amor en mi corazón…? Mis
inmensos deseos ¿no serán un sueño, una locura…? ¡Ay!, si así fuera, dame luz
tú, Jesús. Tú sabes que busco la verdad… Si mis deseos son temerarios, hazlos
tú desaparecer, pues estos deseos son para mí el mayor de los martirios…
Sin embargo, Jesús, siento en mi interior que, si después de
haber ansiado con toda el alma llegar a las más elevadas regiones del amor, no
llegase un día a alcanzarlas, habré saboreado una mayor dulzura en medio de
mi martirio, en medio de mi locura, que la que gozaría en el seno de los gozos
de la patria; a no ser que, por un milagro, me dejes conservar allí el
recuerdo de las esperanzas que he tenido en la tierra.
Así pues, déjame gozar durante mi destierro las delicias del
amor. Déjame saborear las dulces amarguras de mi martirio…
Jesús, Jesús, si tan delicioso es el deseo de amarte, ¿qué
será poseer al Amor, gozar del Amor…?
¿Cómo puede aspirar un alma tan imperfecta como la mía a
poseer la plenitud del Amor…?
El pajarito
¡Oh, Jesús, mi primer y único amigo, el único a quien
yo amo!, dime qué misterio es éste. ¿Por qué no reservas estas aspiraciones
tan inmensas para las almas grandes, para las águilas que se ciernen en las
alturas…? Yo me considero un débil pajarito cubierto únicamente por un ligero
pulmón. Yo no soy un águila, sólo tengo de águila los ojos y el corazón,
pues, a pesar de mi extrema pequeñez, me atrevo a mirar fijamente al Sol
divino, al Sol del Amor, y mi corazón siente en sí todas las aspiraciones del
águila…
El pajarito quisiera volar hacia ese Sol brillante que
encandila sus ojos; quisiera imitar a sus hermanas las águilas, a las que ve
elevarse hacia el foco divino de la Santísima Trinidad… Pero, ¡ay!, lo más que
puede hacer es alzar sus alitas, ¡pero eso de volar no está en su
modesto poder!
¿Qué será de él? ¿Morirá de pena al verse tan impotente…? No,
no, el pajarillo ni siquiera se desconsolará. Con audaz abandono, quiere seguir
con la mirada fija en su divino Sol. Nada podrá asustarlo, ni el viento ni la
lluvia. Y si oscuras nubes llegaran a ocultarle el Astro del amor, el pajarito
no cambiará de lugar: sabe que más allá de las nubes su Sol sigue brillando y
que su resplandor no puede eclipsarse ni un instante.
Es cierto que, a veces, el corazón del pajarito se ve
embestido por la tormenta, y no le parece que pueda existir otra cosa que las
nubes que lo rodean. Esa es la hora de la alegría perfecta para ese pobre
y débil ser. ¡Qué dicha para él seguir allí, a pesar de todo, mirando fijamente
a la luz invisible que se oculta a su fe…!
Jesús, hasta aquí
puedo entender tu amor al pajarito, ya que éste no se aleja de ti… Pero yo sé, y
tú también lo sabes, que muchas veces la imperfecta criaturita, aun siguiendo
en su lugar (es decir, bajo los rayos del Sol), acaba distrayéndose un poco de
su único quehacer: recoge un granito acá y allá, corre tras un gusanito…;
luego, encontrando un charquito de agua, moja en él sus plumas apenas
formadas; ve una flor que le gusta, y su espíritu débil se entretiene con la
flor… En una palabra, el pobre pajarito, al no poder cernerse como las águilas,
se sigue entreteniendo con las bagatelas de la tierra.
Sin embargo, después de todas sus travesuras, el pajarillo,
en vez de ir a esconderse en un rincón para llorar su miseria y morirse de
arrepentimiento, se vuelve hacia su amado Sol, expone a sus rayos bienhechores
sus alitas mojadas, gime como la golondrina; y, en su dulce canto,
confía y cuenta detalladamente sus infidelidades, pensando, en su temerario
abandono, adquirir así un mayor dominio, atraer con mayor plenitud el amor de Aquel
que no vino a buscar a los justos sino a los pecadores…
Y si el Astro adorado sigue sordo a los gorjeos lastimeros de
su criaturita, si sigue oculto…, pues bien entonces la criaturita, si
sigue oculto…, pues bien, entonces la criaturita seguirá allí mojada,
aceptará estar aterida de frío, y seguirá alegrándose de ese sufrimiento que en
realidad ha merecido…
¡Qué feliz, Jesús, es tu pajarito de ser débil y
pequeño! Pues ¿qué sería de él si fuera grande…? Jamás tendría la audacia
de comparecer en tu presencia, de dormitar delante de ti…
Si, ésta es también otra debilidad del pajarito cuando quiere
mirar fijamente al Sol divino y las nubes no le dejan ver ni un solo rayo: a pesar
suyo, sus ojitos se cierran, su cabecita se esconde bajo el ala, y el pobrecito
se duerme creyendo seguir mirando fijamente a su Astro querido.
Pero al despertar, no se desconsuela; su corazoncito sigue en
paz. Y vuelve a comenzar su oficio de amor. Invoca a los ángeles y a los
santos, que se elevan como águilas hacia el Foco devorador, objeto de sus
anhelos, y las águilas, compadeciéndose de su hermanito, lo protegen y defienden
y ponen en fuga a los buitres que quisieran devorarlo.
El pajarito no teme a los buitres, imágenes de los demonios,
pues no está destinado a ser su presa, sino la del Águila que él
contempla en el centro del Sol del amor.
El águila divina
¡Oh, Verbo divino!, tú eres el Águila adorada que yo amo, la
que atrae. Eres tú quien, precipitándose sobre la tierra del exilio,
quisiste sufrir y morir a fin de atraer a las almas hasta el centro del
Foco eterno de la Trinidad bienaventurada. Eres tú quien, remontándote hacia la
Luz inaccesible que será ya para siempre tu morada, sigues viviendo en este
valle de lágrimas, escondido bajo las apariencias de una blanca hostia…
Águila eterna, tú quieres alimentarme con tu sustancia
divina, a mí, pobre e insignificante ser que volvería a la nada si tu mirada
divina no me diese la vida a cada instante.
Jesús, déjame que te diga, en el exceso de mi gratitud,
déjame, sí, que te diga que tu amor llega hasta la locura… ¿Cómo quieres que,
ante esa locura, mi corazón no se lance hacia ti? ¿Cómo va a conocer límites mi
confianza…?
Sí, ya sé que también los santos hicieron locuras por
ti, que hicieron obras grandes porque ellos eran águilas…
Jesús, yo soy demasiado pequeña para hacer obras grandes… y mi
locura consiste en esperar que tu amor me acepte como víctima… Mi locura
consiste en suplicar a las águilas mis hermanas que me obtengan la gracia de
volar hacia el Sol del amor con las propias alas del Águila divina…
Durante todo el tiempo que tú quieras, Amado mío, tu pajarito
seguirá sin fuerzas y sin alas, seguirá con los ojos fijos en ti. Quiere ser fascinado
por tu mirada divina, quiere ser presa de tu amor…
Un día, así lo espero, Águila adorada, vendrás a buscar a tu
pajarillo; y, remontándote con él hasta el Foco del amor, lo sumergirás por
toda la eternidad en el ardiente Abismo de ese amor al que él se ofreció como
víctima…
Súplica
¡Que no pueda yo, Jesús, revelar a todas las almas
pequeñas cuán inefable es tu condescendencia…!
Estoy convencida de que, si por un imposible, encontrases un
alma más débil y más pequeña que la mía, te complacerías en colmarla de gracias
todavía mayores, con tal de que ella se abandonase con entera confianza a tu
misericordia infinita.
¿Pero por qué estos deseos, Jesús, de comunicar los secretos
de tu amor? ¿No fuiste tú, y nadie más que tú, el que me los enseñó a mí? ¿Y no
puedes, entonces, revelárselos también a otros…?
Sí, lo sé muy bien, y te conjuro a que lo hagas. Te suplico
que hagas descender tu mirada divina sobre un gran número de almas pequeñas…
¡Te suplico que escojas una legión de pequeñas víctimas dignas
de tu amor…!
La insignificante sor Teresa del Niño Jesús de la
Santa Faz, rel. Carm. Ind.
Fuente: Teresita de Lisieux, Historia de un alma, Bs.As.,
Claretiana, 2003, pp. 223-242
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