23.- Vivir en el
presente.
Lo que más admiraba yo en Jorge
Guillén era su capacidad para vivir apasionadamente el presente. Frente a otros
poetas que hacen surgir su poesía de un afán por remasticar las amarguras
viejas o de un hilar los sueños del futuro, Guillén en su obra, evita hasta de
los verbos en pretérito o en futuro, para montarlo todo sobre el disfrute del
presente, de este pie que ponemos hoy aquí, de esta hora que hoy me ha sido
concedida. Y lo admiraba porque una actitud así ante la vida es de lo más
infrecuente. Entre nosotros lo que abunda es la fuga hacia el ayer o hacia el
mañana, la venta a la nostalgia o al ensueño.
Si no estoy equivocado, mis contemporáneos
-salvo excepciones- se dividen en cuatro grupos: los que viven encadenados al
pasado, unos por añoranza y otros por amargura, y los que viven magnetizados
por el futuro, unos porque lo temen y otros porque en él ven la realización de
todos sus sueños. Cuatro formas de huir de la realidad. Cuatro maneras de no
estar verdaderamente vivos. Muchos son los que siguen atados al pasado. Ahí
están los que viven encadenados a un fracaso o a una herida que se diría que
les hubiera cloroformizado el alma para siempre. Son las gentes que hoy se
dedican a amargarse porque hace treinta años no les quiso su madre, les
traicionó un novio o fracasaron en una oposición. No se han perdonado a sí
mismos el viejo dolor y ahí viven, dando vueltas al ayer como un perro a un
hueso. A ellos se suman los escrupulosos que se han inventado un Dios rencoroso
e incontentable, ante quien tendrían que seguir expiando aquel viejo error de
juventud que aún hoy a ellos les tortura, cuando Dios ya se ha cansado de
olvidarlo. Son estatuas de sal que no logran vivir el presente de tanto mirar
hacia atrás. Gentes que no quieren entender que «agua pasada no mueve molino»
o, como dice un adagio ruso, «lamentarse por el pasado es correr en pos del
viento». Primos hermanos de estos «pasadistas» son los nostálgicos, esa peste
humana que tanto se nos ha multiplicado últimamente en España.
De repente, como a muchos no les gusta el
presente y como no parecen tener agallas para modificarlo, a los más les ha
dado por refugiarse en las añoranzas y pasarse las horas saboreando sus
recuerdos como un caramelo de morfina. Pero ¿hay algo más tonto que la
nostalgia? La Biblia llamó, hace más de veinte siglos, «necios» a quienes
siguen preguntándose por qué siempre el tiempo pasado fue mejor. Sería bastante
más sensato reconocer que no es que el mundo haya empeorado, es que nosotros
hemos envejecido, es que no nos gusta reconocer que nosotros empezamos a ser
los ex-reyes del mundo porque los reyes ahora son otros. Pero cuantos vivan en
el pasado, con él se irán a pique. Porque el destino del pasado es ser pasado,
serlo cada vez más. Y no diré yo que no haya un pasado que sirva para algo.
Sirve en tanto en cuanto que ilumina el presente, en tanto en cuanto que es
manantial de futuro. Es decir: sirve el pasado en la medida en que deja de serlo,
en la medida en que se torna acicate y no añoranza. Pero la verdad es que de
cada cien que piensan en el pasado, tal vez uno lo hace para mejorar el futuro,
mientras que noventa y nueve sólo como refugio sentimental porque no les agrada
el presente, una torpe manera de engañarse a sí mismos y no vivir.
Estos encadenados al pasado viven
también con frecuencia aterrados ante el futuro, con lo que su cadena es doble.
Son como suicidas que no tuvieran el coraje de matarse y eligieran como forma
de muerte lenta esa morfina de los sueños. Y asombrosamente ese pánico al
futuro, que durante siglos fue enfermedad típica de viejos, se ha convertido
recientemente en peste juvenil. Les han hablado tanto de la guerra nuclear que
se lo han creído hasta el punto de que van a terminar anticipándola a base de
falta de pasión por mejorar el mundo. El miedo atenaza al hombre contemporáneo
como esas arañas que primero anestesian e inmovilizan a las moscas que cazan,
para comérselas mucho más tarde. Y encadenados al futuro -aunque desde el
extremo opuesto- están quienes viven dilatando su vida y preparándose para una
felicidad que dicen que va a venir, pero que de momento les impide disfrutar de
las pequeñas felicidades que ya están viniendo. Son los que se pasan la vida
posponiéndola. Primero piensan que llegará la dicha cuando se casen. Luego,
cuando tengan hijos. A continuación, cuando los niños sean mayorcitos. Más
tarde, cuando llegue la jubilación. No se dan cuenta de que quien repite cuatro
veces que la felicidad vendrá mañana, la quinta vez dice que no llegará jamás.
Los sueños excesivos son casi siempre el prólogo de la amargura. Por todo ello,
me gustaría gritar a mis amigos que la única manera de estar vivos es vivir en
el presente. Que no hay manera de ser felices si no es siéndolo hoy. Que la
fuga al pasado o al futuro son eso: fugas. Que un ser que quiere vivir de veras
debería gritarse a si mismo ante el espejo, cada día al levantarse, que esa
jornada que empieza es la más importante de su vida. El pasado pasó. Ya sólo
sirve para subirse encima de él y mirar mejor hacia adelante. El futuro vendrá
de las manos de Dios y en ellas ha de dejarse. Nuestra única tarea es el
presente, esta hora, ésta. Dios mismo no nos espera en el mañana. Se cruzará
hoy con nosotros. Nuestra misma resurrección ha comenzado en este momento que
vivimos ahora. Unamuno se irritaba, con razón, cuando la gente le hablaba del
porvenir. «No hay porvenir -gritaba-. Eso que llaman el porvenir es una de las
grandes mentiras. El verdadero, porvenir es hoy. ¿Qué será de nosotros mañana?
¡No hay mañana! ¿Qué es de nosotros hoy, ahora? Esta es la única cuestión.» No
sólo los jóvenes toman drogas. Ahora hay muchos viejos que se inyectan
nostalgia del pasado o terrores ante el futuro, dos morfinas tan peligrosas
como la heroína o la coca. Lo mismo que hay jóvenes que prefieren fumar sueños
a trabajar, imaginarse revoluciones antes que ir cambiando lenta y
dolorosamente este mundo. Mas ni los sueños ni las nostalgias moverán un solo
ladrillo. Sólo el presente existe. Y o soy feliz hoy o no lo seré nunca. O
trabajo hoy o jamás trabajaré. O vivo hoy o seré sólo un muerto que sueña y que
recuerda.
Descalzo, José Luis
Martín, RAZONES PARA LA ALEGRÍA, Madrid, 1987
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