viernes, 2 de mayo de 2014

Eduardo B. M. Allegri - Carta a los que vienen y a los que están (Fragmento)

Sobre si la subjetividad es la verdad

Nada más fácil que errar aquí. Dios habla al corazón. Si se mira atentamente el corazón, se Lo ve a Dios. Si se hace silencio, se Lo oye. Pero hay que mirar y oír. Y la paradoja es desaparecer.

Sólo si uno es invisible se ve. Sólo si se es mudo se oye.

Quien me ve a Mi ve a mi Padre. Pero allí está la condición, porque, ¿quién es capaz de ver sin verse sin dejar de verse?, ¿quién es capaz de oír sin oírse sin dejar de oírse?

La única condición de la verdad en uno es lo otro. Pasa como en el juicio. Cuando se confunde lo conocido en cuanto existente con lo conocido en cuanto conocido, la verdad se aleja o se opaca. De hecho, podemos de ese modo opacar la verdad.

La condición principal para que la verdad sea un bien no es su existencia en mí, es su existencia. Desaparecer es ver y hacer ver. Poniéndonos delante del sol, el sol se eclipsa detrás nuestro, parece que brillamos y el otro cree que somos el sol. Pero nuestra luz y nuestra sombra son frías.

Porque solamente la sombra es nuestra verdaderamente, aún cuando gracias a la luz somos sombra. Y la sombra siempre es fría.

O se habla de las cosas o se habla de sí. Y no importa de qué parezca que se habla. Importa de qué se habla en realidad.

Si el estilo es el hombre, la verdad no es el estilo. O se busca la verdad o se busca el estilo. La verdad, en su riqueza y fecundidad, garantiza un estilo. El estilo garantiza antes que nada el estilo. Y eso hasta que, ya sin nada de verdad, el estilo ni siquiera sea estilo, sólo ademán y gesto. Como la mímica de escribir sin papel ni lápiz, no tener nada más que decir y seguir hablando.

Decirse no es necesariamente decir. Decirse no es necesariamente decir la verdad.

Podemos decir con Cristo: mi Padre, la verdad y Yo somos uno, a condición de que seamos translúcidos y la última cosa consistente sea el Padre.

Pero Dios para nosotros es el Otro por excelencia.

Más propio es para nosotros ser Juan, el Bautista: no yo, sino Él. Bien entendido, parece que ambos casos, en lo que a nosotros respecta, es lo mismo. Somos Jesús frente al Padre si somos uno con la verdad, somos Juan frente a Cristo si somos la otra cosa que no es la verdad.

Cuando el dedo señala la luna, el imbécil mira el dedo. La subjetividad es la verdad. Sólo si podemos evitar hacer de los otros unos imbéciles.

Cuando hablamos, que hable la verdad y que ya nadie nos escuche. Mientras nos escuchen, mientras sean hijos de la carne y de la sangre, mirarán el dedo, el signo de la carne y de la sangre, esclavos de la carne y de la sangre.
Esclavos nuestros. Comen si comemos, beben si bebemos, viven si vivimos, mueren si morimos, saben si sabemos, ignoran si ignoramos. Pero la verdad última está en lo otro.

La palabra es lo que es cuando nos deja a solas con la cosa. Hablamos una lengua cuando sabemos lo que significan sus palabras, no cuando solamente las pronunciamos, aunque nuestra dicción sea perfecta. No podemos enseñar a hablar una lengua enseñando solamente a pronunciar.

Nuestra subjetividad es habitualmente palabra, es signo.

Nunca somos la última consistencia detrás del signo. No somos la verdad.

Si acaso, somos de la verdad. Y cuando somos la verdad de tal manera que somos uno con la verdad, ya no somos más nosotros. Ya nadie ve el dedo en nosotros y ve la luna.


La Tradición es la Verdad

Estamos en el medio, somos el dedo que señala y la palabra que significa. Pero estamos en el medio.

Como el mensajero que lleva el encargo, debemos llegar a tiempo, si llegar a tiempo es valioso para quien recibe la carga que llevamos.

Aunque parezca que es poco importante, el tiempo es parte de la substancia de la tradición.

La tradición es dinámica. La tradición es la misión. Ella nos mueve y se mueve. Es de su propia naturaleza el moverse, el pasar de un tiempo a otro, de un hombre a otro.

De modo tal que si nos detenemos, o nos desviamos, ella puede volvernos al camino, a la misión, ponernos de nuevo en camino.

Pero, esta vez, no somos nosotros la tradición. No nos demoramos tanto nosotros, cuanto demoramos la misión.

La substancia de lo que trasladamos es la verdad misma.  Como somos hombres en el tiempo, el tiempo signa nuestro modo de ser y nuestro modo de devenir. Pero nuestra misión es trasladar la verdad. Eso nos hermana a hombres de cualquier tiempo, porque la verdad es la misma.

La verdad es inmutable, la tradición debe transcurrir.

No venimos desde el ayer, simplemente. La tradición no es sinónimo del pasado. El pasado no es sinónimo de la verdad. El hoy tampoco lo es. El futuro tampoco. La verdad para los hombres es en el tiempo, pero la verdad no es del tiempo.

Donde está la verdad, está la tradición. No hay auténtica tradición sin verdad. Es la verdad la que recorre la historia del hombre. Ese recorrido de la verdad en la historia se llama Tradición. Cuando acabe el tiempo, ya no habrá tradición. Sólo la verdad pura y sin velo, eternamente consumada. Entre tanto andamos, vamos del principio al fin, trasladando esa verdad y ella se traslada con nostros, a través nuestro. La pasamos de un tiempo en otro, pasa de un tiempo a otro. Eso es ser un hombre de la tradición: ser un hombre de la verdad y hacer que no se detenga, se desvíe, se opaque, antes de llegar al fin...

La profecía es conocer lo que ha de venir y conocer lo que la sola inteligencia no puede ver por sí.

La profecía es parte de la tradición y es el núcleo central de toda nuestra cultura: Dios es el único Señor, Él es el Señor de la Historia, todas las cosas son Suyas, Él restaurará Su reino y todas las cosas para gloria Suya.

Todo tiempo está enhebrado en esa verdad. Y esa verdad es el núcleo de la tradición. Y como esto es, ha sido y habrá de ser, esa verdad recorre toda la historia hasta que se consume la última letra de la profecía y del anuncio.

Cristo es alfa y omega, el principio y el fin, ayer, hoy y siempre. Recorre el tiempo desde la creación, de la cual es Logos, hasta el fin del tiempo, en el cual es consumador y último glorificador de todas las cosas. En la historia, en el tiempo, ese es el dinamismo de la verdad.

En sí misma esa verdad es inmutable, en el tiempo es dinámica, es el motor de la historia, por ella se mueve la historia y va hacia el cumplimiento de esa verdad que al mismo tiempo es designio: plan y profecía.

La tradición es el movimiento de esa verdad a lo largo de todas las edades, su transcurso.

Una cultura es una voz histórica, determinada, diciendo esta verdad última y primera. Una cultura es una voz peculiar, distintiva, es una lengua, una flexión de la voz, un tono, un registro, diciendo esta última y misma verdad. Lo sepa o no lo sepa totalmente la voz que lo pronuncia. Y es mejor si lo sabe. Diga lo que dijere, porque nunca es la plenitud de la verdad, que está sólo al final.

La verdad es una, intensa y honda. Las voces son muchas. Una sola voz humana dice toda la verdad, ni la dice totalmente. Ni mucho menos. El hombre de la verdad y de la tradición, ve la verdad y lo que hay de verdad en todas las cosas. Allí donde está ella está él.

La verdad última no tiene color, sonido, materia, tal como vemos ahora. Y ni ojo vio ni oído oyó lo que la verdad es en realidad al fin. Pero la verdad puede decirse en colores, sonidos y materias. Lo que todas esas cosas puedan decir de la verdad está en la realidad: en la naturaleza y en el arte.

La mediación del hombre le agrega gravedad a las obras de sus manos. Por sus manos pasa la verdad. Y como la verdad es inconmensurable en su riqueza y potencia, cada hombre, con la obra de sus manos, es capaz de alumbrar, de exhibir, de hacer ver un nuevo matiz, una nueva forma de la verdad. Pero no es su mano la que produce esa verdad, sino la que acierta a ofrecerla a otros.

La vocación de todo hombre en la historia es ser la mano de la tradición que hace pasar la verdad a través de sí y, al tiempo que la verdad lo lleva a él, hace que su acción lleve a otros.

Eduardo B. M. Allegri

Fuente: Revista Bueyes perdidos. Bella Vista, 2006, p.p. 9-14

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