miércoles, 29 de abril de 2020

André Vauchez - Vida de Santa Catalina de Siena (fragmentos)


Desde finales del siglo XIII la Iglesia condenaba el monaquismo doméstico que tan importante había sido en el siglo anterior; sin embargo, las mujeres que querían llevar una vida religiosa sin abandonar el mundo continuaron durante un cierto tiempo sin tener en cuenta las normas canónicas definidas en el decreto Periculoso (1298), que les imponía guardar la clausura y profesora votos de pobreza, castidad y obediencia. Estas laicas consagradas debían vestir un hábito distintivo que consistía en una veste blanca cubierta con un manto negro - y de ahí su nombre - y en tener la cabeza siempre cubierta con un velo blanco. 

Después de atravesar una crisis durante la década de 1330, como atestigua su registro de admisión, que ha llegado hasta nosotros, y en el que figura el nombre de Catalina Benincasa. Desde el momento en que eran admitidas en la cofradía, las vestitae o pinzochere (penitentes) de santo Domingo prometían llevar el hábito hasta el final de sus vidas, pero no profesaban votos religiosos propiamente dichos. Una mujer no podía ingresar en la cofradía sin el permiso de su marido; si era viuda, como era el caso de la mayoría de ellas, debía aceptar no casarse de nuevo; para una muchacha joven como Catalina, que tenía menos de 20 años en el momento de su admisión, el simple hecho de adherirse constituía un compromiso público de renuncia al matrimonio, mientras que el velo garantizaba su integridad física. Cada una de esas mujeres vivía con sus propios medios, en su casa o en la de su familia, y no se reunían más que una o dos veces al mes en el convento de San Domenico, en la Capella delle Volte, para escuchar una predicación y entregarse a la oración. El resto del tiempo lo dedicaban a obras de caridad, en particular a la visita de enfermos y encarcelados. La comunidad estaba dirigida por una "Maestra" nombrada por el prior del convento dominicano y sometida a la corrección de la jerarquía de la orden.
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Podemos preguntarnos por qué los Frailes Predicadores que la rodeaban empujaron a Catalina a tomar el hábito de las Mantellate en lugar de ofrecerle entrar en las monjas dominicas sienesas de Santa Caterina. Esto respondía posiblemente a una estrategia por parte de ellos, que contemplaba la reforma de sus monasterios femeninos, que atravesaban entonces una grave crisis. Paradójicamente, era más fácil lograrlo a través de una mujer laica capaz de actuar desde fuera que impulsándola a ingresar en un convento donde su deseo de perfección correría el peligro de provocar reacciones de rechazo en las religiosas menos observantes. Además, el estatuto tan flexible de las Mantellate daba a Catalina la posibilidad de desplazarse e intervenir en la vida pública utilizando, para bien de la Iglesia, las relaciones que no tardó en entablar en el seno de la aristocracia toscana."
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Desde su infancia había sido agraciada con visiones de Cristo y muy pronto tuvo conciencia de estar llamada a establecer con él una relación íntima, lo cual la llevó a hacer voto de virginidad y a considerarse como su <<prometida>>. Como adolescente, Catalina rechaza el mundo tal y como es y se lanza hacia su interioridad – su <<celda interior>>, como decía ella –, lo cual la llevó a experimentar su propia nada y a tener conciencia de que solo Dios podía llenar su vida y curarle el mal que ella discernía en el fondo de sí misma, y al que dará en sus escritos el nombre de <<amor propio>>.
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No obstante, no debería reducirse el ascetismo de Catalina a un conjunto de estereotipos hagiográficos, porque, ya en vida de la santa, numerosos testigos quedaron impresionados por su régimen alimenticio aberrante, que podía constituir una forma de protesta silenciosa contra la glotonería y el lujo en que se habían hundido tantos clérigos y prelados de su tiempo. Desde su adolescencia, su gusto por el alimento había desaparecido y perdió muy pronto la capacidad de comer algo, a excepción de unas <<hierbas>>, es decir, legumbres crudas y un poco de agua. (…) su supervivencia parecía un milagro.
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Además, había perdido el sueño a base de vigilias y mortificaciones. Llevaba un cilicio áspero directamente sobre la piel, así como una cadena de hierro como cinturón, y usaba como almohada una tabla de madera o un manojo de paja. No se concedía más de una hora o dos de descanso por la noche, y al alba se levantaba para asistir a la primera misa en la que comulgaba cada día, <<con gran atrevimiento>>, dice el autor de sus Miracoli, puesto que normalmente los laicos no tenían más acceso a la comunión que en domingo y en las grandes fiestas del calendario litúrgico.
Sin embargo, la ascética no era para ella un fin en sí misma y escribió en varias ocasiones sobre ese punto a la penitente Daniel d’Orvieto, que exageraba en sus maceraciones para advertirla contra la tentación de encarnizarse con demasiada crueldad consigo misma:

No hay que reprimir el cuerpo sin criterio, sino con la dulce luz de la discreción… Si tomo como fundamento la penitencia corporal, construyo la ciudad de mi alma sobre arena, sobre la que no puede construirse ningún edificio; pero si construyo sobre la virtud, si establezco mis fundamentos sobre la piedra viva, Cristo, el dulce Jesús, por grande que sea el edificio que construya, este será sólido y ninguna tempestad podrá echarlo a tierra… Debido a todos los inconvenientes que resultan de ella, la penitencia por tanto debe concebirse como un medio. (Carta 213, Catherine de Sienne, Lettres a la famille, aux disciples et aux <<Mantellate>>, traduc. De M. Raiola, París, Certf, 2013, p. 211)
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