La realidad del mal y del sufrimiento presentes bajo tantas
formas en la vida humana, constituye para muchos la dificultad principal para
aceptar la verdad de la Providencia Divina.
¿Por qué Dios permite el mal?
Dificultades para aceptar la providencia
1. La realidad del mal y del sufrimiento presentes bajo
tantas formas en la vida humana, constituye para muchos la dificultad principal
para aceptar la verdad de la Providencia Divina. En algunos casos, esta
dificultad asume una forma radical, cuando incluso se acusa a Dios del mal y
del sufrimiento presentes en el mundo llegando hasta rechazar la verdad misma
de Dios y de su existencia (esto es, hasta el ateísmo). De un modo menos radical
y sin embargo inquietante, esta dificultad se expresa en tantos interrogantes
críticos que el hombre plantea a Dios. La duda, la pregunta e incluso la
protesta nacen de la dificultad de conciliar entre sí la verdad de la
Providencia Divina, de la paterna solicitud de Dios hacia el mundo creado, y la
realidad del mal y del sufrimiento experimentado en formas diversas por los
hombres.
Pues bien, el sufrimiento entra de lleno en el ámbito de las
cosas que Dios quiere decir a la humanidad. Ha habldo de ello «muchas veces...
por ministerio de los profetas... últimamente... nos habló por su Hijo» (Heb,
1, 1). Podemos decir que la visión de la realidad del mal y del sufrimiento
está presente con toda su plenitud en las páginas de la Sagrada Escritura.
Podemos afirmar que la Biblia es, ante todo, un gran libro sobre el
sufrimiento, que lo presenta en el contexto de la autorrevelación de Dios y en
el contexto del Evangelio; o sea, de la Buena Nueva de la salvación. Por eso el
único método adecuado para encontrar una respuesta al interrogante sobre el mal
y el sufrimiento en el mundo es buscar en el contexto de la revelación que nos
ofrece la Palabra de Dios.
Mal físico y mal moral
2. El mal es en sí mismo multiforme. Generalmente se
distinguen el mal en sentido físico del mal en sentido moral. El mal moral se
distingue del físico sobre todo por comportar culpabilidad, por depender de la
libre voluntad del hombre y es siempre un mal de naturaleza espiritual. Se
distingue del mal físico, porque este último no incluye necesariamente y de
modo directo la voluntad del hombre, aunque esto no significa que no pueda
estar causado también por el hombre y ser efecto de su culpa. El mal físico
causado por el hombre, a veces sólo por ignorancia o falta de cautela, a veces
por descuido de las precauciones oportunas o incluso por acciones inoportunas y
dañosas, presenta muchas formas. Pero existen en el mundo muchos casos de mal
físico que suceden independientemente del hombre. Baste recordar, por ejemplo,
los desastres o calamidades naturales, al igual que todas las formas de
disminución física o de enfermedades somáticas o psíquicas, de las que el
hombre no es culpable.
3. El sufrimiento nace en el hombre de la experiencia de
estas múltiples formas del mal. En cierto modo, el sufrimiento puede darse
también en los animales, en cuanto que son seres dotados de sentidos y de
relativa sensibilidad, pero en el hombre el sufrimiento alcanza la dimensión
propia de las facultades espirituales que posee. Puede decirse que en el hombre
se interioriza el sufrimiento, se hace consciente y se experimenta en toda la
dimensión de su ser y de sus capacidades de acción y reacción, de receptividad
y rechazo; es una experiencia terrible, ante la cual, especialmente cuando es
sin culpa, el hombre plantea aquellos difíciles, atormentados y dramáticos
interrogantes, que constituyen a veces una denuncia, otras un desafío, o un
grito de rechazo de Dios y de su Providencia. Son preguntas y problemas que se
pueden resumir así: ¿cómo conciliar el mal y el sufrimiento con la solicitud
paterna, llena de amor, que Jesucristo atribuye a Dios en el Evangelio? ¿Cómo
conciliarlo con la trascendente sabiduría del Creador? Y de una manera aún más
dialéctica: ¿podemos de cara a toda la experiencia del mal que hay en el mundo,
especialmente de cara al sufrimiento de los inocentes, decir que Dios no quiere
el mal? Y si lo quiere, ¿cómo podemos creer que «Dios es amor», siendo así,
además, que este amor no puede no ser omnipotente?
Certeza de que Dios es
bueno
4. Ante estas preguntas, nosotros también como Job, sentimos
qué difícil es dar una respuesta. La buscamos no en nosotros, sino, con
humildad y confianza, en la Palabra de Dios. En el Antiguo Testamento
encontramos ya la afirmación vibrante y significativa: «... pero la maldad no
triunfa de la sabiduría. Se extiende poderosa del uno al otro extremo y lo
gobierna todo con suavidad» (Sab 7, 30-8, l). Frente a las multiformes
experiencias del mal y del sufrimiento en el mundo, ya el Antiguo Testamento
testimoniaba el primado de la Sabiduría y de la bondad de Dios, de su
Providencia Divina. Esta actitud se perfila y desarrolla en el Libro de Job,
que se dedica enteramente al tema del mal y del dolor vistos como una prueba a
veces tremenda para el gusto, pero superada con la certeza, laboriosamente
alcanzada, de que Dios es bueno.
En este texto captamos la conciencia del límite y de la
caducidad de las cosas creadas, por la cual algunas formas de «mal» físico
(debidas a falta o limitación del bien) pertenecen a la propia estructura de
los seres creados, que, por su misma naturaleza, son contingentes y pasajeros,
y por tanto corruptibles. Sabemos además que los seres materiales están en
estrecha relación de interdependencia, según lo expresa el antiguo axioma: «La
muerte de uno es la vida del otro» («corruptio unius est generatio alterius»).
Así pues, en cierta medida, también la muerte sirve a la vida. Esta ley
concierne también al hombre como ser animal al mismo tiempo que espiritual,
mortal e inmortal. A este propósito, las palabras de San Pablo descubren, sin
embargo, horizontes muy amplios: «... mientras nuestro hombre exterior se
corrompe, nuestro hombre interior se renueva de día en día» (2 Cor 4, 16). Y
también: «Pues por la momentánea y ligera tribulación nos prepara un peso
eterno de gloria incalculable» (2 Cor 4, 17).
5. La afirmación de la Sagrada Escritura: «la maldad no
triunfa de la Sabiduría» (Sab 7, 30) refuerza nuestra convicción de que, en el
plano providencial del Creador respecto al mundo, el mal en definitiva está
subordinado al bien. Además, en el contexto de la verdad integral sobre la
Providencia Divina, nos ayuda a comprender mejor las dos afirmaciones: «Dios no
quiere el mal como tal» y «Dios permite el mal». A propósito de la primera es
oportuno recordar las palabras del Libro de la Sabiduría: «... Dios no hizo la
muerte ni se goza en la pérdida de los vivientes. Pues El creó todas las cosas
para la existencia» (Sab 1, 13-14). En cuanto a la permisión del mal en el
orden físico, por ejemplo, de cara al hecho de que los seres materiales (entre
ellos también el cuerpo humano) sean corruptibles y sufran la muerte, es
necesario decir que ello pertenece a la estructura misma de estas criaturas.
Por otra parte, sería difícilmente pensable, en el estado actual del mundo
material, el ilimitado subsistir de todo ser corporal individual. Podemos,
pues, comprender que, si «Dios no ha creado la muerte», según afirma el Libro
de la Sabiduría, sin embargo la permite con miras al bien global del cosmos
material.
El gran valor de la
libertad
7. Pero si se trata del mal moral, esto es, del pecado y de
la culpa en sus diversas formas y consecuencias, incluso en el orden físico,
este mal decidida y absolutamente Dios no lo quiere. El mal moral es
radicalmente contrario a la voluntad de Dios. Si este mal está presente en la
historia del hombre y del mundo, y a veces de forma totalmente opresiva, si en
cierto sentido tiene su propia historia, esto sólo está permitido por la Divina
Providencia, porque Dios quiere que en el mundo creado haya libertad. La
existencia de la libertad creada (y por consiguiente del hombre, e incluso la
existencia de los espíritus puros como los ángeles, de los que hablaremos en
otra ocasión) es indispensable para aquella plenitud de la creación, que responde
al plan eterno de Dios (como hemos dicho ya en una de las anteriores
catequesis).
La Providencia es una presencia eterna en la historia del
hombre: de cada uno y de las comunidades. La historia de las naciones y de todo
el género humano se desarrolla bajo el «ojo» de Dios y bajo su omnipotente
acción. Si todo lo creado es «custodiado» y gobernado por la Providencia, la
autoridad de Dios, llena de paternal solicitud, comporta, en relación a los
seres racionales y libres, el pleno respeto a la libertad, que es expresión en
el mundo creado de la imagen y semejanza con el mismo Ser divino, con la misma
Libertad divina.
El respeto de la libertad creada es tan esencial que Dios
permite en su Providencia incluso el pecado del hombre (y del ángel). La criatura
racional, excelsa entre todas, pero siempre limitada e imperfecta, puede hacer
mal uso de la libertad, la puede emplear contra Dios, su Creador. Es un tema
que turba la mente humana, sobre el cual el libro del Sirácida reflexionó ya
con palabras muy profundas» (Audiencia general, 21-V-1986, 7 y 8)].
Hacia la luz definitiva
A causa de aquella plenitud del bien que Dios quiere realizar
en la creación, la existencia de los seres libres es para él un valor más
importante y fundamental que el hecho de que aquellos seres abusen de la propia
libertad contra el Creador y que, por eso, la libertad pueda llevar al mal
moral. Indudablemente es grande la luz que recibimos de la razón y de la
revelación en relación con el misterio de la Divina Providencia que, aun no queriendo
el mal, lo tolera en vista de un bien mayor. La luz definitiva, sin embargo,
sólo nos puede venir de la cruz victoriosa de Cristo. A ella dedicaremos
nuestra atención en la siguiente catequesis.
Audiencia general
(4-VI-1986)
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