sábado, 26 de abril de 2014

Gabriel Cevallos García - Cervantes y el ser en sí

Cervantes y el ser en sí


Por Gabriel Cevallos García*

Si a nosotros se nos endilgara la pregunta que don Quijote dirigió a quemarropa al bachiller Sansón Carrasco, acerca de cuál de las hazañas debiéramos ponderarla con más ahínco, seguramente nos veríamos en angustia, pues al momento se insinuara la duda entre la de los molinos de viento, la de los ejércitos de carneros, la del valeroso vizcaíno u otra por el estilo. Mas si nos dan reposo y lento rumiar antes de la respuesta, de seguro confesaríamos ser la peripecia del encierro en la carreta de bueyes, la que lleva al Caballero a la cumbre de las aventuras, al par de sus desventuras.
La razón de esta preferencia no anda clara, de improviso, sin antes imponérsenos un rodeo que nos permita exponerla con visos de satisfactoria. ¿Cómo decir mejor la aventura donde don Quijote es reducido a la condición de fiera, ya mismo de cosa inerte, situación risible si no fuese por la pena que inspira el Hidalgo generoso? Rebajado de su altura por un encantamiento soez, piensa todavía en conquistar un reino y echarlo a las plantas de una dama, con lo cual la desproporción se agrava y deja al descubierto la miseria de un asunto inverosímil en arte y absurdo en la vida real.


No cabe desproporción más enorme, y sin embargo nada hay en Cervantes que con más elegancia y facilidad se redima del absurdo o de la inverosimilitud. Aquí ocurre exactamente como en la isla del Gallo, en donde los doce capitaneados por Pizarro, desnudos, sin armas, abandonados en el Océano, dieron comienzo a la verdadera conquista del Imperio Dorado, tan fabuloso como el reino Micomicón. Las situaciones del Conquistador y del Andante son análogas, aunque éste llevase la ventaja de soñar más limpio, pues en sus planes jamás entró hacer suyo el botín entrevisto desde el fondo de la jaula.
Pizarro y don Quijote se redimieron del absurdo, y no es lícito alegar su convalescencia merced a circunstancias favorables, luego sobrevenidas a uno y a otro, pues adventicias como son en nada acrecientan o en nada restan méritos al primer impulso. El heroísmo estuvo antes, y eso basta: en sus aguas se redimió la fábula del Dorado y la del reino Micomicón.
Pero dejemos a un lado al conquistador del Perú y detengámonos a considerar la peripecia cervantina. Como Sancho Panza, al darse traza de encantar a Dulcinea, sentémonos bajo un árbol y echemos cálculos a ver si el andante cae en nuestras redes.
Conque ¿reino tenemos y las manos van atadas? ¿Caballeros somos y nos arrastran bueyes? ¿Auguramos victorias y dos pueblerinos se llevan el triunfo? ¿Pensamos en el Olimpo y un cura y un barbero nos conducen como despojo a la aldea? ¡Qué miseria y qué grandeza!
Quienquiera dirá que la miseria asoma por todas partes, pero la grandeza... ni en átomos. ¿Por dónde camina esta aludida? Por dos senderos: en el intento de conquistar el reino y, sobre todo, en el buen sentido del escudero, quien se resiste a doblegar su fe al encantamiento. Cómo va a estar encantado su amo si él, Sancho, huele el olor de aquellos demonios, que no es de azufre sino de ámbar. Cómo, si los fantasmas tienen cuerpo y él los palpa al descuido. Cómo, y esto es lo importante, si don Quijote confiesa su hambre, su sed y sus miserables urgencias biológicas. No, no hay encantamiento posible, y aunque el amo persista en haber cambiado de conciencia, el mozo persiste en no haber cambiado dc sentidos.
Con esto hemos tocado en el corazón de la peripecia. Hasta entonces don Quijote, salvo la ocasión de su primer fracaso cuando se creyó ser el Marqués de Mantua, había guardado firme conciencia de sí mismo: vio gigantes en los molinos, vio también ejércitos en los rebaños, tomó por castillos las ventas, tomó por púdicas princesas a ciertas doncellas presuntas. Y, de repente, a partir de esta desventura, comienza a sentir, a sentirse otro distinto: alojado en el fondo de la carreta de bueyes cambia la conciencia y se la remuda con agilidad pasmosa, como nadie lo hiciera antes de él.
Y allí le tenemos, víctima resignada de un encantamiento sin precedentes, no llevado en el fondo de alguna nube parda o sobre el lomo de un hipogrifo raudo, sino arrastrado pesadamente por una vulgar pareja de bueyes. Allí le tenemos sin que de sus labios se descuelgue una protesta, sin que exteriorice un solo acto de rechazo a una suerte extraña en todo a los usos caballerescos. Ciertos fantasmas semejantes a los hombres pronunciaron una sentencia mientras le ataban y le enjaulaban y él, antes caballero sin obediencias al temor, sumiso ahora más que un niño, da en la flaqueza de sentirse otro hombre, abdica de su poderoso albedrío y muestra el cuello a una burla infame.
Indudablemente se ha licuado el personaje, se ha derretido en las manos del propio creador. En otros casos de caballerías no hay cambio de conciencia, los encantamientos ennoblecen o por lo menos no infaman al héroe, y sus creadores no sienten deshacerse los personajes entre las manos. Pero en este caso don Quijote parece acabársenos, y Cervantes por tanto.
Otro habría naufragado, mas no Cervantes. Cuando nadie se levanta a socorrerle, he aquí que Sancho el misericordioso acude con un lote de buen sentido, argumenta en favor de las cosas y con este aporte de realidad salva la vida y la deja otra vez sonriente. Una boya, un remolque de seres existentes, un punto de apoyo material, de nuevo el pie al estribo y la conciencia adelante.
La peripecia de la jaula es la cumbre de la desventura y de la aventura quijotescas. La desventura que no significa sino la negación del futuro, el momento menos pensado se esfuma en sus propias tinieblas, se rompe en uno de sus costados y por un boquete bastante ancho entran mares de claridad. En consecuencia vuelve la aventura a ponerse en pie, la aventura que no significa sino la afirmación del futuro se hace ala y don Quijote con cuerdas y barrotes, y a pesar de todo aquello, vuela al reino Micomicón.
Qué realismo tan pertinaz el de Cervantes. Con este hombre se llega a palpar la fábula, como Sancho palpaba a los demonios olientes a ámbar. La historia del Caballero se redime del absurdo y de la inverosimilitud, readquiere carta de naturaleza humana y sigue caminando, regocijada o taciturna, pero andante sobre las cosas e iluminada con poderosa lumbre interior. El aventurero atado en la jaula, a pesar de sus fantasías, encuentra el poderoso sentido de la realidad, porque ha visto las cosas que los otros no vieron por hallarse en el trajín de engañarle, ha tenido una doble visión,visión neta y afirmativa de muchas verdades que los débiles y los apresurados no alcanzan a encontrar.
¿Qué clase de mirada tenía la pupila quijotesca de Cervantes? Seguramente una mirada capaz de hallar la aventura en el corazón de la desventura más siniestra. Aun cuando con esto no hayamos dado fin a la pregunta. Debemos agregar que Cervantes poseía en sus ojos una implacable luz de realidad y una luz inextinguible de ensueño. Pero firmemente deberíamos quedarnos en una sola respuesta donde se compendien ambas en una verdad permanente: la mirada de esa pupila fue de tal naturaleza que aun sobrepasa el realismo de las montañas más altas y llena el firmamento del ensueño.

La mirada cervantina

Por donde quiera que echemos a andar en el inmenso campo literario de Cervantes, descubriremos el mismo tratamiento a las cosas: amor a ellas, ferviente contagio con la esencia de los seres, una especie de corriente alterna entre el alma del poeta y el secreto que guarda en su seno cada ser. El ente, el ontos de la Filosofía no es tan inerte como solemos suponer cuando nuestros pasos tocan el guijarro o estropean la hierbecilla. El apresuramiento de nuestro trato con ellos nos hace caer en el lugar común de llamar inertes a los seres cuya voz no nos grita o cuya esencia no profiere voces análogas a las humanas. Engreídos con la superioridad idealista de la cual nos sentimos dueños, vemos en planos muy bajos a las cosas sencillas y despreciamos el efluvio propio de su naturaleza, olvidando que tal efluvio les sirve como vehículo de comunión universal.
El poeta, el creador verdaderamente tal, descifra el alfabeto de las cosas, las comprende en su esencia íntima sin auxilio de discursos frágiles y penosos,sin el trabajo lento del naturalista u otro científico de este jaez. Camina desde su amor hasta la esencia de las cosas, va y viene en una alteridad fácil y elegante, acaso sin dejar huella de este tránsito que apenas es un diálogo dicho en forma de soliloquio. El diálogo entre semejantes plantea problemas enteramente serios; esto saben quienes llevan en su alma muchas almas, por sentir de cerca el tumulto de los seres semejantes; esto comprenden de modo especial los novelistas. Mas el diálogo silencioso del poeta con las cosas cuya voz habla sin palabras, acarrea un cúmulo de enigmas tales, que la infinita mayoría de los hombres siempre hemos de contentarnos con cuanto secreto nos descifran los creadores de belleza. Muchas veces el mismo poeta es quien ignora la profunda duración de sus miradas, y generaciones de espíritus inflamados por el misterio no acaban de descifrar el soliloquio del gran intuitivo con las cosas. Si esto no fuera así ¿tendría algún sentido el empeño humano de beber esos manuales perennes de vida que llamamos La Ilíada, Fausto, Don Quijote?
En el final de este último encontramos una conversación de Cervantes con su péñola, en la cual ésta le dice: «Para mí sola nació don Quijote y yo para él...». Líbreme Dios del atrevimiento de usar en mi provecho tales palabras, con el mal encubierto propósito de deformarlas adecuándolas a mi tesis. Pero indudablemente en el fondo de ellas deberíamos encontrar mucho de lo que Cervantes por modestia no dijo. El alma de él, y por consiguiente su mirada, solían adecuarse a las cosas, a todas, grandes o pequeñas, parleras o calladas, no solamente a don Quijote y a su universo, solían adecuarse y de tal guisa al mundo externo, que éste parecía creado para la mirada cervantina.
No incurro en hipérbole. Acaso no haya en la historia de las letras una mirada capaz de identificarse de tal manera con la realidad como la mirada cervantina. Algunos notaron que Cervantes no describía, y no faltaron quienes achacasen esto en mengua del creador. Pero Ortega y Gasset supo interpretar la maravilla guardada en el fondo de aquello: Cervantes no necesitaba describir para lo más de describir. Y es por cuanto las cosas están en la mirada de él como la luz anida en las estrellas.
Tomemos una cualquiera de las situaciones cervantinas, la que más fantástica nos parezca, y examinémosla con toda lentitud, desmontémosla pieza por pieza, hagamos lo que el naturalista con el insecto, y veamos qué ocurre. De modo seguro, a pretexto de estudiar la vida, el naturalista habrá dado muerte al insecto. Pero Cervantes, a pretexto de hacer una creación fantástica, siempre acaba dando vida a la realidad, realizándola de nuevo, en el instante en el cual parecía evaporarse. En la aventura de los molinos de viento, en la del desencantamiento de Dulcinea, en la de los cueros de vino tinto, en donde quiera, la realidad se afirma a pesar de un sinnúmero de negaciones. Parece que Cervantes quisiera acumular sobre sí montañas de fantasía, para demostrar su agilidad de buen soldado, echando por tierra de un solo golpe el edificio imaginario que él mismo ha levantado. Al cabo, al cabo la realidad asoma, el creador muestra la máquina de sus prestidigitaciones y sonríe Cervantes dejándonos aniquilados por la fuerza de su realismo extraordinario.
¿Qué ha pasado? Lo de siempre: el conocedor del secreto puede desorientar, descorazonar, acabar de fatiga a los concurrentes que no saben ver o no poseen la fuerza de penetración suficiente para entender las cosas por dentro. El mago, el prestidigitador, el ilusionista hacen lo mismo, plantean la solución de cuanto ellos han resuelto anteriormente y en veces han acrecentado la complejidad. Los espectadores somos crédulos, caemos en la trampa, reímos de nuestra impericia y nos desilusionamos para siempre. Otra vez no será el engaño.
Con Cervantes sucede de igual y de distinto modo. Hace lo del prestidigitador, pero nosotros no nos desencantamos. Cada vez que leemosDon Quijote nos ilusionamos, sonreímos luego con la desilusión, lloramos con la desventura, y seguimos en busca de nuevas ilusiones, de fantasías que luego veremos rodar a los pies de la realidad más pura. Lo diverso de Cervantes y lo propio exclusivo de él finca en sólo esto: jamás maltrata la realidad, siempre nos la ofrece en sus frescas apariencias y en su existencia auténtica, aun cuando previamente nos haya obligado a un rodeo espectacular y negativo, acaso para hacernos sentir más hondamente su amor por la realidad. Y claro está, sentimos por contagio su amor de alto quilataje, hasta el punto de descubrir cómo la mirada de Cervantes y la realidad se identifican.
Esa mirada intuitiva consiste en ver la realidad de modo que las cosas vayan definidas para siempre, y en crear cánones visuales y cognoscitivos en donde aprendemos más de una manera de orientarnos en el mundo que nos rodea. Los hombres de habla hispánica poseemos una de las más altas formas de ver el mundo, con sólo asomarnos al balcón de la mirada cervantina.

Cervantes en el mundo y en la Filosofía

Hay pocas personas a quienes asiste el derecho de ocupar sitio indiscutible. Todos pasan en tumulto, del tumulto nadie queda por regla general: apenas alguien llama la atención, cuando desaparece sin dejar nada a sus espaldas. Al morir los hombres llamados buenos, tras ellos se vierte un rocío de lágrimas que se pierde al primer sol. Y al morir los saludos de la grey, los egregios, les vemos sobresalir unos instantes más, hasta cuando se pierden también en las brumas. Después... el tumulto y su caminar sin parada, el torrente de la vida y el derrumbamiento de unas cabezas sobre otras cabezas.
Hay, sin embargo, algunas rocas firmemente plantadas en medio del oleaje, son obstáculos imprescindibles que obligadamente batimos con nuestras emociones, con nuestros anhelos y esperanzas. Golpeamos aquellas rocas acaso para arrojarlas fuera de camino, pero nos vencen obligándonos a confesar que tienen sitio propio, a pesar del tumulto y del constante derrumbamiento de viajeros.
Nadie se atreverá a negar que a Cervantes hallamos de tal modo, como una eternidad clavada en la angustia del tiempo. Eternidad en cuanto este término puede encajar dentro de lo humano, en cuanto de fijo tienen nuestras actitudes mutables, sobre todo en cuanto el español ha definido como enseñanza cabal. En otras palabras, a nadie se le ocurrirá discutir el sitio ocupado por Cervantes en el mundo.
Pero vemos sitios y sitios y observamos, sobre todo, maneras distintas de ocuparlos. La más alta cumbre de la historia está divinamente ocupada por un patíbulo capaz de abrir a los hombres en dos campos y de mostrarles lo terrenal y lo sagrado que guardan. Hay otras eminencias guardadas por el pensamiento, algunas por la fuerza, unas pocas por la bondad, muy escasas por la astucia y una o dos por el mal. Hay sitios poseídos en silencio mientras otros se conservan con clamorosos estampidos. Existen unos tenidos a regaño con los circunstantes, y otros tenidos mansamente. En fin, el panorama de esas pocas situaciones firmes de la historia no es uniforme sino abigarrado con tantas maneras y estilos de vida y actitud de los hombres capaces de permanecer en medio del cambio.
Llamamos biografía al arte de comprender cómo es cada unidad en la compleja variedad de este paisaje. Si damos con el modo de aislar, mentalmente desde luego, a una cualquiera de las rocas firmes y la envolvemos con nuestra atención demorada y afectuosa, decimos haber ubicado el personaje en el mundo, si se quiere en su mundo peculiar. O expresándonos de otro modo: acabamos dándole sentido y significación en la gran máquina de la Historia. Esta labor, por comenzar en fuentes diversas, lleva a resultados diversos y requiere de métodos singulares. Biógrafo no es quien aplica igual cartabón a todas las dimensiones espirituales egregias, ni siquiera quien descubre el epíteto para cada uno de los estudiados, por adecuado que sea dicho epíteto. La comprensión biográfica es múltiple y móvil como la vida en cuya búsqueda vamos por entre desconsoladores obstáculos. El conjunto biográfico, cuando lo entendemos en colectivo, representará un panorama heterogéneo y abigarrado también, como el de los personajes dueños de los sitios elevados. Y cuando lo entendemos en singular representará así mismo un conjunto variado y complejo, paradójico, contradictorio, fallido en veces, logrado en ocasiones, pero siempre inquietante y repleto del misterio que cada cual lleva en su seno.
En el caso de Cervantes, seguimos concretamente la huella, por saber qué sitio ocupa en el mundo. A muchos egregios podemos dirigir esta pregunta fundamental: ¿qué sintieron en la vida y cómo sintieron a los seres circundantes? Con seguridad, no estaremos jamás en el caso de esperar contestaciones análogas, ni siquiera levemente parecidas, sino contradictorias, al extremo de hallarlas absurdas si las confrontamos. Las gentes lógicas o demasiado racionales no cuentan con el absurdo, pero es urgente contar con él si no queremos tener un paisaje falso de la vida humana.
Si preguntamos a Emmanuel Kant qué sintió en la vida y cómo sintió a los seres circundantes, nos contestará que sin dejar de amar tanto a una como a otros, los vio desrealizados, tamizados por el acto cognoscitivo, proyectados en la pantalla interior. En otras palabras, nos contestará haber sentido el universo con una disposición idealista. Y si después nos volvemos a Cervantes y le dirigimos idéntica pregunta, nos responderá con voces totalmente opuestas: amé la vida mía, mi vida desgraciada, y la amé por sentirla llena de esperanzas y de desventuras, la amé por contradictoria y por opuesta a mis pensamientos; y levanté mi amor a cuantos seres me rodearon, a todos aquellos cuyo aguijón penetró en mis sentidos los contemplé largamente, tales como son en sí, y no como hubiera querido hacerlos mi pensamiento desbordado. Los amé, pues entraron a modo del torrente en mi vida y, como amé mi vida, hube de amar las cosas doblemente. O sea, nos dice, siempre fui realista.
¿Cabría síntesis o simpatía siquiera en las dos respuesta? Son irreductibles como vemos y, sin embargo, son ciertas para cada personaje interrogado. Pero, entonces, ¿en dónde queda la verdad?, ¿en nuestro pensamiento o en las cosas existentes fuera de nosotros? He allí la tremenda cuestión que afligirá siempre a la Filosofía.
Pero no nos alejemos aún. ¿Qué sitio ocupa Cervantes en el mundo? Si nos atenemos a sus apasionadas respuestas, le encontraremos sumido en el océano de las cosas, amando la vida, la vida en todas sus manifestaciones, la humilde como la más alta, la oscura como la radiante, la pobre como la opulenta. Amando a los semejantes, abrazando a todos ellos en un solo impulso de la simpatía, en un solo mandato del amor. Cervantes jamás pasa de largo ante las cosas y siempre se detiene, aunque sin hacerlo notar, siempre se detiene por demás ante sus semejantes. Los mira en su bajeza, en su iniquidad, los enciende hasta lo más hondo, hasta dar con lo bueno, con lo más insignificante de bueno que haya bajo las externas apariencias del mal, del engaño o de la vileza. Aprendió de la añeja y respetable filosofía realista de Aristóteles que todo ser, por sólo el hecho de tener tal calidad de ser, reúne en sí las condiciones de bueno, verdadero y bello. Ante cualquiera de sus maritornes se detiene hasta encontrar un buen corazón. Junto a tantos pícaros se sienta a oírles, hasta cuando de los labios de esos pobres traspasados inmisericordemente por la vida escucha desprenderse, al acaso, con temor, una palabra de fe o de bondad.
Cervantes nada oculta y a él nada se le oculta. Las cosas y los hombres son como son: sin velos, sin disimulos, sin escrúpulos. Amarlos vale más que defenderlos. Exhibirlos vale más que ensalzarlos. En veces vituperarlos importa infinitamente más que adularlos. Ésta es la cualidad cervantina donde vemos resumidas otras más: Cervantes ama la vida como es, sobre ella encuentra el gran panorama de lo animado y de lo inanimado, ama la naturaleza al trasluz de la vida, ama la vida en sí, sin disfraces ni limitaciones.
¿Qué lugar ocupa Cervantes en el mundo? Pues sencillamente éste, cuyo valor es el de un inmenso programa de Filosofía: Cervantes, sin lugar a réplica, es el más humano de todos los escritores. Pero al llamarle más humano y al haber distinguido su capacidad de engendrar el universo por entre la vida, simultáneamente decimos que Cervantes encarna uno de los ejemplares más elevados de la filosofía realista.
En el mundo, humanidad. En la filosofía, realismo. Doble representación egregia la de este excelso, cuya memoria basta a cubrir y justificar por siempre el destino de su pueblo en la Historia.

El realismo, función cultural de España

De igual modo que Cervantes explica a España, no entenderíamos a aquél sin esta. La cultura al fin no es sino un diálogo silencioso entre la raza, que en determinadas circunstancias produce ciertos hombres, y éstos con su raza. La cultura se edifica sobre tal reciprocidad y por tanto la comprensión del hacer y del hacerse humanos resulta manca si la tomamos en singular. Por muchísimos motivos podemos decir: Cervantes es España, pero España es Cervantes. Y al decirlo no intentamos quedarnos en el mero retruécano, de suyo miserable como todo juego de palabras, sino intentamos, con deuda y obligación intelectuales, pasar adelante y explicarnos cómo un hombre está en su raza y cómo la raza halla definición en un solo hombre.
Si comenzamos preguntándonos por la obra de España en la gran época, hallaremos en el fondo de su impulso la portentosa audacia de enfrentarse con muchas fábulas, mitos y fantasías, aun cuando para hacerlo anduviese con auxilio de poderosos ensueños. Dicho sea de paso y para descargo de ella, que los ensueños que podamos achacarla no tienen nada de la fábula que es autoengaño, del mito o alquitarada creencia inconsistente, o de las fantasías que delatan el pulso acelerado de la loca de la casa; sino de sueño a ojos muy abiertos, pues la más alta acepción de ensueño significa al mismo tiempo imperativo reflejo de la vida en perspectiva, clara visión del futuro y anticipado boceto de un programa de realizaciones lentas:
Soñemos, alma, soñemos,
como tradujo Calderón esta existencia programática de su pueblo.
Efectivamente, la gran vida española comienza enfrentándose con las fábulas marinas y ultramarinas amamantadas en el non plus ultra de las columnas de Hércules, límite del mundo anterior a Colón. El incógnito y el más allá solían ser colmados de relatos fabulosos, merced a los cuales los espíritus disimulaban su miedo al vacío, relatos fabulosos donde pululaban monstruos de un solo ojo, enormes hombres con un solo pie y otras creaciones por el estilo, especie de simulación con la cual se trataba de encubrir, además, la impotencia de robar su silencio al otro lado del mar... si es que lo tenía. Contra la fábula marina va la aventura española y alumbra el fondo de verdad encubierto con sombras terroríficas. Va la aventura y descubre para el mundo el espectáculo y, sobre todo, el provecho de continentes llenos de otras vidas, humanas y reales, sin fábulas, vidas de hombres con alma y cuerpo, semejantes a todos los hombres conocidos.
Y si de mitos se trata, el Imperio se alza en armas contra el mito suprarracionalista escondido en los pliegues mal disimulados de la reacción de Lutero. El formidable monje, mientras insultaba a la razón, no se daba cuenta de que al predicar el libre examen, exaltaba la potencia discursiva del hombre hasta sobreponerla no sólo a la Revelación sino al mismo Dios. Esta razón omnicomprensiva, creada por Lutero y nutrida en gran parte con las bellas abundancias renacentistas, y exaltada por un racionalismo en religión como es el Protestantismo, se halló con España y se trabó en sangrienta batalla, porque en la tierra de la Reconquista siempre se ha amado la claridad, y allí los mitos, muchos siglos antes que el monje de la célebre protesta, hallaron la dosis de cordura que los sana, reduciéndolos a dimensiones proporcionadas, cuando no los extirpa en manera definitiva.
Pero al mismo tiempo España se revelaba contra fantasías más irreales que el propio nombre de ellas. Antaño se habló mucho del Santo Imperio, del dominio universal y de otras cosas por el estilo, aun cuando sin demostrar su realidad. Tocó a España hacer un imperio de santidad, y sobre todo le tocó redondear el mundo y edificarlo para la fe cristiana. A la teórica defensa de los emperadores germanos, España opuso la defensa práctica del solio pontificio y de la jerarquía religiosa de Roma; y a los anhelos vanos de Carlomagno y otros monarcas, sobrepasó con la incalculable obra civilizadora de capitanes, misioneros, artistas, legisladores, teólogos e historiadores que confluyeron al océano espiritual juntamente con las carabelas de Colón, porque éste no sólo viajó por el mar sin rutas del Atlántico, sino ante todo por el mar millonario de rutas denominado espíritu. Conquistar es obra de casi todos los pueblos grandes; pero hacer lo de España, dar sangre, y con ella idioma, cultura, legislación y arte, es llevar a cima una tarea singularísima en la Historia, y ejemplar. ¿Quién posee título de madre de naciones, ostentado por ella, en veces sin querer España, y en veces contra el querer de nosotros los americanos, hijos suyos? Las preeminencias y defensas educadoras de otros pueblos ¿cuántas veces resultan dolorosas fantasías?
Los pocos ejemplos aducidos no agotan la tesis de que el gran período español desbarató fábulas, combatió mitos y superó con la realidad a las fantasías. Con lo dicho he tratado de señalar solamente la tarea de entonces como portadora de un signo: el realismo, tanto en el anverso como en el reverso del medallón fundido por los Descubrimientos, la Contrarreforma —que fue la auténtica reforma— y el Imperio de Isabel y Carlos V. Los ejemplos deberíamos multiplicarlos si de ello se tratara, y entonces veríamos de qué modo la creencia, el arte, la vida política y la vida cotidiana son realismo neto, precisa aceptación y dominio de las cosas tales cuales son, sin deformarlas o alterarlas al antojo de poetas, soldados, monarcas o sacerdotes. Muchas veces tamaño realismo llegaba al límite más extremo, y aun así no obtenía el retroceso de la actitud española, ni en el umbral de espectáculos tan punzantes como los autos de fe.
La uniformidad de tal cuadro histórico debería hacernos meditar en que España durante su alta época tuvo una función por cumplir, y ésa fue nada menos que plasmar el realismo, a más de pensarlo. Si comparásemos este gran siglo con otros de acusado síntoma realista, como el ateniense de Pericles, tendríamos para destacar algunas particularidades a favor de España. Por ejemplo: en Grecia hallamos, a pesar del predominio del alma cercana, corporal y euclidiana como alguien la ha calificado, hallamos brotes de tendencias opuestas, incorporales, idealistas, lejanas y negativas de las cosas en su auténtica realidad. La fábula y el mito, con sus secuelas, aparecen dentro del drama y de la filosofía y más de una vez perturban esa visión tan diáfana con que la mayoría de los griegos solía captar las cosas. Algunas situaciones grandiosas de los personajes en la tragedia nada tienen de realidad. La filosofía de Zenón de Elea, para no citar sino una, defiende postulados tan irreales como el estatismo de lo dinámico, la inmovilidad del movimiento, y eso con auxilio de metáforas: basta recordar la de Aquiles y la tortuga, la de la flecha en el espacio y algunas más por el estilo. Si buscásemos en otras reconditeces daríamos con una poesía lírica no exenta de irrealidades, en donde más de una vez el subjetivismo, que debe ser realista por necesidad ideológica, pues florece en lo hondo de la vida —la fundamental realidad para cada hombre—, más de una vez daríamos con un subjetivismo apoyado en las muletas del mito o de la fábula.
Si interrogamos a la cultura española hallaremos siempre el mismo son: realismo. Realismo por doquiera, expresión de vida, y vida sentida y vivida con plena responsabilidad. Los hombres sabían cuánto hacían, no ignoraban el juego del hombre con los seres, pues si él desconoce las cosas, las deforma o las niega, se halla al cabo desorientado entre las mismas; o, en otros términos, no sabe cuanto hace y pierde el juego.
Ni en ciertos brotes casi exóticos en el medio intelectual hispánico, como en los Diálogos del Amor de León Hebreo, escritos en Italia en lengua italiana y luego traducidos al castellano por el Inca Garcilaso de la Vega, ni allí recogemos la más leve negación de las cosas. Recordemos de pasada que este Hebreo —Judá Abarbanel por nombre propio— es quien más se acerca al platonismo de Platón, y digo así por haberse falsificado mil veces esta filosofía. Pues ni León Hebreo, participante de la doctrina de las ideas existentes en sí, según la enseñanza del griego iluminado, estruja o deforma la realidad, antes bien la acepta bella y humildemente como debe hacerse con los pétalos o con el rocío. Es que Abarbanel profundizó el pensamiento de su maestro, hasta saber cómo las ideas de Platón, los arquetipos, por lo que poseían de ser en sí, antes de constituir idealismo, constituían unrealismo de las ideas.
Y cómo no ponderar lo español brotado en España. Tomemos lo que aparentemente menos puede favorecer a la tesis realista: la mística o mística teología como la denominaron sus cultivadores. ¿Qué es esta mística, no solamente la del Siglo de Oro, sino toda ella, desde Raimundo Lulio, desde Ben Gabirol, desde más atrás, todo lo pretérito que podamos ir en este sendero? ¿Pues qué? Realismo, ni más ni menos, aun cuando tal cosa nos suene a paradoja. Nos contentaremos con una observación, una solamente: en España no se ha dado un solo místico en quien amor y sendero de amor no se hayan identificado; en otras palabras, no se ha dado un escritor de esta naturaleza en quien la necesidad de expresar los caminos del alma, al par de los estados de ella, no se haya presentado en forma imperativa. Todos los místicos realizan entre el bosque de sus imágenes una misma tarea, ejecutan en maneras distintas idéntica labor: la topografía del alma enamorada, del alma plenamente poseída de la realidad de Dios, con Quien dialoga, a Quien ve y trata como a otro de los seres circundantes. Y por esta razón la mística española es fuente documental de estados de alma, lo cual no cabría asegurar, si el realismo no se hubiera consustanciado con ella.
En este mar del realismo, ¿qué papel le toca a Cervantes? Porque nuestro intento capital fue establecer correlación entre este hombre y su España. Para eso hemos de recordar que la Península, desde fines del siglo xv, vio asomar una nueva forma de vida histórica, concatenada naturalmente con las formas anteriores, pero específica, del mismo modo que la edad plena del espíritu en un hombre ofrece caracteres nuevos aun cuando no desconectados de la vida anterior del joven, del adolescente y del niño. España entró entonces en la fuerza espiritual que convierte la Historia en biografía de excelsos personajes, lo cual no constituye rareza, pues toda plenitud cultural es suma de vidas egregias. La realidad histórica, en tales épocas, se realiza en la vida y en el nombre de personajes levantados sobre la masa.
El camino seguido por los pueblos, de la insipiencia a la alta cultura, resulta muy parecido al de la formación del personaje singular: desde el peldaño en cierto modo caótico de movimientos mecánicos, el niño avanza, se organiza plenamente y adquiere un tipo psicológico sobre el cual se fundará definitiva y propia la persona en el sentido más hondo de esta palabra. Entonces el hombre, de animal colectivo y biológico pasa a ser singular y biográfico en mérito de la adquisición de tales límites o contornos peculiares, capaces de volverle diverso de sus semejantes, con quienes no deja de parecerse mucho, pero de quienes dista así mismo en proporciones cada vez mayores. Y decimos que hay más personalidad en tanto esa distancia se ha acentuado de manera más visible.
Cosa pareja sucede con los pueblos: al orden cósmico y etnográfico, base material de la Historia, sucede la organización biológica, especie de troquel donde se funde el tipo nacional; y sólo sobre éste alcanzan a modelarse la cultura propia y los personajes con posibilidad de realizarla. En las épocas de plenitud se acentúa el tipo nacional sin detrimento del proceso histórico y sin que ocurra ningún encantamiento o clausura, pues se destacan fuertemente los egregios, sus cabezas descuellan como estandartes y, cosa rara aunque muy natural, se multiplican los sujetos de gran talla histórica. Y del modo como la personalidad en sentido ético no se divorcia del pasado de cada hombre singular, aunque no deje de distanciarle de sus semejantes, la plenitud cultural se da gracias a las diversificaciones de los personajes que, cada uno por su vertiente propia, confluye al mar histórico en donde le tocó depositar su tesoro. El conocido principio de la unidad concordante con la variedad aparece no sólo en la obra orgánica o artística, sino principalmente en la Historia, máximo organismo y arte supremo.
De tal guisa se cumple la vinculación de los grandes hombres con sus épocas respectivas, vinculación natural por el ancestro, y ética por la capacidad de dar figura externa a los anhelos más profundos del consorcio humano dentro del que viven. No puede ser grande para su pueblo sino el hombre capaz de retomar la vida colectiva en sus fuentes, con el propósito de imprimirla un movimiento ascensional de largo alcance, de hacerla sobresalir del nivel de existencia común, y de ejecutar dicho esfuerzo naturalmente, o sea sin falsificar el tipo histórico y sin renegar de la paternidad de los antecedentes.
A más del diálogo de ciertos hombres con su raza, en el secreto de la cultura existe un abrazo del protagonista singular con el protagonista colectivo, éste huérfano de palabras y aquél dotado de verbo y acción definitorios. Y en el fondo de la cultura hispánica, uno de esos grandes diálogos silenciosos ha entablado la intimidad de la raza con Cervantes. Calderón, que la vio y habló con ella acerca de algunas honduras, definió a España o la puso límite en su profundidad. Cervantes, que habló con aquella misma interlocutora, íntima y enorme, trató acerca de temas de la vida cotidiana, no pudo menos que dar en el realismo, y por tal motivo nos entregó la definición de España, de esa a quien cupo el papel de personera de la filosofía realista y el papel de soldado defensor de las cosas —grandes y pequeñas— en las lides de la Historia y del pensamiento.

Cervantes y el realismo español

Tenemos al novelista enseñoreado de un sitial muy alto, en el momento preciso en el cual la historia peninsular se convierte en síntesis de biografías insignes. ¿Cómo y por qué ocupa este puesto? He allí una curiosidad desprendida del hecho de ver a Cervantes donde le vemos, y para satisfacerla no emplearemos el sistema de la crítica simplemente literaria.
Con respecto a esta técnica nos detendremos en una breve consideración. Para nosotros, los sujetos egregios no se presentan del mismo modo que los vulgares. La actitud general hacia éstos suele manifestarse uniforme, sin cambios y sin problemas: los amamos o los odiamos sin que nuestras pasiones constituyan enigma, pesadilla o tortura. Con los egregios observamos otro comportamiento: los aclamamos primero y luego los odiamos, aun cuando a veces procedamos en contrario; pero siempre acabamos concediéndoles generosamente una hora de tormento, siquiera una, para demostrarles que nuestra animosidad tanto como nuestra simpatía son capaces de esgrimir, por igual, un abultado conjunto de instrumentos supliciatorios, buidos en la crítica. Después, como final de escena, determinamos calificar de inmortales a los pocos afortunados de recia complexión, cuyas carnes salieron ilesas de una máquina montada con esmero cruel. La crítica racional, la implacable deidad lógica, la crítica de escuela y documento, mil veces ha trazado estos caminos retorcidos, senderos a la inversa por donde, lejos de caminar los vivos, hacemos deambular a los muertos. ¿Qué motivos determinan emprender faenas tan irrespetuosas? Acaso la ley del menor esfuerzo ande por en medio y nos deje regalonamente sentados en postura cómoda aunque falsa, y en espera de que las personas o las cosas de la Historia nos vengan de visita.
Cualquier conocimiento justo obliga a caminar a redropelo y remontar el tiempo, evitando en todo instante causar molestia a los muertos. Pues si se ha de hablar con verdad, generalmente llámase Historia a cierta inexplicable necrofilia, a cierta técnica de remover cadáveres o hacer que ellos se remuevan hasta quedar colocados en situación agradable a nuestra razón. Como si la verdad de los hechos fuese siempre cuanto nosotros deseamos obtener, o como si la verdad de los hechos no fuera casi siempre lo contrario, lo descubierto al visitar desinteresadamente los recintos del pretérito.
Cervantes fue víctima escogida de tal crítica. Durante décadas, por no decir siglos, los dómines se han conjurado en tributarle alabanzas y en practicarle expurgos tan impertinentes como el del Cura y el Barbero a la biblioteca de don Quijote. El pobre Cervantes alcanzó la inmortalidad sólo cuando el criticismo dialéctico de los verdugos no logró triturarle.
Pero al mismo tiempo Cervantes es un egregio a quien debemos mirarle en su posición propia, no importa si quitándole muchos epítetos inútiles, acumulados sobre él por la admiración falsa. Debemos mirarle acomodándonos a él y a su medio, sin miedo a empequeñecerle, porque siempre saldrá ganando.
Será bueno que comencemos preguntándole, ex abrupto, algunas cosas un poco íntimas y generalmente incontestadas por los artistas. Digamos a Cervantes: cuantos crean o piensan, ¿lo hacen por sí solos? ¿Los hombres grandes son los que son, o representan el ser colectivo? ¿La existencia egregia es un género de vida singular, unitario y simple, o se da únicamente sobre la vida de la multitud y, más aún, sobre la compleja disparidad de ésta? Puede que al proceder con tales cuestiones, y esto es lo más seguro, disminuyamos lo comúnmente llamado fama, prestigio u originalidad de los egregios; pero, y esto es seguro también, al hacerlo menguamos la dimensión individual a trueque de ensanchar al personaje hasta las latitudes de su siglo. Al mermarle fama u originalidad disminuiremos literatura; y al ensancharle hasta los linderos de su tiempo, le regalaremos vida.
¿La creación cervantina es exclusiva de Cervantes? No. Investigadores modernos, movidos por hondos anhelos de vida, han destacado el aspecto colectivo del Quijote. Menéndez Pidal descubre el camino realizado por el Romancero junto al caballo del Ingenioso Hidalgo; señala el paso del cantar popular, lírico y heroico, en los ensueños de Cervantes, como estela de inspiración muy sensible y como lazo innegable entre la genialidad del escritor y las hondas emociones de su pueblo. Entre don Miguel, soldado o burócrata, dramaturgo o novelista, impulsivo o fracasado, y el pueblo de España, hay un cordón umbilical por donde va la savia, el jugo que vivifica y mantiene lozana la siembra cervantina.
El mismo maestro y eminente reconstructor de las cosas de España, Menéndez Pidal, ha descubierto cómo don Quijote no aparece en bloque y no nos es dado plenamente desde el comienzo, sino va depurándose, adentrándose poco a poco en el alma de su pueblo, definiéndose en virtud del moroso usufructo realizado por Cervantes en la cantera legendaria y tradicional, anterior a la gestación del Caballero Manchego, tanto que sólo al fin de la Primera Parte del libro don Quijote se presenta nítido y recreado por la genialidad del novelista.
Esto implica dos cosas, según mi entender. La primera que como ser real y vivo, don Quijote no está dado, no constituye un dato, no viene concluso y definitivo en la conciencia de su creador, sino que el mismo Caballero va edificándose libremente a lo largo de su existencia y sin que Cervantes pueda, ni trate de impedir, el curso de una locura multifásica y humana. Si don Quijote fuese un preconcepto, Cervantes no nos contaría las mil contradicciones acaecidas en el alma de su héroe, sino al contrario, en el curso de la biografía del Aventurero, seguiría la lógica impertérrita de una idea o de un preconcepto que se autodesarrolla, por sí y en sí, sin atender a las tortuosidades de la vida, la cual en su más íntima y secreta esencia lleva el terrible fermento de la libertad, por tanto de la imprevisión y, en este caso concreto de Cervantes y su biografiado, la contradictoria conducta de un personaje cuya pertinacia habría descorazonado cien veces a otro escritor. Pero éste era hombre vital como su héroe, y su gran espíritu no daba para miedos lógicos o temores dialécticos, ínfimos de suyo si se los compara con los supremos planteados por la vida, el amor, lo desconocido y Dios mismo, primordial temor de donde arranca la sabiduría existencial.
La segunda cuestión implicada en el lento desarrollo de don Quijote se desprende del hecho de que el personaje no es una creación vacía, sino una colaboración espiritual entre el medio y el intérprete, o sea, entre el medio hispánico del Siglo de Oro y su definidor, Cervantes. Qué amable el espectáculo de este novelista filósofo, echado a sugerente dogmatizador, aunque sin dogmatismos, inclinado sobre el panorama de su raza, bebiendo lentamente el licor esencial de ella, el jugo emotivo de su pueblo, para dibujar luego después la fisonomía aprehendida de incontables horas de comunión.
¿Quién restará originalidad a don Quijote por resucitar el romance de Durandarte y su amigo Montesinos; o por suplantarse al protagonista del romance del Marqués de Mantua; o por echar mano, a cada paso, del cancionero popular? ¿La originalidad, en el más hondo sentido, en el que debemos atribuir a la fuente original, no estuvo precisamente en eso? De otro lado, ¿el drama español, por mandato del alma nacional, no hacía lo propio? El caso era que España se sentía ella misma, a plena conciencia se holgaba en conocerse y, sonriente o dolida, aceptaba las definiciones dictadas por el drama, los Concilios y las otras enseñadas por Cervantes. Para España ambas cosas eran iguales: el Concilio Tridentino y el Ingenioso Hidalgo nacieron en la misma vena, se hincharon con la misma sangre y calzaron espuela para análogas caballerías. Don Miguel de Unamuno lo vio con mirada precisa, cuando en su Vida de don Quijote y Sancho reconstruyó la historia cervantina enredándola en la vida del Santo Caballero Ignacio de Loyola.
El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, no es obra de imaginación. Cervantes nada imaginó. Se limitó a historiar en tercera persona, en supuesta persona, la realísima historia de su siglo. ¿Acaso algunos cervantistas no han dado por encontrar en documentos de la época la vera efigie del Cura, del Barbero, de Sancho, de Dulcinea, del Ama y la Sobrina, y la magnífica del Caballero Busca Pleitos? Consciente o inconscientemente algunos cervantistas se han dedicado a historiadores y, por cierto, tienen la razón. Don Quijote fue un personaje de carne y hueso, más todavía, una persona de espíritu y ensueño, trashumante o dormitante en cada español del Siglo de Oro. Y conste que no voy sino anticipando algo que diré después, cuando demuestre cómo las creaciones intuitivas poseen realidad, cómo los personajes creados por los artistas intuitivos, digo creados y no imaginados, viven con mayor vida que aquellos cuyo nacimiento consta en una vulgar partida de registro civil. Las verdaderas creaciones intuitivas viven por esos cientos y miles de sujetos sin historia, cuya existencia jamás alcanza nombre y fama, y allí está el secreto de ellas, el fecundo secreto que va escanciándose gota a gota.
Y aquí podemos anotar cómo, lejos de la crítica simplemente literaria, sin haber torturado a Cervantes, hemos comprendido en algún modo por qué ocupa un sitial tan elevado. Desde luego no será en virtud de la supuesta original invención del Quijote, eso vale muy poco, pues cada vez vemos marchar al olvido miles de creaciones originalísimas y sin precedentes, mientras sentimos durar ciertas imágenes, muy pocas desde luego, meras copias al parecer, pero en cuyo seno descansa la vida, detenida si se quiere, para no decir inmortalizada.
Un buen día, en esos calmosos días de la cincuentena, don Quijote enloqueció de pura madurez de espíritu, como ha descubierto Unamuno. Y Cervantes, también en uno de esos lentos días de la cincuentena, salió para su última aventura: fue camino de su raza, se entendió con ella luego de buscarla por todos los campos de Montiel, los visibles y los invisibles, y en pago de la aventura la solicitó un grano de esa perennidad que toda raza guarda en su seno. Obtuvo lo solicitado y con tal ingrediente, con esa arcilla, moldeó un tipo de hombre a quien sopló con el soplo español y le mandó vivir como todos los españoles que han sido y serán después.
He allí la obra cervantina: no es más, pero tampoco es menos. Y no es más por cuanto don Miguel de Cervantes nunca anduvo divorciado de la realidad; ni es menos porque en la cabeza de él cabe un mundo, como en la cabeza de Cristóbal Colón.

Qué es el realismo

Expresamente debe hacerse constar que el término no se ha tomado en el sentido literario o de aplicación a cierta escuela, novelística sobre todo, que segmenta una palabra tan noble en la historia del pensamiento. En efecto, el realismo no es aquello tan pobre como lo dicho por Zola y otros en Francia. Si no pasase de allí, Cervantes y su mundo estarían perdidos a la hora, como cualquiera mínima parte de materia cósmica, ineficiente, desprendida de alguna galaxia imperceptible. El realismo en literatura, como la expresión de todo, o como el amoroso detenimiento inclusive ante las cosas más detestables, no tiene ni los filos del sentido universal de un problema humano, tan humano que, desde antes de Aristóteles hasta nuestros días, no llega a finiquitarse. Tal si a lo largo de la vida se tendiera como un hilo conductor, este realismo continúa su trayectoria comenzada muchísimos siglos antes de Zola.
De lo que se trata en estas páginas es de fijar el modo según el cual el Siglo de Oro español vio el universo. Porque hay dos maneras de ver, mejor dicho dos clases de pupilas, la una que se abre hacia fuera, y la otra que se abre hacia adentro, las cuales, en consecuencia, dan dos tipos de panoramas cósmicos, según donde nazcan.
Si se pregunta a quienquiera, a todos cuantos no son filósofos, o a éstos cuando olvidan momentáneamente su papel de filósofos: ¿qué vemos fuera de nosotros?, la contestación no se hará esperar y caerá como una piedra inerte: las cosas. Pero si insistimos en seguida: ¿existen las cosas por ellas mismas o necesitan de la misericordia de nuestra mirada para ser descubiertas, y de nuestro pensamiento para ser pensadas? Entonces veremos que la respuesta no viene ya tan sencilla y virginal como en el primer caso, sino antes el pensamiento se retuerce y vuelve contra esas mismas cosas indefensas. En el corazón de la sencillez hemos sembrado una tremenda inquietud. Las cosas, ésas mansas y calladas que nos sirven, no hablan y nos obedecen, ¿existen por sí mismas?
Las dos pupilas inquisitoriales dan cada una su respuesta. La una quiere ver las cosas existentes por sí mismas, como parece lo natural. La otra desea imponérselas para crearlas y les dice categóricamente que ellas no existen por sí propias y sólo alcanzan su ser en cuanto el pensamiento las crea, lo cual vale afirmar que las cosas son en cuanto cognoscibles y, fuera de esta condición de aptas para el pensamiento, no existen. La primera mirada se llama realismo e idealismo la segunda.
Los ojos de la cara y mayormente los del intelecto no suelen ver del mismo modo. Esto es innegable. Tenemos los puntos de mira, las opiniones, las perspectivas, para no hablar de otros modos de ver tales como la introspección, la antevisión, la revisión y muchos más. Las cosas se han visto de varios modos, y dos de éstos son aludidos aquí. El realismo significa «cosismo», del latín res, cosa; y el idealismo en cuya virtud las ideas son las únicas fuentes generadoras del ser. Pero ambos modos no representan, al comienzo, sino una acomodación del hombre ante el universo y ante su propio ser, bien se los mire en el dominio profundo de la intimidad propia, o bien se los encuentre en el rico panorama exterior. En ambos casos el problema es el de saber contemplar. Entre las dos corrientes filosóficas, quizás dos de las más importantes, no hay sino la acomodación inicial de la pupila, y por consiguiente no tenemos otra distancia, sino ese punto insignificante donde principian los ángulos opuestos por el vértice. A poco andar, sin embargo, se abre entre ellos un abismo tan grande que las dos orillas se pierden y vuelven insospechables, y tan oscuro que ningún Prometeo del pensamiento logrará llenarlo jamás. Entre las dos orillas visuales se plantea un infinito como el misterio humano: el simple acto de echar la mirada al mundo exterior y el acto inquietante de auscultar en la interioridad parten del hombre y llegan a distancias incalculables. Por eso, el realista y el idealista no lograrán entenderse nunca.
Hay otra diferencia superviniente, llegada luego en virtud de la pertinaz actitud de encaminar la vista: sea del hombre a las cosas, sea del hombre a su profundidad. Y esta diferencia consiste en que el realista posee una mirada de dos sentidos a partir de sus propios ojos: adentro de ellos descubre realidades un tanto diversas de las otras, pero realidades al fin, y fuera de él halla el opulento universo que le solicita sin cesar; mientras el idealista se queda con su escueta mirada interior, desde los ojos hacia adentro, como si una cascada incesante voltejeara y reprodujera con mil reflejos el pensamiento y le diera concreción fantástica; pues sólo una paradoja tal es capaz de soportar la tesis idealista: las cosas, cuyo ser consiste en su cualidad de pensadas, equivalen a una mera concreción fantástica.
No obstante, el realista como el idealista tienen su razón de mirar. El primero, a quien le danzan las cosas en la retina, pertenece a una categoría de hombres impositivos, dominadores, prácticos, eticistas, en una palabra, constructores; y el segundo, a quien le nace el mundo en la honda entraña espiritual, arranca de una estirpe extática, pensadora, introvertida, poco práctica, en suma, soñadora. ¿Pretenderemos que el universo sea análogo para estos dos tipos humanos tan diversos? Sin caer en el relativismo, solución que representa un defecto de acomodo ante la verdad y una falta de energía ante la vida, convengamos en que cada tipo de los nombrados posee también su tipo de universo, propio y conquistado con la existencia.
Al interrogar qué sea el realismo, despertamos un batallón de problemas alineados en la pregunta, desde antes de Sócrates hasta ahora. Como es natural, las respuestas han menudeado obedeciendo cada una a la forma en que se preguntaba, o echando hacia el lado desde el cual se interrogaba. El sentido de la palabra realismo no es uniforme en la historia de la Filosofía, pues ha ido cambiando y sus perfiles modelándose lentamente hasta adquirir el que ahora tiene, o sea un sentido contrario al de la palabra idealismo.
Algún filósofo moderno dedica larga atención al término y llega a dar la siguiente tabla de significados, certera por más de un motivo. El primer sentido de la palabra nos muestra al realismo en su etapa ingenua y correspondiendo a aquella actitud tanto del pensamiento como del hombre, donde éstos se sienten como una cosa más, como algo inserto en el lote de seres del universo, y donde olvidan o no alcanzan todavía a comprender cómo en el fondo del realismo van implícitas una teoría del conocimiento y una teoría del ser; dicho en otras palabras, olvidan o no saben que el realismo presupone una gnoseología y una ontología. El segundo sentido en que se toma la palabra denomínase experimental o empírico, sirve de base a las ciencias de la naturaleza, investiga la razón de ser los fenómenos y halla algo de constante en el fondo de los mismos; pasa más allá de la simple actitud natural, tortura la mente al propio tiempo que la apoya en la experiencia y de esto deduce que el realismo, superando la ingenua pasividad primitiva, pide la solución previa de un problema gnoseológico o de conocimiento, problema referente a la manera como el pensamiento entra en relación con las cosas, para deducir de tal relación la legitimidad, el alcance y la validez de las nociones científicas. El tercer sentido de la palabra realismo suele especificarse con el aditamento de metafísico, y representa la plenitud o el desarrollo filosófico más logrado del sistema; y lo es en tanto que, caminando más allá de la ciencia, traspasando el problema gnoseológico, se atreve con lo permanente del ser, llega hasta el recinto más callado y secreto del mismo, a fin de arrancarle una palabra o una definición esencial, para auscultarle y determinar si lo que está por debajo de él, o sea, la substancia, permanece o cambia en los seres llamados materiales, espirituales e ideales. Solamente en la doctrina del realismo metafísico se toma el ser en su cabalidad, como substante, como problemático y como esencial; en otros términos, se lo toma en tres de sus acepciones fundamentales: la ingenua, la gnoseológica y la ontológica. Para decirlo de un modo último: sólo en esta forma el ser es tomado «en su estar allí y nosotros con él», en su potencia de cognoscibilidad y en su potencia de realidad.
Para Nicolai Hartman la sustancia formal aristotélica, el logos y el alma del mundo de los estoicos, las formas ontológicas de los escolásticos, los reales de Herbart, lo inconsciente de Eduard von Hartman, la voluntad de Schopenhauer, son realismos metafísicos ejemplares. A esto podríamos añadir la experiencia de la angustia, base de la metafísica de Martin Heidegger, y la profundización de la fidelidad, base de la ontología de Gabriel Marcel. Y no se crea agotado aquí el realismo pleno, su escala es mucho más extensa.
Quisiéramos proponer otro tipo con motivo de la filosofía cervantina, la cual bien observada nos demuestra cabal comprensión del mundo externo desde un punto de vista muy peculiar, representa una despaciosa doctrina del ser, ya en sus aspectos transitorios, ya en su fondo esencial; y, sobre todo, acusa una marcada proyección de esa gnoseología y de esa ontología sobre la praxis de la vida. Con la cautela requerida por el caso, me atrevo a proponer el nombre de realismo existencial para la filosofía cervantina. Dejo allí la denominación, pues antes de explicarla se nos impone un largo paseo por las altitudes, en veces inaccesibles, del idealismo. Y luego de curarnos en la mejor forma del vértigo y del mareo causado por la atmósfera de altura casi irrespirable, humildemente retornaremos a las cosas humildes.

Ascenso al idealismo

Ascenso. En frente, sobrecogedor, está el desafío de la montaña. Miramos al Everest del idealismo. Los flancos son tan ásperos que sólo mi inexperto alpinismo filosófico me lleva a escribir un título como éste: ascenso a Emanuel Kant.
¿Y por qué a Kant, si nada le une con Cervantes? Precisamente porque es lo menos semejante que he podido hallar. Me atrae esta oposición irreductible entre el filósofo idealista y el creador realista: por la sonrisa del uno y la rigidez del otro; por el fracaso del novelista y la inmutabilidad del catedrático; por la vida tumultuosa del aventurero y la vida sedentaria del metafísico; por todo esto amo la oposición.
Además, y esto importa un Siglo de Oro, el humano Cervantes no llega a ser visto plenamente, sino a favor del contraste violento con el deshumanizado Kant. No se crea que mi intención trata de apocar a éste: le respeto en forma casi desmesurada para osar una arremetida de tales dimensiones. Pero mi entusiasmo cervantino rebasa el gran respeto y no dudo al poner en contrapunto a los dos, de que será la filosofía realista quien quede gananciosa. Mi afecto por el realismo supera al que profeso a los dos personajes. Hasta aquí la excusa. Vamos a la faena. Si en ella fracaso, permanecerá el intento y otros conseguirán superarme. Nunca ha sido fácil subir a Kant. Mucho menos con tan determinado propósito.
Cuando llega este serio meditador, han sucedido muchas cosas en el universo filosófico: Aristóteles se halla en descrédito, la ciencia tradicional muestra muy graves heridas en la línea de flotación, el mundo termina de completarse y las ciencias matemáticas, gracias a Descartes, Leibniz, Newton y otros, abren infinitas posibilidades insospechadas. En virtud de tal espectáculo se duda de todo lo tradicional, un océano de sospechas parece inundar el pensamiento y, en vísperas del naufragio, Descartes descubre el único punto firme como tabla de salvación, el único ser de quien no se puede dudar: el yo, cuya conciencia erige en centro, comienzo, raíz y término de la especulación filosófica. Si olvidamos el panorama histórico, jamás entenderemos el idealismo kantiano.
Pero el yo de Renato Descartes acaba escindiéndose, y tal rompimiento debemos también recordar: el absoluto, el inapelable yo, ¿qué es en definitiva? ¿Una trama de sensaciones o una permanencia conciencial? Se ofrecen dos fórmulas de contestar: a favor de las sensaciones asoma poderoso y optimista el empirismo inglés; y a favor de la conciencia mental adviene la reacción kantiana. Si los ingleses disuelven el mundo en una dulce sensualidad, Kant desvirtúa los seres en una rígida idealidad. Cuando más arriba se preguntó si las cosas existían en sí mismas, el realismo nos dio contestación afirmativa. Ahora, después del naufragio histórico y de la salvación cartesiana, Kant se halla en posibilidad de negar la existencia de las cosas en sí mismas. Para el empirismo todo ocurre y existe en virtud de sensaciones. Para el kantismo las cosas existen sólo en cuanto objetos del conocimiento, y nada más. Fuera de la mente prospera lo incognoscible y esto no constituye nuestro universo humano.
Cuanto la vida nos ofrece, los dones de los sentidos, del afecto, de la emoción, va cayendo en nosotros, aun cuando nosotros no lo recibamos en forma pasiva, sino al contrario le demos forma adecuada, le echemos en el molde correspondiente y sólo así digamos conocerlo. Los moldes mentales son lógicamente anteriores a los dones de la vida, por eso aquéllos son denominados aprioris formales, y éstos aposterioris materiales. Sólo cuando un aposteriori ha encontrado su forma adecuada en el apriori correspondiente hay verdadero conocimiento, nace para nosotros la cosa, y así crece el mundo en el tallo de nuestra aptitud cognoscente.
Mientras el realista se sitúa en el punto medio, en el fiel de la balanza, a fin de establecer ecuación entre el yo y las cosas, mientras el realista tiene en virtud de dicha colocación intermediaria una mirada en dos sentidos, el idealista sólo mira en un sentido. Efectivamente, la actitud realista mira primero del yo hacia fuera y luego del yo hacia adentro, es decir observa y reflexiona: sale al mundo, lo halla, lo siente, lo palpa, lo dimensiona, lo conquista y, cargado del botín, vuelve a sí propio, se hunde en sus profundidades y busca el modo como ha conocido el mundo exterior a partir de éste, y cuando ha completado tal excursión, cuando ha caminado igualmente en ambos sentidos, siente que conocer es igualar las cosas conocidas con el sujeto cognoscente. Puede haber una dosis de humildad en el realismo, acaso la haya y no pequeña, pero es cierto que el hombre iguala su ser con el ser de las otras cosas.
El idealista, al contrario. No sale al mundo, no cree en la efectividad de un trabajo de tal índole, siente la inutilidad de realizar dos viajes cuando se basta con uno: ir hacia sí mismo. ¿Acaso las cosas, si es que existen, se nos entregarán fielmente? Las cosas son tales cuando las hallamos, y la manera de hallarlas no está fuera sino dentro de nosotros. ¿Quién ha ido alguna vez fuera de su consciencia, para buscar la manera de ser consciente y de hallar las cosas inclusas en ella? Luego nos basta con la caminata introspectiva: basta con una incursión, en vez de practicar primero una excursión y luego una incursión. Conociendo la manera como conocemos, llegará de por sí a nuestras manos el secreto del universo.
Conviene recordar que, a partir de la filosofía cartesiana, el problema del método en Filosofía llegó a imponerse como base de la especulación, y desde entonces no hay sistema que olvide colocarle en sitio primordial. Pero hay más, el método se refiere ante todo al de conocer, y es la gnoseología, por tanto, la parte culminante en esta preocupación. Por tal motivo los filósofos dejaron de interesarse por el aspecto enciclopédico de sus investigaciones, y quizás ya no les interesaba tanto acumular datos científicos, llevados de su afán de valorar, ante todo, la técnica del proceso cognoscitivo. De ella hicieron un factor absoluto, pues creían que dominada la teoría del conocimiento, éste quedaba dominado también.
Por aquí iba la filosofía de ese entonces, y el último paso en tal sendero lo dio Kant, sin temor alguno. Para este pensador la manera de conocer, o sea el método, engendra el ser, tanto que cada procedimiento nos da determinado ser y no otro. En cierta forma, conocer es crear. Primero la idea, el proceso mental, y en segundo término la cosa cognoscible, pero sólo cognoscible, y si no llena esta rígida condición absoluta... no existe. La actitud idealista lleva en su seno un gran poder y, por qué no decirlo, una enorme dosis de orgullo.
Ante la doctrina kantiana no podemos asumir en estas páginas ninguna actitud crítica, simplemente vamos a verla en su sentido. ¿Qué significa el olvido del mundo exterior, y a dónde van a parar sus consecuencias para la vida y para el arte? Este sentido, alejado a simple vista de los temas fundamentales del kantismo, es sin embargo necesario descubrirlo, si tratamos de configurarnos la filosofía cervantina en un ámbito preciso.
Volverse de espaldas al mundo: he allí un problema heroico. Hallar el universo en uno mismo: he allí una búsqueda estupenda. Mas ¿a costa de cuánto? He allí lo tremendo. Se podría escribir un interesante capítulo de crítica filosófica bajo este epígrafe: cuánto le cuesta al idealismo su actitud introvertida. En efecto, si pensamos en lo que va de contar las pocas estrellas reflejadas en el fondo de la cisterna, a contemplar los millones de astros en su realidad lejana y sugestiva, podemos en pequeña medida calcular el costo de la actitud idealista. Cierto que la visión hacia el fondo de la cisterna es quieta, inmutable y silenciosa. Cierto que al conocer una estrella, con lenta mirada introspectiva, se han conocido las demás, las hemos identificado con el modelo que de ellas podemos tener adentro de la mente. Pero... conocer una estrella a fondo, en razón abstracta, no es comprenderla con la emoción, ni abrazarla con toda la vida. El mudo conocimiento introvertido, por completo y firme que lo supongamos, resulta pordiosero al compararse con el estremecimiento de la existencia cuando siente el mundo y se incluye en la maravilla del universo. El idealismo se compra a costa de la mitad de este universo, pues apenas se contenta con una parte, la más brillante si se quiere, pero no la más valiosa. Se contenta con la apariencia, con el «fenómeno», para decir con término kantiano, y jamás llega a la esencia, al «noúmeno».
Por otro lado ¿existe la esencia? Si hay, si acaso hay una esencia del ser, escapa a la cognoscibilidad, simplemente por cuanto aquello representa algo en sí mismo, algo radicado en la cosa y a la cual conforma al propio tiempo, algo que hace que el ser sea el ser; y esto es inaceptable para el idealismo, cuya afirmación básica es la de un ser existente sólo en tanto y en cuanto es cognoscible. Como no existe el ser en sí, no hay un orden esencial. Debemos aceptar el orden de las apariencias, de los fainomena y nada más. Cuán cara le cuesta a Kant su terca actitud introspectiva. La mirada plena hacia adentro secuestra el pensamiento, disminuye el impulso vital y seca los jugos emotivos.
El idealismo concluye en la rigidez en el absoluto impositivo, en muchos imperativos para el pensamiento y para la voluntad. Quiere hacer el mundo y no trata de verlo. Por más que grite su pluralidad, su elasticidad, su magnificente variedad el universo, sea el natural o sea el conciencial, queda encadenado a infalibles prescripciones lógicas, apriorísticas, nacidas y nutridas en la mente humana. Qué importan, entonces, los seres: se desvanecen entre el formalismo rígido o se evaporan al calor del foco mental. Hay desrealización completa de las cosas y deshumanización del hombre concreto y personal. Las cosas desrealizadas en sí mismas, para ser apreciables han de entrar en las categorías rígidas; y la conducta, para ser válida, ha de desembocar en el imperativo categórico de una fórmula universal y vacía.
¿En dónde queda el hombre? Pues el idealismo no podrá negarlo o reducirlo a una mínima dosis racional. El hombre es un complejo cuya extensión rebasa la racionalidad o el proceso lógico: es amor, dolor, esperanza, desesperación, pecado, edificación y mil cosas más grandes que la vaciedad de un imperativo categórico. Sobre todo el hombre es contradicción y paradoja, y la acogida filosófica a ellas resulta monstruosa herejía dentro de la ortodoxia idealista. El hombre del sistema kantiano, el hombre desinteresado, sin hedonismos, puro y diáfano con una dialéctica interior absoluta, no existe en sí, y también resulta un fenómeno, una apariencia sin esencialidad alguna. Vayamos a buscarlo y, por más que hagamos, no lo encontraremos nunca. Para desgracia de los idealistas sólo existe el hombre real, ese que lo hacemos cotidianamente, aquel hombre cuyo pie tropieza con las cosas y se hiere con ellas, el sangrante racional cuya razón apenas le obliga a contarse como algo más en el universo, como otro ser, pero cuya existencia y cuya vida sobre todo le permiten ir más allá, infinitamente lejos de las rígidas deducciones y de los preceptos escuetos. Aun cuando el idealismo hieratice la conducta, el hombre real supera la filosofía kantiana. Y aun cuando dicha doctrina niegue las cosas en sí mismas, estas calladas y pacientes víctimas terminan por imponerse al filósofo, en cuanto deja sus especulaciones y extiende la mano para alcanzar un vaso de agua.

Proyecciones sobre el arte

Si el idealismo congela nuestra vida en fórmulas, si en la ética suplanta la existencia cambiante por moldes inmutables o imperativos absolutos, en el arte acomete igual faena, pues deshumaniza también. En la filosofía platónica encuéntrase ya esta consecuencia inevitable: cuando la creación artística se inicia en el idealismo subjetivo, termina por vaciarse de contenido vital y desemboca en la fórmula. Sin embargo, a favor de Platón debe recordarse su realismo sustancial, pues el maestro griego no fue idealista en el sentido que damos a esta palabra. Mas sus postulados artísticos, sobre todo los contenidos en la República, se vician de un idealismo desnaturalizado y dan, al fin, en preceptos sin contenido humano, tales como la proscripción del impulso creador individual, el respeto a ciertos procedimientos tradicionales, el abandono de tales o cuales géneros literarios libres y otras tesis que, a primera vista, no parecen de Platón, y sólo nos las explicamos por el punto idealista de donde parte, para aplicarse a la política y al gobierno, la doctrina estética del filósofo.
Desde luego, el contacto superficial con el problema de las proyecciones del idealismo sobre el arte puede conducirnos a fáciles consecuencias y a vistosas o atractivas deducciones, tales como la siguiente: si el impulso creador nace en el fondo del yo, y si el idealismo es la elaboración del universo a través de ese mismo yo, qué cosa más natural sino decir que el arte es idealismo. E idealismo ha sido a lo largo de la historia. Preguntemos al vulgo o preguntemos a la crítica y obtendremos análoga respuesta. Sin embargo, así como delimitamos el concepto ‘realismo’ para el presente estudio, igual cosa tendríamos que hacer con el concepto ‘idealismo’, y veríamos entonces que no merece la pena tomarlo en el sentido usualmente empleado por la crítica literaria o en el generalizado por el vulgo. Idealismo representa lo dicho en las páginas anteriores, y expresa además el terco afán de edificar el mundo en las entretelas del yo. Curiosa y viril actitud, pero descaminada, o encaminada sólo en una ruta de internamiento, tan honda, que el hombre acaba por perder contacto con las cosas. El artista creador, si lo es en la estricta acepción del vocablo, acrecienta el lote de cosas en el universo. Si acumula fantasmas o fainomena, nada le deberá el mundo, pues el género humano jamás se nutre de apariencias.
El arte no es una apariencia sino la más sensible realidad, aquella que nos hiere o nos conforta, nos obliga a ir o a volver en la existencia, la realidad, en suma, en cuyas aguas lavamos los sentidos y el alma.Tal género de cosa debe tener, y de hecho posee, sustancia propia, autónoma y externa a las capacidades psíquicas, las cuales pueden contribuir a producirla, cuando no se limitan a encontrarla, sin que tengan el derecho de reivindicar las obras emotivas como algo exclusivo de la subjetividad. El arte no es, por tanto, idealismo. Las más puras formas creadas por la emoción han de inclinar humildemente la cabeza ante las cosas, si tratan de recibir una sonrisa benévola o una acogida amable de la conciencia.
Pero hay en la historia del arte y del pensamiento situaciones que contradicen lo dicho anteriormente. Algunas veces encontramos el espectáculo de la subjetividad poderosa y capaz de imponer sus creaciones, y vemos cómo el idealista acaba por modificar el contorno real y someterlo a nuevas formas personales, forzando en cierto modo lo antes tenido por común o patrimonial de todos. Tales sucesos son poco frecuentes, mas en verdad resultan incuestionables. Solamente que no suele decirse a costa de cuánto el idealista logra vencer la realidad circundante. En primer lugar a costa de luchas en donde suele sucumbir el innovador con mayor frecuencia de la generalmente imaginada. En segundo lugar, y esto resulta lo principal, el idealismo subjetivista del renovador triunfa sólo cuando deja de ser singular para convertirse en cosa, cuando se cosifica y entra en el dominio real de los seres objetivos con que cuenta la humanidad. Mientras tanto el idealista va errabundo y dolido, no halla comprensión, oye cómo en el contorno se pregona su ineficacia, y echa a correr a caza de un descanso siquiera pasajero en la tolerancia o en el criterio ajeno. En otras palabras, podemos decir: emigra el subjetivismo en busca de objetivarse, trata de renunciar claramente de su esencia idealista y de adquirir a cualquier costa un poco de realidad.
Cuando llegan las denominadas horas de reivindicación, minutos en los cuales la sociedad paga el tributo de reconocimiento comprensivo al grande hombre negado hasta ese instante, no hay en el fondo otra cosa sino un despojo. ¿Qué sucede entonces? Un violento traspaso de dominio, un tránsito inmediato de propiedad: el grupo social arranca de la hondura subjetiva e íntima una determinada modalidad de ver o de sentir, de pensar o de amar, yla echa al patrimonio público para uso de todos. Y allí, adiós visión exclusiva o singular, adiós idealismo, por cuanto sobreviene el imperio de la objetiva realidad.
Pero meditemos bien: estos casos constituyen una mínima excepción, siendo lo general y humano que la realidad sople o infunda su espíritu a la vida trivial tanto como a la alta vida ejemplar.
Con el realista no ocurren tales sucesos, simplemente por la situación que ocupa entre sus semejantes. El realista va desde su yo, camina luego con el lote de visiones a cuestas hasta el fondo de su propio ser y, finalmente, emerge al mundo con el mundo depurado y limpio. El realista ve cuanto no han hallado los demás con sus ojos, y cuando realiza algún descubrimiento, no lo saca de su interioridad solamente, sino que enseña a los demás lo hasta entonces circundado de penumbra, esas cosas cuya cercanía necesita de especial acomodación emotiva, o enseña también nuevas relaciones entre los seres del universo. La creación en el ámbito realista resulta, por tal motivo, inmensamente más original y difícil.
¿Qué hace el idealista? No desciende de su sitial para ir a las cosas. Se hunde en sus propias nieblas internas y finge continentes de insospechada belleza o de certidumbre muy remota. Él los ve, pero él únicamente. Piensa que es patrimonio de privilegiados hallar esas lejanías casi infinitas. Crea universos de belleza incalculable, constelaciones de verdades abstractas, fórmulas donde caben el ser real y todos los seres posibles, en una palabra, las fórmulas mágicas para reducir el mundo a una idea. Pero nada más. Generalmente no acierta a cumplir el propósito, y si lo cumple resulta desmedrado al cotejarlo con el intento. ¿El mundo del idealista? No existe. ¿La humanidad del idealista? Es una humanidad deshumanizada, sin vida pero con fórmulas. ¿Y el arte? También vacío de contenido vital, formulista, inmóvil, desapasionado, eterno si se quiere, mas inhumano.

Descendimiento a la realidad

Estas alturas resultan inhabitables para la vida corriente y necesitamos volver a donde prospera, o sea, al pie de las montañas. Se necesita descender del idealismo y acercarse cordialmente a la realidad, al mundo de las cosas y a la convivencia de nosotros con ellas.
Una es la verdad de Kant, altísima, inmensa sistematización como pocas en la historia del pensamiento, pero otra es la verdad de la vida. Aquélla resulta descubierta por el pensamiento, mientras ésta resulta elaborada pausadamente por la existencia de cada cual. Nuestra verdad vivida, suma de granillos de arena acumulados por cada latido, y al mismo tiempo arroyuelo dilecto en cuya corriente diminuta se nos va y se nos viene lo más amado y deseado, nuestra verdad pequeñita, siempre buscada y nunca satisfecha en plenitud, es tan diversa, si se quiere tan humilde frente al idealismo, pero tan personal y valiosa, que sin ella la cultura se convertiría en monótono cementerio. El granillo de arena representa el aporte de cada conciencia a la fábrica del mundo.
La verdad de la vida salva a la persona, no exalta ningún sistema, acaso anda dispersa y no alcanza notoriedad, y sin embargo camina en la entraña de cada hombre preocupado con su destino. Está constituida por las cosas que hallamos o nos sobrevienen, su inventario consiste en los perpetuos viajes de cada uno al mundo, en las experiencias que vamos acumulando, en las lecciones recibidas, en las previsiones vislumbradas, en la continua lluvia de objetos sobre nuestra conciencia despierta o semidormida, y sobre todo consiste en el hundimiento que hacemos en nosotros mismos, con todas las cosas sobre nuestros hombros. Cargados de lastre experiencial buceamos en las aguas más hondas del yo, y luego retornamos a la superficie después de bañar las cosas en lumbre de comprensión, y sin haberlas alterado o inferido ultraje alguno. Cuando el amor a ellas es de gran magnitud, las traemos limpias de polvo y de escoria.
Convivimos los hombres unos frente a otros, pero además convivimos con las cosas. Las sentimos, muchas veces las sentimos hasta amarlas más de lo debido, nos acercamos a ellas de tal modo que las confundimos con el propio cuerpo o con el alma propia. Este amor desmedido, y en el mayor número de casos repugnante, subordina el hombre a la materia, lo ata sin misericordia en formas bajas de pensar como el materialismo, o en formas bajas de amar como la avaricia. Mas la correcta posición del hombre espiritualmente normal y decente en medio del océano objetivo se traduce en un sistema de relaciones, de empleos, de categorías, de usos y de pensamientos agrupados bajo el nombre filosófico de realismo. Dicha actitud implica nobleza del hombre frente a las cosas, superioridad del ser capaz de fines y de programas existenciales sobre los medios entregados a su alcance, empleo natural de tales medios, buen trato a ellos, pero jamás subordinación a ellos. Vivir en la realidad significa primordialmente sentir las cosas como existentes en sí mismas, luego después portarlas o soportarlas con la vida, para finalmente, con su auxilio, edificar la existencia. Realismo no es hacer las cosas, mucho menos permitir que las cosas nos edifiquen. Si pretendemos aquesto, desfiguraremos el mundo, pero no viviremos ni sabremos darnos cuenta de nuestro destino. El empeño de construir el mundo con la idea fracasa en su primera salida, en la primera desobediencia de las cosas a nuestro ideal. La miseria de posponernos a los objetos esclaviza el anhelo y nos transforma en entes antihistóricos. El idealismo, tanto como el materialismo y la avaricia, son, sin duda, contra natura.
El arte recogido en la pendiente filosófica realista es, pues, humano y humanizado, naturaleza vivida y viviente, cuadro sensitivo construido a retazos sobre la existencia y con fragmentos de ella. La procesión hacia las cosas constituye el paso inicial: nuestra vida se vuelca en ellas persiguiendo en todo momento aprehenderlas con el noble fin de arrancarles su secreto. El segundo paso consiste en acarrearlas al latido de la emoción con que somos capaces de recibirlas. Y por último, si tratamos de edificar con las cosas, o de ser realistas en arte, exhibimos ante los demás el jugo alquitarado de ellas, transparentándolo en la redoma de nuestra vida personal y singularísima. Por eso realismo estético equivale a humanización.
Pero ¿en qué sentido se dijo arte recogido en la pendiente filosófica realista? ¿Acaso debemos pensar que arte es filosofía? Cuidemos mucho de no confundirlos, pero tratemos así mismo de dejar muy clara la raíz de cualquier elaboración emotiva. En último término y fuera del dogmatismo definidor al que no escapan ni escaparán jamás los sistemas y las escuelas, la Filosofía en su alto sentido no expresa otro afán sino el de resolver la posición del hombre, de cada uno de los hombres en el universo. El arte, a su vez, florece con análogo deseo y quiere siempre traducir la solución dada por la emotividad al cuestionario universal. Por eso, sin incurrir en ofuscamiento de linderos concienciales, no hay arte que no contenga su peculiar subsuelo de filosofía. El arte no existe en el vacío, antes procede de capas geológicas muy hondas, del cosmos, del mundo donde nos sustentamos, y más aún de la respuesta que demos o intentemos expresar al terrible cuestionario del universo.
Cuando la ansiada respuesta a cuya sombra descansa o hace un alto nuestra búsqueda consiste en un lote de postulados mentales, debemos llamarla problema. El problematismo en filosofía, tanto como en arte, se agota en lo interno, acaso tiene miedo a la realidad y prefiere manifestarse en técnicas de conocimiento y de expresión.
Mas cuando esa misma respuesta consiste en un camino que nos lleva a otro y a infinitos caminos hacia la interioridad del ser, interioridad rica y multicomprensible, dicha respuesta no consiste ya en un problema sino en un misterio. La contestación peripatética al interrogatorio universal, si cabe forzar el término en este sentido de caminar en torno de las cosas, va audazmente hacia lo que en el fondo del ser permanece oculto y solicitante.
Ha sido el filósofo francés contemporáneo Gabriel Marcel quien ha logrado esta distinción que venimos aplicando al arte. Según él, problema es una solución mental, una fórmula donde encerramos nuestro afán inquisitivo. Y misterio, el acicate y término, el señuelo en el camino de perforación a la realidad. Pero ambos son apenas un punto de descanso para emprender nuevas sendas. Si estos dos polos diesen fin a nuestra ansiedad cognoscitiva o emotiva, hace siglos que la filosofía y el arte estuviesen agotados.
El idealismo reposa en problemas, casi dormita con ellos. Mientras el realismo se desvela con los misterios. Cada cosa, cada ser sin exceptuar uno solo, lleva en sí algo, cuando no mucho, de velado y oculto. Cada cosa representa para nosotros un misterio, nos aflige con su profundidad, donde incontable número de ocasiones perecemos. Al hundirnos en las cosas perseguimos lo ignoto de ellas, las mil facetas móviles e invisibles a la simple curiosidad superficial. Arte realista es arte de misterios, de descubrimientos, de sondajes lentos, de lentas conquistas sobre las cosas y de fructuosas conquistas para nuestra vida singular. Romper la apariencia nos acerca infinitamente al Creador, pues si vamos más allá de la exterior presencia de los seres, los re-creamos. En el mito pagano, el artista es prometeico. En el sentido cristiano, asciende hasta muy cerca de Dios.

Aristotelismo y cervantismo

El sendero hacia el misterio de los seres puede seguir distintos flancos de la realidad y caer en diversos parajes. Así ha sucedido, en efecto, y la Historia de la Filosofía nos ofrece un rico panorama, pues las cosas en su ser íntimo se ofrecen inagotables y dejan campo a andanzas permanentes. Los objetos, es decir cuanto se halla fuera de nosotros y aun aquello nuestro que logra objetivarse, nos llaman de modo pertinaz, y el momento en el cual vamos a subyugarlos, se nos esquivan dejándonos ver tesoros incalculables, se agigantan, crean y procrean nuevos escondrijos hasta desorientarnos. La visión más firme no agota al ser.
Hay muchos realismos en la Filosofía, mas la suma de ellos hasta hoy no supera el misterio agazapado en el diminuto guijarro. Seguimos investigando las cosas, penetrándolas con el pensamiento o torturándolas a fuerza de técnica, pero ellas son y seguirán siendo, sin decirnos su última palabra. Si nos sentamos a la vera de la escuela de Parménides o a la sombra inmensa del aristotelismo, tendremos que ceder a la evidencia de sus afirmaciones. Pero... ¿y lo demás que no nos cuentan? Hay en Aristóteles enseñanzas inconmovibles, no obstante fuera de su palabra quedan millones de verdades y un tesoro magno, en cuyas canteras la emoción y la voluntad trabajan siglos y más siglos.
Una de las más insignes tentativas de ahondamiento en la tiniebla de las cosas fue llevada a cabo por Aristóteles, conocedor como pocos de que el ser se dice y se comprende de varios modos. Sin embargo aventuró su nave en un modo que diríamos oceánico de comprender el ser: la universalidad del mismo, con lo cual dejó cimentado para los tiempos el ministerio de la ontología, suerte de visión de largo alcance, telescópica y microscópica en el mundo trascendental. Situó el ser más allá de la física, en lo que él mismo denominó metafísica, más allá de las apariencias de color, figura, cantidad, posición, inquiriendo mejor el ser en sí mismo, aquello por lo cual denominamos ser al ser, buscando lo permanente y dejando lo transitorio.
La empresa aristotélica no es leve; a lo menos si consideramos que no es fácil dejar entre paréntesis las condiciones externas merced a las cuales los objetos nos llaman. No obstante hay algo de inmóvil en la perpetua movilidad del universo, y ese algo es lo universal, en cuya persecución se salió la aventura aristotélica. Las cosas son, y resulta apremiante ver en qué consiste y en dónde reside aquel ser. Parménides tiempo atrás había dicho: «El ser es y el no ser no es». Mas eso no bastaba y el otro filósofo intentó ir más allá, consiguió su intento y edificó la doctrina de la esencia y la existencia, la completó con la tesis del ser potencial y del ser actual, para coronarla en fin con la enseñanza suma de la ontología: con la de la entelequia o posibilidad de realizarse plenamente el ser. Pero esto va demostrado en Aristóteles por vía racional y no mediante procedimientos experimentales. El fundamento de la visión aristotélica es, pues, la universalidad del ser y su esencia; y el fundamento del proceso cognoscitivo de estas realidades consiste en el discurso racional. De allí que tal doctrina y sus similares reciban el nombre de realismo crítico.
¿Hay conocimiento filosófico de lo singular? Aristóteles no lo ha negado con claridad, mas nos deja entrever su pensamiento al respecto. Por ejemplo: nunca dio a la Historia el sitial filosófico definido que le corresponde, antes bien la pospuso a otras expresiones humanas, como la poesía. Y para hacerlo partió de la siguiente afirmación: el poeta dice las cosas que son o pueden ser, pero las dice de manera universal; mientras el historiador dice solamente lo que ha sido, y de manera singular. Y aun cuando no exprese el maestro eximio, basta no olvidar el afán universalizante de su visión para hallar claramente cómo en su sistema no tuvo cabida precisa la filosofía de lo singular.
Pero a más de la universal, hay otra forma de comportarse la Filosofía con el ente, de modo quizás emotivo y directo, y por un procedimiento más sentido que razonado, forma cuyas fuentes inescrutadas hasta hace poco, cuando no despreciadas, constituyen el venero más fecundo del pensamiento contemporáneo. Tal guisa de acercarnos a los seres es la intuición, procedimiento un tanto pospuesto por los sistematizadores rígidos, grandes y pequeños, traspasados durante muchos siglos, quiéranlo o no, por la aguda mentalidad aristotélica. En efecto, la pertinaz creencia de que no hay filosofía de lo singular, junto con el tradicionalismo y el menor esfuerzo enseñoreados hasta de las tumultuosas aguas del pensamiento, han impedido sacudir el postulado anejo y acometer a las cosas en forma singular, y han obligado a suponer inseguro un proceso de conocimiento deducido de la peculiaridad profunda de cada ser.
El ser tiene universalidad, y en esto Aristóteles no será refutado jamás. Sin embargo guarda sus secretos propios, peculiarísimos, en cuyo regazo crece silenciosamente su calidad de ser distinto de los demás, lo cual nos enseña que tiene particularidad, y en esto la intuición tampoco será refutada nunca. Sobre estas singularidades inmediatamente aprehendidas, las más de las veces sin el menor auxilio del discurso analítico, se da la filosofía de lo singular, tan filosofía como aquélla de lo universal, y con la ventaja de no sentirse adherida al preconcepto ni disminuida por el sistema, filosofía libre, de artistas generalmente y de ensoñadores. Nadie nos ha garantizado la infalibilidad del discurso analítico, máxime cuando vemos ser espectáculo normal y propio del pensamiento, la sucesión de fórmulas y de escuelas. Por tanto, y en la imposibilidad de demostrar la absoluta preeminencia de la filosofía discursiva y universalizante, su hermana inquieta, la intuitiva, merece ocupar sitio distinguido y solicitarnos con igual fuerza, o acaso con mayores tentaciones, pues siempre acuden en pos de ella divertidos duendecillos imposibilitados de trabar amistad con personajes conspicuos.
Sí hay filosofía de lo singular y, más aún, se halla constituida por la intuición. Sí existe, y sus fieles se cuentan sobre todo entre los artistas creadores o re-creadores de las cosas. El conocimiento singular, vehículo directo, camino sin paradas de nuestra alma en pos de la interior intimidad del ser, vale por una filosofía de visiones y, a poco andar, se convierte en la de los realistas visionarios. Y en su favor cuenta con un tesoro imponderable, pues la hallamos íntegramente edificada por vivencias experienciales, o sea, a fuerza de segmentos de vida, de esos retazos de existencia que vamos dejando al paso sobre el mundo objetivo, a trueque de los silencios cuya voz logramos despertar. Cada secreto de las cosas nos cuesta un pedacito de vida.
Mas no todas las vivencias experienciales alcanzan expresión. Inmenso número de ellas, y en incontable número de hombres, no llegan a exteriorizarse. Caen en nuestro abismo interior circuido por lo inefable. Ni el color, ni la imagen, ni la palabra traducen nuestros hallazgos directos en el reino del ser, pues estos dóciles elementos expresivos no nos obedecen con la asiduidad que desearíamos, antes bien se encabritan y, con una negación dolorosa, rompen la continuidad de nuestro sendero hacia las cosas. El circuito de lo inefable no se abre en forma corriente a todos los hombres. Aun cuando haya unos pocos a quienes no asusta jamás la inexpugnable muralla. Éstos son los grandes artistas intuitivos, los ensoñadores auténticos, los realistas del ensueño, especie de filósofos, peculiarísima y venturosa estirpe de mortales, dotada con el poder del verbo inmortal. Para ellos las vivencias experienciales no desembocan en el mar de lo inefable, antes bien su río asciende al infinito de Dios y junto a Él aprende el eco de la palabra creadora.
El cervantismo pertenece a este género de voces. Y así como a Aristóteles se le ha llamado a representar al realismo crítico, me place exhibir el nombre de don Miguel de Cervantes como candidato a personero del realismo intuitivo. Y lo hago por innegables motivos, por hallar en él a uno de los pensadores que más lejos ha ido en el sendero del misterio ontológico singular, por encontrar en el alma cervantina más vida y más cosas vividas que en miles de hombres, por sentir en el tumulto espiritual de este maestro el mismo del universo exterior con el cual se ha consustanciado: realismo intuitivo y vivido. En una palabra, existencial.
En el camino de la contemplación directa del ser, Cervantes vale por un adelantado de primera magnitud, ya en la distancia conseguida, ya en la claridad perfecta con que nos muestra su botín. No solamente se contenta con aproximarse a las cosas, lo cual es mucho. Ahonda su alma en ellas, lo cual es raro. Y llega a unirse con el ser, en una especie de mística excepcional, trance a donde no alcanzan sino los más egregios. La contemplación cervantina de las cosas es una contemplación unitiva.
En esto, sólo los místicos de su estirpe igualan a don Miguel: el realismo de ellos se aquieta en las márgenes infinitas del Ser Inefable, en la unión con Él, realidad eterna e invencible realismo. ¿De dónde, si no, han tomado los iluminados españoles esa fuerza ascensional entre las cosas y los estados de alma, a no ser de aquesta Realidad inmutable que define la esencia absoluta del ente, en dos palabras, sin comentario y sin límite, Yo soy el que Es? Ser el Ser, he allí el punto de partida del universo —conjunto de seres— y del pensamiento —vocación hacia los seres—.
Y cuando el proceso unitivo camina sus caminos empapándose de amor, la claridad conseguida enciende luz inextinguible. La mirada cervantina, suerte de estrella fija sobre las cosas humanas, lo propio que el realismo místico de san Juan de la Cruz o de santa Teresa, oficia con toda pompa el rito entusiasta del amor. Ser y amar, síntesis cabal del conocimiento encaminado naturalmente hacia las cosas. Comprender el ser y amar las cosas, género casi exclusivo de doble re-creación, reservado en el territorio del arte al humano, dolido y sonriente progenitor del Quijote.
La amorosa contemplación intuitiva de Cervantes, por eso, al pretender darnos una novela, acabó ofreciéndonos la historia más real, el hombre más humano, la más entrañable biografía del ensueño realizado. Con lo cual hemos descubierto el problema capital de Cervantes y su genio, como si hubiésemos dado en el recinto donde guarda la fórmula mágica, con cuya virtud creó la biografía real de los personajes irreales.

Creación de tipos y creación de caracteres

El problema nuclear podemos expresarlo del modo siguiente: ¿hasta dónde viven las intuiciones? O mejor: ¿hasta dónde es real la biografía de los personajes irreales? En otros términos, debemos plantearnos la cuestión de los tipos y los caracteres, la transitoriedad o la permanencia de ellos y las ocultas motivaciones determinadas por tales sucesos. Hay ciertas creaciones perdurables, por más alejadas a la vida común que nos parezcan, y en cambio hay otras mucho más cercanas a lo cotidiano, a lo trivial y no obstante se van definitivamente al olvido. Don Quijote, Fausto, la Celestina, he allí tres nombres de personas cuya faz, acaso, nunca veremos en singular junto a nosotros, no las encontraremos en el mundo normal y sin embargo nos complacemos en llamarlas humanas, nos asombramos al ver cómo sus facetas son el reflejo de cada yo, edificamos existencias y guiamos conductas en la enorme fuente de posibilidades y de promesas que manan constantemente.
Otras creaciones, en cambio, más acordes con la dimensión vulgar de la vida, parecen habitar en nuestras moradas, las tenemos junto a nosotros en el sendero, se nos presentan en forma asequible, tanto que, si las miramos de hito en hito, en ellas encontramos el tumulto de nuestros prójimos, de sus costumbres, de sus tendencias y de sus afecciones, y no obstante no las atribuimos nunca igual jerarquía que a las anteriormente nombradas. ¿Cómo explicarnos un absurdo tan grande, cómo descifrar este doble enigma de sentir humanas aquellas realizaciones ausentes de lo cotidiano, y de no sentir humanas aquestas realidades cercanas a la vida corriente y a nuestra común existencia? ¿Cómo calificamos de humanísimo a don Quijote, y al mismo tiempo negamos una migaja de humanidad a ese tropel de figuras y figuraciones que pueblan el teatro, la novela de costumbres, el cuento y más géneros literarios? ¿Cómo, si aquél no mora y éstos sí moran diariamente en nuestros domicilios?
El problema es agudo y no tiene solución precisa si no aceptamos ver dos maneras diferentes de producción artística, creada cada una de ellas por artistas de diferente calidad. En efecto, hay dos modos de realizar la realidad emotiva, y los hemos encontrado ya al paso, mas ahora habremos de enfrentarnos con ellos nuevamente: bien sea preguntándonos acerca de los modos de creación ofrecidos por el realista crítico y analizador, bien sea preguntándonos acerca de los del realista intuitivo. Entonces hallaremos, si miramos fijamente, que el primero nos brinda un tipo, como un regalo hermoso y en cuyo dominio podemos entrar, pues todo está acabado; mientras el segundo nos entrega un carácter problemático, inacabado, y en cuyo dominio todo necesitamos descubrir. En aquél la donación consiste en algo modelado, en una obra acabada con retazos de singularidad, en una figuración definida por obra de aquello de común presentado por los individuos particulares. En cambio, el intuitivo echa al mundo un ser cuya realidad va modelándose por sí misma, hasta alcanzar la más alta singularidad, precisamente a fuerza de esquivar lo tópico y común de la especie o del género. El tipo constituye una definición, un término, por tanto, una imposibilidad de ir más allá. A su vez el carácter significa una modelación sucesiva, un ir siendo sin fin inmediato y un hacerse sin preconceptos.
¿Qué es un tipo? He aquí una interrogación difícil de satisfacer, si primeramente no damos un rodeo. Para saber la consistencia real de un tipo, resulta más aconsejado buscar cómo se forma. La especie, el género, antes que realidades, son conceptos, todo lo realistas que se quiera, pero siempre formados mentalmente. Lo universal vamos configurándolo con el pensamiento capaz de hallarlo en todas las singularidades análogas o semejantes. El tipo, desde cuando no es el yo y ni siquiera el nosotros, sino solamente aquello que el yo y el nosotros poseen en común, consiste en un descubrimiento, en un hallazgo de la mente, después de un largo proceso inductivo el cual, finalmente, desemboca en una deducción. Formulamos lo típico en biología, en lógica, en ontología, y lo formulamos también en arte, aunque esto último nos parezca un tanto oscuro.
Sin embargo, es tan cierto que formulamos lo típico en arte, cuanto nos es imposible negar la existencia de esas creaciones aludidas ya más arriba y cuya denominación es exactamente la de tipos. Y no son otra cosa sino una especial categoría emotiva, en donde la fina observación de los casos singulares termina por alojar un común denominador descubierto de improviso o pesquisado durante largo tiempo. En otras palabras, tipo significa la formulación universal y, en este caso, emotiva además, de un detalle, procedimiento, acción, pasión, sentimiento, costumbre o algo por el estilo.
Para llegar al tipo es necesario caminar inductivamente, desde la externa apariencia de los seres singulares o desde alguna calidad manifiesta de ellos, siguiendo el proceso de conformación orgánica de una interioridad que se crea, tratando en todo caso de obtener o de construir con datos reales un total armónico y completo, capaz de ser expresado en conceptos, o sea, formulable. La interioridad del tipo en lógica y en arte se alcanza en virtud de observación, y le vemos existir desde el momento que refleja o copia un determinado conjunto de seres y se nos presenta como algo creado. Pero fundamentalmente el tipo no crea ni modela, mucho menos posee perspectivas capaces de reflejarse en la conducta o en la vida, y en esto se distingue del carácter, cuya virtualidad y esencia consisten en su potencia a realizarse desde adentro. La obra del realista crítico, por ser de análisis, desmenuza, fracciona, divide, pulveriza y define, es decir pone fin, y su creación, por lo mismo que sigue un camino de interior formamiento, resulta introvertida. En este punto el analista, sin renunciar a su calidad crítica, logra más de un contacto con el creador idealista.
Y ya es hora de preguntarnos: ¿qué es un carácter? El sentido de la palabra lleva honduras y de suyo nos predispone a meditar. Significa la acción de grabar, de marcar con huella imborrable, de imprimir una señal inconfundible. Éticamente el carácter representa el signo exterior o exteriorizado de una rica posibilidad espiritual, y se nos ofrece siempre como la vestidura peculiar de un movimiento interior encaminado con libertad en pos de su total realización. Filosóficamente el carácter se adecúa sólo a la persona, en virtud de ser ella la única potencia autodirigida entre el tumulto de cosas del universo. Si contamos los millones de seres, sólo destacaremos a la persona como dueña de la inmensa capacidad de imprimir carácter a sus exteriorizaciones, a sus modalidades y a sus fines. Esta facultad de obrar por cuenta propia la diferencia y la realiza.
La plena realidad del ser, su paso total de la potencia a la existencia en acto que al tratarse de las cosas no rebasa la ontología, cuando se refiere al hombre sale de estos cauces y se vierte hacia la ética. Por tal profundo motivo, la entelequia humana es ontológica y ética al mismo tiempo, representando un ritmo dual y permanente, durable cuanto se extiende la existencia de cada yo, y capaz de cubrir las zonas del ser y del hacerse, del existir y del edificarse.
Por todo esto el carácter llega a ser singular, y su perfectibilidad consiste en apartarse cada vez más de lo universal. Si el hombre no rebasase el continente de la ontología, si fuese un simple ser concluso, hermético, dado con anterioridad como los demás seres, tendría sólo universalidad, y no pasaría de conceptual como especie inteligible, ni pasaría de individuo como parte de una especie zoológica. Pero con él ocurre algo estupendo, algo casi infinito, y es que el hombre domina al ser y conjuntamente puede realizarse, o sea, llegar a constituirse en persona, o, lo que es lo mismo, en singularidad.
Cuando un artista se siente creador de caracteres —tarea rara y sublime—, perseguirá intuitivamente la difícil realidad singular, y la expresará, así mismo, de manera única. Y para hacerlo habrá de seguir un camino opuesto al del artista analítico. Si éste toma el sendero de las cosas singulares y de ellas espuma lo común, a fin de organizar con esto una universalización conceptual, el intuitivo ha de sumergirse en una singularidad grandiosa, la ha de captar en aquello de diverso y peculiar guardado en su seno y, sobre todo, si es verdadero creador, logrará descubrir la raíz de la milagrosa motilidad en cuya dinamia el ser halla impulso para su autorrealización. Más arriba anotábamos la manera inconclusa de dársenos el carácter y su rechazo a definirse en límites conceptuales. La explicación del caso se halla en que el carácter supone la urgencia de seguir haciéndose, edificándose, no en ideas, sino en actos. Llegados a este punto, podemos oponer dos términos que nos resultan imprescindibles si tratamos de comprender las dos formas de creación emotiva recordadas en estas páginas, términos cuyo sentido expresa en síntesis lo dicho hasta aquí: definición y realización. Definición como fórmula mental. Realización como huella o constante marca de la vida al pasar sobre las cosas.
Pero toda realización humana tiene por su naturaleza la necesidad de darse, de volverse externa u objetiva en cierto modo. El acto, el acto propio, la necesidad de grabar las cosas con el signo espiritual propio, la manera o estilo de cada hombre, los recogemos en lo objetivo, los buscamos en las cosas realizadas, como segmentos de espíritu emigrado al mundo tangible. ¿A quién se le ha ocurrido la idea peregrina de modelar una biografía sólo con las intenciones? La intencionalidad queda sepultada con el cadáver, pues representa un pretérito infructuoso e impotente de sobrevivir a quien dejó de ser. En cambio la realización permanece y de ella nos asimos para salvar a un personaje en el recuerdo. «Por sus frutos los conoceréis», dice el Evangelio, y en esta verdad hallamos al mismo tiempo una sorprendente lección de estética, emanada de la dulzura moral de Jesús. La persona se salva, tanto en el orden histórico, como en el sobrenatural, merced a los actos; es decir por la edificación. Y los grandes edificios biográficos son juntamente grandes caracteres.
La persona no está definida a priori, sino que va definiéndose en el campo de la ética o en el de la estética. Por tanto, si cabe hablar de caracteres definitorios, habremos de poner el verbo en gerundio, para ser fieles a la verdad vital. Y esto mismo les presta permanencia. Basta considerar la sucesión de tipos que, en la torrentera de modas, usos, costumbres, convencionalismos, se nos van de entre las manos y apenas logran persistir unos pocos segundos históricos. En tanto los caracteres van descubriéndosenos. En forma secreta llevan su venero, y por cada vez que a él nos acercamos, nos pagan con una novedad. Descubrimos y redescubrimos a don Quijote, los continentes de su existencia en gerundio no están agotados, ni llevan traza de menguar; contrariamente van dándose, van creciendo, van aflorando, mientras más los perseguimos con la búsqueda, o más los hollamos con el tránsito afectuoso.
La creación de caracteres implica un audaz viaje hacia el corazón de la realidad. No es el mero periplo o viaje de circunnavegación, tampoco el mero éxtasis contemplativo de la persona. Ni una adivinación, ni siquiera un dogmatismo. La creación de caracteres representa un vaticinio y vale por una profecía: en su seno se esconde la posibilidad de los descubrimientos más remotos. La parte de la tarea creativa encomendada a la visión o al ensueño, rezuma por este lugar y expresa el trámite unitivo del visionario con la realidad más íntima.
Y por aquí demora tranquilamente otro secreto. Los grandes intuitivos, en uso de su potencia visual singularísima, antes que tipos saben crear caracteres; antes que definiciones, vidas abiertas a la promesa; antes que meros reflejos de la realidad, luminarias para encender la vida propia y reflejarla sobre la vida de todos los hombres. El gran intuitivo ha caminado muy adentro del Génesis, y en alta mar creativa acaba por entender muy de cerca la divina expresión de la Trinidad: «Hagamos al hombre».

Filosofía de la aventura

Si pasamos revista prolija al lote de criaturas cervantinas —población importantísima y muy extensa del Imperio español— notaremos, con sorpresa, cómo de aquel conjunto de hombres y mujeres de toda clase, condición, jerarquía y calidad, adquirimos un conocimiento excepcional. No confundiremos nunca un personaje con otro, jamás alteraremos la más pequeña relación o la actividad de cada uno, y llevaremos fija en la memoria y para siempre la singularidad ejemplar de estas criaturas, las más de ellas fugaces como un relámpago, pero tan distintas y precisas, que no nos demandan esfuerzo alguno para identificarlas.
¿Acaso Cervantes las describe con prolija precisión? ¿Quizás el artista las pule como esculturas acabadas? ¿No será que nos las entrega en pintura de gran dibujo y colorido? Nada de eso, el tropel de criaturas cervantinas no se sirve de las técnicas descriptivas, escultóricas o pictóricas, las grandes definidoras, las más útiles para marcar contornos y destacar los personajes. Sin embargo, la obra del maestro español vale como el más grande poema narrativo, la catedral gótica más compleja o cargada de efigies y el más tumultuoso fresco de Miguel Ángel. Pues en Cervantes coexisten, sin hacerlo notar, la descripción, la escultura y la pintura, sin que como tales asomen por ningún costado. Lo prodigioso del caso, único en la literatura universal, consiste en que estos miles de creaciones apenas se describen, se esculpen o se pintan.
A Cervantes le bastan dos trazos fuertes, y ya está el personaje. ¿Qué ha ocurrido en el fondo? Pues simplemente al artista no le interesan las exterioridades, para él lo de fuera es adventicio y las apariencias le vienen modeladas desde adentro, sacadas de la profundidad etopéyica, extraídas de la raíz, con el fin de modelar el cuerpo a quien les tocó dar forma. Para Cervantes la corporeidad no representa un valor de segundo orden, por el contrario, la aprecia tanto, que suele labrarla con el método más puro y casi divino: ordena al espíritu convertirse en artífice de los cuerpos. Dos trazos, y está el personaje no definido, sino listo a caminar por propia cuenta, pronto a ir definiéndose por sí solo.
No es casual, ni siquiera subconsciente, el procedimiento creativo usado por este novelista: sus engendros, perfectamente pulcros e inconfundibles, no necesitan minuciosas configuraciones externas para alcanzar a nuestra vista la vida que les es característica. Poco a poco vamos haciéndolos en nosotros mismos; por fugaz que sea su presencia, como la del niño Andrés azotado por el labrador, lentamente nos solicitan y nos ocupan en forma plena, no por el detalle, sino por la sustancia. Repasemos la presentación de cada personaje y veremos que al ofrecernos un nuevo regalo, Cervantes pronuncia dos frases de hondura espiritual, a modo de programa de vida de su engendro, y en ellas nos entrega un ser vivo en cuya entraña va la mejor promesa de seguir viviendo. Entonces resulta obvio que el personaje no necesite ser descrito, esculpido o pintado. En cierto modo Cervantes no es un artista plástico, antes bien domina todos los órdenes de la plástica, graba sobre ella sus caracteres y deja su marca, pero no una marca estática, sino una prodigiosa marca germinal, promisoria del magnífico don milagroso de la vida.
A Cervantes le interesa lo humano sobre todo lo artificioso: las medidas, las convenciones, las fórmulas no son para él. Acaso las proporciones y los equilibrios le desagradan también. La única proporción usada por él es la misma del Génesis: arcilla miserable infundida con alma inmortal. El único equilibrio buscado por él es el de la vida: dolor con alegrías, esperanza con fracasos, ensueño con realidades construidas. En suma: creación de personajes característicos.
Del conjunto de estos seres abiertos al futuro, a la aventura, a lo que vendrá, debemos destacar uno con quien Cervantes procede de diverso modo, quizás en fuerza de la vida del héroe, de su continuidad asombrosamente variable y multiforme. Si a todas sus criaturas el artista las echa a caminar luego de indicarles el sendero, no sucede de igual manera con don Quijote. De entre todos los caracteres del mundo cervantino, éste es el único a quien su progenitor va, diremos así, ayudando a caminar. Y el Caballero insigne por su parte lleva, y esto es primordial, inagotables canteras de paradoja y contradicción, lo cual obliga a Cervantes a seguirle al paso.
Quién no sabe la verdadera historia de don Quijote, hidalgo y pobre, metido a caballero andante, en fuerza de su carácter aventurero. Soñó, ensoñó y se configuró para realizar su ensueño y, en una madrugada, salió de aventuras, como quien dice, se remozó por conseguir un futuro, uno de los más peregrinos e inalcanzables que haya previsto el anhelo humano. Conquistar el mundo, pase. Dominarlo, pase también. Pero reconstruir un arma anticuada y con ella pretender el imperio del amor, la justicia y la bienandanza, he allí un programa por el cual las gentes de corazón menudo, o sea, la humanidad casi íntegra, habrían de llamar loco al hidalgo convertido en caballero. Todos se espantan del propósito, y el mismo Cervantes, cuyo corazón vivió abroquelado contra el escándalo, no teme expresar su miedo al ver loco a don Quijote, dolido de la más extraña invención en que diera loco alguno de la tierra. Y por eso se abstiene, como biógrafo, de añadir comentario alguno a la primera salida por los campos de Montiel, y deja al héroe decir su proclama: «Quién duda sino que en los venideros tiempos...».Don Quijote confía en estos venideros tiempos con firmeza; Cervantes, más humano, acaso confía en ellos solamente con dolor.
Y sale el peregrino en pos de la aventura, no por medro particular, mas por gloria personal y en servicio de una república menesterosa de su amor. Perseguir monstruos, liberar cautivos, amparar doncellas, imponer la justicia: quiere decir algo menos que crear el mundo, y algo así como redimir la especie humana. Dicha locura estupenda, locura la más ancha de todas las obras de epopeya, va a ser realizada con la ineficiente máquina de las aventuras, por medio de las cosas que vendrán en un futuro incierto, pero siempre cruel. Las máquinas de la epopeya convencional son, al fin, juguetes de un poeta más o menos feliz. Pero la aventura quijotesca supera los instrumentos suplicatorios, las fantasías más duras, desde el momento en el cual el héroe dona al triunfo de su causa el tesoro más íntimo del ensueño: la fe en la humanidad, el amor a la justicia, la idea pura perseguida con el último latido, el amor a la dama, la paz, la hacienda y los libros, esos libros de caballerías, venero de la locura y de la idea redentora.
Pero entendámonos sobre esto de las aventuras. Las historias, las fábulas y aun las novelas triviales andan repletas de la palabra aventura. Han tomado el noble término para prostituirlo, echándole por el fango del ridículo, de la codicia o de lo inverosímil. Un conquistador de oficio, un descubridor de profesión, un cochino perseguidor de riquezas, ostentan el título de aventureros, sin escrúpulo alguno. Quienes se lo dan, cometen un delito; aun cuando quienes lo reciben están, en veces, inocentes de la culpa. En efecto, lo imprevisto o lo truculento, por sí mismos, jamás constituyen aventura, mucho menos el alarde de acometimiento o la jactancia de las proezas llevadas a término. Cuanto solemos denominar vulgarmente aventura, acaece o puede no acaecer, pero delata siempre ineficiencia y superficialidad. De tal género de sucesos el hombre no saca provecho personal —provecho en sentido ético—, con ellos no modifica su existencia, ni cumple o realiza un destino. Muchas veces encuentra la positiva satisfacción de las codicias materiales. Pero en el juego anda muy lejos de descubrir su carácter, y más lejos aún de marcar con el sello de la singularidad las cosas sucedidas.
Para que encontremos aventura en el sentido respetable de esta palabra llena de jugo existencial, primero habremos de buscar el ensueño querido o la idea perseguida, luego la circunstancia externa, futura, casi siempre dolorosa, circunstancia prevista o no, pero aceptada anteriormente con la firmeza del ánimo y recibida como semilla en la existencia. La aventura, el encuentro con el futuro, la búsqueda consciente de algo en donde manifestar la persona, o el glorioso sufrimiento de algo en cuya virtud se modela esa misma singularidad personal, he allí el sentido auténtico de esta palabra fulgurante, cuya voz ha deslumbrado a los ojos débiles y ha deprimido a los corazones tibios. La pura ficción o la simple codicia no soportan una prueba tan cruel y se retiran con vergüenza.
¿Puede el ánimo ruin, el ánimo de la generalidad humana, aceptar anticipadamente la circunstancia adventicia, incierta por lo menos, o por lo menos torturante, con el propósito determinado de manifestar la hombredad? Cuando Alonso Quijano de hidalgo se hizo don y se alzó a caballero, en el fondo de su ensueño maduro aceptaba ya un programa de realizaciones fulminantes. Se manifestó como quien era, un gran carácter, una capacidad de edificarse a toda costa, excepción hecha de su honra, una capacidad de ejecutar un programa, de volverlo realidad y de realizarse él conjuntamente como un personaje pleno. Mientras escogitaba nombres bellos y altisonantes para sí mismo, para el jamelgo y, sobre todo, para la dama, en sus adentros desataba un mar de propósitos y amarraba su existencia al esquife del dolor más grande, del dolor optimista de no saber cómo será la aflicción futura y necesaria para el rendimiento de la conducta entregada a la idea, al supremo valor querido con toda la sangre.
Fundamentalmente es así el carácter de don Quijote. Pero Cervantes además no vacila en ir contándonos cómo acaecen los frutos de esa ilusión, sin agostar la idea amada, pero herida de continuo por la creciente malevolencia de los hombres. Don Quijote se convierte en aventurero, lo sabemos, pero eso no es todo. Bajo la endeblez de sus recursos materiales, cada día debe serlo de manera diversa, plegando su alma bondadosa sobre los peñascos, adaptándose a las áridas monstruosidades de la incomprensión, buscando caminos en el alma de las gentes reacias a su mensaje de amor. De allí la necesidad de seguir el itinerario del carácter aventurero de don Quijote. Cervantes lo halla en veces manso, en veces colérico; en ocasiones terco, en ocasiones expansivo; en algunas horas supremo y en ciertas otras vulgar; cuerdo con la común cordura de ser semejante a sus prójimos, y loco con la intención de llevar a todos a mejor existencia.
Hay días en los cuales el biógrafo estupendo saluda a don Quijote como podría haberlo hecho al sol. Pero hay otros en los que parece esquivarle, como se huye del rayo o de la tormenta. En ocasiones la vena aurífera del impulso quijotesco sufre un hundimiento y va al subterráneo de la vida, acaso a robustecerse y, en consecuencia, calla hacia afuera. En otras, brota como una torrencial cascada de ideas y de piedras preciosas, en forma tan desconcertante, que sus más cercanos no aciertan a decir qué clase de hombre sea el caballero.
Desigual, contradictorio, paradójico, pero sesuda y valientemente determinado a la aventura. Lo único cierto de don Quijote, lo visto por Cervantes y por el más modesto lector del libro ejemplar, consiste en esto: don Quijote siente vocación por la aventura. ¿Y el resto? El resto, que es la parte infinitamente mayor, se viene dado por la vida, representa la cuota de sangre y de dolor, la obligatoria suma espiritual que el Manchego se obligó a satisfacer al futuro, en el día de sus nupcias con la idea perseguida.
¿Idealismo? Acaso alguien crea en la necesidad de llamar así a la entrega de la vida en aras de una idea querida. Sin embargo, veamos con detención: amar una idea y echarla a configurarse entre las cosas del mundo no es lo mismo que explicar el mundo por la idea. Construir, edificar el ideal, es realismo; y cuando lo hacemos con nuestra vida es realismo existencial, género peculiar y corriente filosófica en cuyas aguas van juntas las cosas externas, las posibilidades éticas, los ensueños más altos y las emociones. Realismo existencial equivale a edificación de la vida con auxilio de la ontología, la ética, la estética y, en más de lo que suponemos, la teología.
Para la ética, la aventura significa lo mismo que la Gracia para la teología: ésta santifica, mientras aquélla edifica. Y podemos definirla como la angustia por la idea perseguida, como la lenta configuración de la vida por un gran carácter. En este sentido, la obra de Cervantes representa la creación más original, el engendro de un hombre-actividad, uno de los más estupendos brotes humanos, cuyo sino, antes que en una historia cierta, consiste en una biografía permanente. Todavía no se acaba de escribir el libro de Cervantes.

¿Y el amor de don Quijote?

Realismo en la acción, sea. Pero ¿dónde ubicaremos a Dulcinea? Porque, se dirá, no vamos a pretender que hasta el eros cervantino consista en alguna originalidad. Hemos de creer que siquiera en esto anduvo por los mismos senderos de otros artistas idealizadores. Y si en amor no se idealiza, ¿entonces, en dónde?
Sobre este tema se ha hablado tanto, se ha discutido tanto y queda, todavía, la vida entera por hablar. Menéndez Pelayo ha seguido claramente las huellas platónicas del amor cervantino, levantando una carta precisa de la corriente subterránea, y es, en esta materia, una autoridad inapelable. Entonces, acojámonos a él para ver si comprendemos el género de amor del Manchego.
De tres maneras se ama, conforme nos da a entender la generalidad de las expresiones correspondientes: hay el amor sensual, el romántico y el platónico. El primero intrascendente y material, el segundo, suerte de ansiedad donde se consume la vida, y el tercero, el más alto, multiforme y casi imposible de definir.
En el eros platónico espiguemos dos sentidos, uno el más corriente y casi vulgar, otro el menos visto y acaso el más hondo y adecuado al pensamiento del maestro griego. Se trata de ese amor contemplativo, sin éxtasis quemante y transformante, estático por lo mismo y, en consecuencia, inerte. Y se trata de aquel otro extático, sí, pero ante todo transfigurante, del amor que realiza y opera en el amante y en el amado.
Suélese decir amor platónico, sobre todo por parte del vulgo, a cierta actitud si bien no trivial, mezquina en gran dosis, actitud tímida ante todo y en la cual el amante no pasa de la visión del ser amado. No hay en él una palabra conformadora ni un acto de acercamiento. Género de amor hierático, rígido e ineficaz, de él nada ha sacado el arte ni la biografía. Más común de lo que vulgarmente suponemos, arde por dentro sin conseguir jamás el incendio. En veces levanta al espíritu de quien lo adolece, pero nunca llega a ser una gran pasión. Por muchas razones el amor romántico y el simple amor sensual le superan infinitamente.
¿Es éste el amor de don Quijote? ¿Es éste el amor predicado en el Banquetey enseñado a Sócrates por la extranjera de Mantinea? Qué lejos andamos de aqueste eros. El Caballero supo de Dulcinea sólo por referencias, alguna vez la vio acaso, nunca la habló y menos intentó acercársele. Si el amor de don Quijote se reduce a esto, ¿habría algo más ineficaz en la enseñanza de Cervantes?
Pero el Manchego no practicó tal género de amor. Cervantes, lo mismo que Dante, transforman al sujeto amado y juntamente cambian ellos gracias a la hoguera. A este alto tipo de platonismo llamaríamosle amor edificante, o para aludir más claro a nuestro tema, amor que realiza. Sublimar se ha dicho, para llamar con algún nombre al proceso quemante y renovador. Procedimiento de sublimación es el sufrido por Dante en su amor hacia Beatriz, y análogo es el de Cervantes o el de don Quijote con Dulcinea.
El poeta florentino transforma con el sol de su mirada: recordemos únicamente el caso de la mujer balbuciente del Purgatorio. El maestro español deja caer sobre la locura de su héroe, o mejor recoge de ella, unas gotas de cierto elixir de insospechado poderío: gracias a este licor, Dulcinea se transforma en la Dama augusta; la contemplación, o si queremos el éxtasis dinámico del caballero, la convierte en el modelo más alto, no sólo de los sueños de un hombre, sino de toda la estirpe, de toda la raza, del género humano, en una palabra. A su vez, la transubstanciada doncella paga con opulencia al cuasi senecto hidalgo, y de sus amores otoñales, de esa reverdescencia póstuma del corazón, de aquel último tumulto de la sangre, tibia ya en un hombre maduro, arranca una primavera deslumbrante y la echa a rodar por el mundo como lección de amor joven y perfecto.
El supremo eros platónico obra en doble sentido: modela por dos flancos y representa una batalla constructiva cuyo tropel edifica al amador y al sujeto amado. Expresa, pues, el máximo realismo de la filosofía de Platón. ¿Máximo realismo? Sí. Basta abrir los ojos y releer el Simposio, basta recordar la enseñanza de Diotima de Mantinea y la repetición que Sócrates hace de dicha doctrina en casa de Agatón. El verbo supremo del poeta filósofo confluye al océano del Amor: amar es un sentirse en busca de la plenitud de ser. En otros términos: un algo o un alguien en tránsito de realizarse. Si este alguien pretendiera idealizarse, el amor quedaría en sí mismo y culminaría, cuando más, en el ahogo. Pero Sócrates recogió de labios de Diotima verdades edificantes: ella le dijo que el amor tiene etapas, pasos, búsquedas, hasta llegar a la realización plena y perfecta. Desde luego la extranjera, al dar su lección al filósofo griego, llamaba al mismo tiempo a los hombres hacia el mayor esfuerzo: a su fiel oyente recomendaba sucesivamente acrecentar la energía o poner más atención cada vez que pasaba de una etapa a otra, hasta cuando llegó al punto donde le exigiera el ánimo totalmente arrobado, para concederle entrada en los más recónditos misterios del modelamiento. Platón nos da a entender que es casi imposible amar de tal manera, si Sócrates, su maestro y modelo, a cada paso requería ser sacudido por la voz sagrada de Diotima.
Amor de edificación, de realización, tal es el de don Quijote, un género de eros nada trivial, ausente de esos mundos sentimentales, como un don reservado a muy pocos. Los amadores excelsos quedan, por eso, para enseñanza de los hombres.
En España los grandes amantes los encontramos, además, entre los místicos. También ellos realizan o ven realizarse la doble conformación amorosa, sienten desdoblarse su estado afectivo en un tránsito hacia el Ser amado y en un lento dibujarse de Él en el alma humana. Pues la mística española, más claramente que cualquier otra del mundo, deja a luz las dos sendas: el camino del alma hacia Dios, aspecto humano, realización de quien ama; y el camino de Dios en el alma del místico, aspecto divino, lenta configuración del Amado en el alma traspasada de amor.
Lo mimo da hablar del misticismo de don Quijote o del quijotismo de santa Teresa.

Equilibrio existencial

En suma, ¿qué representa la enciclopedia cervantina? Si pudiéramos hablar de una filosofía del ser a partir de la edificación, acaso tendríamos a Cervantes como definidor de una gran escuela no delimitada todavía, pero viva y actuante. Mas preferimos darle el nombre de realista existencial, sobre todo en estos días cuando tanto se habla de existencialismo y cuando tanto empeño se muestra por desfigurarlo.
Existencialismo pleno —y no puede ser sino pleno, pues se refiere a la vida del ser humano y ésta es la más llena realidad—, vida total que se hace por cuenta propia, vida que vive su programa y se realiza con las cosas: tal es cada criatura de Cervantes. Por lo mismo, la filosofía del español se orienta o halla el equilibrio interno, la armonía, la proporción o la medida, sin caer en el dimensionalismo cursi de los preceptos, en la mezquindad de dar vida y acción por peso y medida a sus héroes, en la tacañería de mermar la paradoja o de configurar de antemano la actuación de sus personajes.
Filosofar, encontrarse en el universo, perseguir la armonía, en cierto modo, son sinónimos; pero deben serlo siempre para un realista existencial. Es muy fácil demostrarlo en Cervantes, y resultaría redundante aducir más de uno o dos ejemplos. El primero: la forma natural como locura y cordura aparecen hermanadas, sin causar trastorno en la obra artística, sin forzar el asunto o, mejor, sin atentar contra la vida. El segundo: el modo de incidir la risa y las lágrimas sobre la vida, sin perturbarse nunca, sin atacar la raíz emotiva, en una palabra, enseñándonos a vivir.
Cervantes comprendió, antes que nadie, cómo la lógica de la actividad humana suele presentar diversas rutas, opuestas, inesperadas e insospechadas. Esta lógica es totalmente distinta de la otra, de la del pensamiento, cuya condición es ser lineal, rígida y, ojalá, impecable. Cuando se trata de imponer ésta a la existencia, o por lo menos cuando se trata de destacar la diferencia entre cuerdos y locos, entre hombres de una sola lógica, sea cual fuere, el artista sufre y la obra se resiente de tal sufrimiento. Cervantes halló que los hombres, por lo general, son dueños de dos lógicas y, por eso, jamás se extrañó de comprender cordura y locura en una armoniosa síntesis existencial. Quizás la dialéctica cervantina no haga otra cosa sino descubrir esa dosis de anormalidad que llevan oculta los hombres más cuerdos. Pero muchísimos otros han realizado la misma exploración, esto es incuestionable. Cervantes no es original ni único en tal proceso. Mas su método de tratar la vida sin ofenderla, traspasándola como la luz al cristal, queda sin segundo. Hasta hoy no ha habido quien lleve un sabor de amargo escepticismo luego de hablar con don Quijote. Quizás se ame la vida en mayor grado después de encontrar a este loco tan humano y universal.
Pero la cabal armonía del hombre cervantino aparece más clara en su manera de comprender las cosas o de sentirlas. Todos nosotros podemos hallar la proporción de ellas, fuera, objetivamente; o descubrirla en el fondo de la existencia, extrañamente a las cosas, viviéndola. Nada hay de raro en la armonía o proporción así sobrellevada por estos dos métodos, nada habría, si es que no fuese frangible. La armonía no es. La buscamos. Muchas veces fracasan las pesquisas y, entonces, si la vemos rota afuera, reímos; y si la sentimos quebrantada dentro de nosotros, lloramos.
Sólo el sentido de equilibrio profundo de que era dueño dio a Cervantes aquella maestría inalcanzable para unir fundamentalmente la risa y las lágrimas, sin estropearlas ni ridiculizarlas. Estos dos ingredientes hacen la vida, la matizan y la vuelven —perdónese la palabra— interesante. ¿Por que? Pues la configuran lentamente: sin el dolor el hombre no tendría el límite entre él y las cosas; sin la alegría, el límite de las cosas entre sí se atenuaría y hasta llegaría a borrarse. Con nuestras lágrimas tocamos el lindero del yo finito, y con nuestra risa descubrimos la exacta medida de las cosas. El pensamiento, frágil de suyo, no acierta claramente a establecer las raíces de estos dos estados de alma. No razonamos para llorar, ni analizarnos para reír. Simplemente sentimos la proporción dentro del espíritu o la vemos quebrantada fuera, en las cosas.
La alta vida es una mezcla armoniosa de estas dos desarmonías, y a fuerza de ellas vamos descubriendo nuestra efigie y dándola medida. Un gran carácter —cualquiera de los personajes cervantinos, por ejemplo— cuenta con ambas y recoge en sus vertientes más de una potencia edificante. Si sólo riésemos, nos olvidaríamos de nosotros, y es cierto que el animal feliz carece de hondura. Si sólo llorásemos, olvidaríamos las cosas, y es cierto que el pesimista carece de visión hacia el mundo. Para ver bien, adentro en el alma y afuera sobre el universo, combinamos estos dos estados, alegría y dolor, hacemos con ellos nuestro lugar de retiro o de paseo, salimos o entramos, es decir, practicamos en forma íntima y perfecta la filosofía realista.
He aquí la razón profunda por la cual, decía al comenzar estas páginas, es Cervantes una inmensa montaña de sonrisas y de lágrimas. En su vértice concurren las dos corrientes definidoras de la vida; y el dogma existencial encuentra en tal concilio una suprema verdad, una enseñanza que al cabo de cuatro siglos deletreamos todavía. El maestro de la sonrisa confabula las lágrimas al mismo tiempo, acude a los dos extremos y engendra a don Quijote.
Sin embargo Cervantes no es pesimista, como tampoco humorista. Solemos regalar epítetos sin detenernos en la sustancia. El equilibrio aludido más arriba consiste precisamente en que el maestro español no se desborda por ningún extremo. Su literatura, mejor, su filosofía, no hace llorar, como no hace reír. Mucho menos pensaremos que en la mente de él anduvo este designio. Una cosa es hacer llorar o hacer reír, y otra muy distinta es llorar o reír. En esto hemos de encontrar diversos géneros, antes de acogernos al epíteto corriente o prefijado. Reírse de un prójimo, hacer reír al prójimo y reír juntamente con todos los prójimos son tres géneros de risa, que van desde la angosta y maligna postura de la sátira y, pasando por el humorismo vulgar, dan en esa ancha y oceánica actitud del hombre sano, fuerte y maravillosamente superior, como es Cervantes. La risa de él no hace daño, precisamente por su poder casi infinito de contagiar al género humano, por su poder constructivo, sanitario y sin ofensas. Y lo dicho de la risa, apliquemos a las lágrimas, con lo cual hallaremos otro motivo de eternidad en las criaturas cervantinas. Aun cuando las lágrimas son algo más profundo, no por eso dejan de ir a igual grandeza las sonrisas. En la vida plena ocupan sitio constructivo, tanto unas como otras nos llevan o nos traen a la realidad. A pesar de todo, las lágrimas van mar adentro de la vida, pues a la vida que se siente llamamos drama, y al drama sentido hasta las lágrimas o la sangre denominamos tragedia. A su vez desígnase con el nombre de comedia a la circunstancia externa que, en mayor número de veces, nos mueve a risa. Y un tanto a la ligera se ha dado en calificar a la vida de tragicómica, aludiendo a la incidencia de dolor y alegría que la llenan. Por tales razones las lágrimas echan sondaje más hondo en la existencia y su nobleza resulta más edificante, si se quiere. Por la senda del dolor han ido los mártires, los héroes y los santos, lo cual no niega que con la alegría hayan construido mil universos de santidad y belleza san Francisco y otras almas como la suya. Pero concedamos al dolor su sitio y a las lágrimas su sortilegio, meditemos en cuánto nos elevan y nos limpian, amémoslas por fecundas y, cuando podamos, enviemos un acto de gratitud a Cervantes, dolido y macerado personaje cuyas lágrimas, bordeadas de sonrisas, jamás precipitaron el espíritu en la amargura.
Meditemos en la existencia cabal y hagamos también un acto de reconocimiento. Una lección de cuatrocientos años vale la pena de ser recibida en medio del alma; y si la sembramos, sus raíces grandes nos poblarán hasta engendrar una selva. Sus troncos robustos de vida los palparemos entonces anillados por mil trepadoras llenas de púas y juntamente de flores. Cuando sintamos la vida, volvamos la sonrisa o las lágrimas a Cervantes, señor de la existencia opulenta, seguros de encontrar en él la solución precisa o la esperanza infalible.
·         (*) Caminos de España. El realismo en el Siglo de Oro, Editorial Austral, Cuenca (Ecuador), 1947, págs. 257- 370.


No hay comentarios:

Publicar un comentario