Cervantes y el ser en sí
Por
Gabriel Cevallos García*
Si a
nosotros se nos endilgara la pregunta que don Quijote dirigió a quemarropa al
bachiller Sansón Carrasco, acerca de cuál de las hazañas debiéramos ponderarla
con más ahínco, seguramente nos veríamos en angustia, pues al momento se
insinuara la duda entre la de los molinos de viento, la de los ejércitos de
carneros, la del valeroso vizcaíno u otra por el estilo. Mas si nos dan reposo
y lento rumiar antes de la respuesta, de seguro confesaríamos ser la peripecia
del encierro en la carreta de bueyes, la que lleva al Caballero a la cumbre de
las aventuras, al par de sus desventuras.
La
razón de esta preferencia no anda clara, de improviso, sin antes imponérsenos
un rodeo que nos permita exponerla con visos de satisfactoria. ¿Cómo decir
mejor la aventura donde don Quijote es reducido a la condición de fiera, ya
mismo de cosa inerte, situación risible si no fuese por la pena que inspira el
Hidalgo generoso? Rebajado de su altura por un encantamiento soez, piensa
todavía en conquistar un reino y echarlo a las plantas de una dama, con lo cual
la desproporción se agrava y deja al descubierto la miseria de un asunto
inverosímil en arte y absurdo en la vida real.
No
cabe desproporción más enorme, y sin embargo nada hay en Cervantes que con más
elegancia y facilidad se redima del absurdo o de la inverosimilitud. Aquí
ocurre exactamente como en la isla del Gallo, en donde los doce capitaneados
por Pizarro, desnudos, sin armas, abandonados en el Océano, dieron comienzo a
la verdadera conquista del Imperio Dorado, tan fabuloso como el reino
Micomicón. Las situaciones del Conquistador y del Andante son análogas, aunque
éste llevase la ventaja de soñar más limpio, pues en sus planes jamás entró
hacer suyo el botín entrevisto desde el fondo de la jaula.
Pizarro
y don Quijote se redimieron del absurdo, y no es lícito alegar su
convalescencia merced a circunstancias favorables, luego sobrevenidas a uno y a
otro, pues adventicias como son en nada acrecientan o en nada restan méritos al
primer impulso. El heroísmo estuvo antes, y eso basta: en sus aguas se redimió
la fábula del Dorado y la del reino Micomicón.
Pero
dejemos a un lado al conquistador del Perú y detengámonos a considerar la
peripecia cervantina. Como Sancho Panza, al darse traza de encantar a Dulcinea,
sentémonos bajo un árbol y echemos cálculos a ver si el andante cae en nuestras
redes.
Conque
¿reino tenemos y las manos van atadas? ¿Caballeros somos y nos arrastran
bueyes? ¿Auguramos victorias y dos pueblerinos se llevan el triunfo? ¿Pensamos
en el Olimpo y un cura y un barbero nos conducen como despojo a la aldea? ¡Qué
miseria y qué grandeza!
Quienquiera dirá que la miseria asoma por todas partes, pero la
grandeza... ni en átomos. ¿Por dónde camina esta aludida? Por dos senderos: en
el intento de conquistar el reino y, sobre todo, en el buen sentido del
escudero, quien se resiste a doblegar su fe al encantamiento. Cómo va a estar
encantado su amo si él, Sancho, huele el olor de aquellos demonios, que no es
de azufre sino de ámbar. Cómo, si los fantasmas tienen cuerpo y él los palpa al
descuido. Cómo, y esto es lo importante, si don
Quijote confiesa su hambre, su sed y sus miserables urgencias biológicas. No,
no hay encantamiento posible, y aunque el amo persista en haber cambiado de
conciencia, el mozo persiste en no haber cambiado dc sentidos.
Con
esto hemos tocado en el corazón de la peripecia. Hasta entonces don Quijote,
salvo la ocasión de su primer fracaso cuando se creyó ser el Marqués de Mantua,
había guardado firme conciencia de sí mismo: vio gigantes en los molinos, vio
también ejércitos en los rebaños, tomó por castillos las ventas, tomó por
púdicas princesas a ciertas doncellas presuntas. Y, de repente, a partir de
esta desventura, comienza a sentir, a sentirse otro distinto: alojado en el
fondo de la carreta de bueyes cambia la conciencia y se la remuda con agilidad
pasmosa, como nadie lo hiciera antes de él.
Y allí
le tenemos, víctima resignada de un encantamiento sin precedentes, no llevado
en el fondo de alguna nube parda o sobre el lomo de un hipogrifo raudo, sino
arrastrado pesadamente por una vulgar pareja de bueyes. Allí le tenemos sin que
de sus labios se descuelgue una protesta, sin que exteriorice un solo acto de
rechazo a una suerte extraña en todo a los usos caballerescos. Ciertos
fantasmas semejantes a los hombres pronunciaron una sentencia mientras le
ataban y le enjaulaban y él, antes caballero sin obediencias al temor, sumiso
ahora más que un niño, da en la flaqueza de sentirse otro hombre, abdica de su
poderoso albedrío y muestra el cuello a una burla infame.
Indudablemente
se ha licuado el personaje, se ha derretido en las manos del propio creador. En
otros casos de caballerías no hay cambio de conciencia, los encantamientos
ennoblecen o por lo menos no infaman al héroe, y sus creadores no sienten
deshacerse los personajes entre las manos. Pero en este caso don Quijote parece
acabársenos, y Cervantes por tanto.
Otro habría naufragado, mas no Cervantes. Cuando nadie se
levanta a socorrerle, he aquí que Sancho el misericordioso acude con un lote de
buen sentido, argumenta en favor de las cosas y con este aporte de realidad
salva la vida y la deja otra vez sonriente. Una boya, un remolque de seres
existentes, un punto de apoyo material, de nuevo el pie al estribo y la conciencia adelante.
La peripecia de la jaula es la cumbre de la desventura y de la
aventura quijotescas. La desventura que no significa sino la negación del
futuro, el momento menos pensado se esfuma en sus propias tinieblas, se
rompe en uno de sus costados y por un boquete bastante ancho entran mares de
claridad. En consecuencia vuelve la aventura a ponerse en pie, la aventura que
no significa sino la afirmación del futuro se hace ala y don Quijote con
cuerdas y barrotes, y a pesar de todo aquello, vuela al reino Micomicón.
Qué realismo tan pertinaz el de Cervantes. Con este hombre se
llega a palpar la fábula, como Sancho palpaba a los demonios olientes a ámbar.
La historia del Caballero se redime del absurdo y de la inverosimilitud,
readquiere carta de naturaleza humana y sigue caminando, regocijada o
taciturna, pero andante sobre las cosas e iluminada con poderosa lumbre
interior. El aventurero atado en la jaula, a pesar de sus fantasías, encuentra
el poderoso sentido de la realidad, porque ha visto las cosas que los otros no
vieron por hallarse en el trajín de engañarle, ha tenido una doble visión,visión neta y
afirmativa de muchas verdades que los débiles y los apresurados no alcanzan a
encontrar.
¿Qué
clase de mirada tenía la pupila quijotesca de Cervantes? Seguramente una mirada
capaz de hallar la aventura en el corazón de la desventura más siniestra. Aun
cuando con esto no hayamos dado fin a la pregunta. Debemos agregar que
Cervantes poseía en sus ojos una implacable luz de realidad y una luz
inextinguible de ensueño. Pero firmemente deberíamos quedarnos en una sola
respuesta donde se compendien ambas en una verdad permanente: la mirada de esa
pupila fue de tal naturaleza que aun sobrepasa el realismo de las montañas más
altas y llena el firmamento del ensueño.
La mirada cervantina
Por donde quiera que echemos a andar en el inmenso campo
literario de Cervantes, descubriremos el mismo tratamiento a las cosas: amor a
ellas, ferviente contagio con la esencia de los seres, una especie de corriente
alterna entre el alma del poeta y el secreto que guarda en su seno cada ser. El ente, el ontos de la Filosofía no es tan inerte como
solemos suponer cuando nuestros pasos tocan el guijarro o estropean la
hierbecilla. El apresuramiento de nuestro trato con ellos nos hace caer en el
lugar común de llamar inertes a los seres cuya voz no nos grita o cuya esencia
no profiere voces análogas a las humanas. Engreídos con la superioridad
idealista de la cual nos sentimos dueños, vemos en planos muy bajos a las cosas
sencillas y despreciamos el efluvio propio de su naturaleza, olvidando que tal
efluvio les sirve como vehículo de comunión universal.
El poeta, el creador verdaderamente tal, descifra el alfabeto de
las cosas, las comprende en su esencia íntima sin auxilio de discursos frágiles
y penosos,sin el trabajo lento del naturalista u otro científico de este jaez.
Camina desde su amor hasta la esencia de las cosas, va y viene en una alteridad
fácil y elegante, acaso sin dejar huella de este tránsito que apenas es un
diálogo dicho en forma de soliloquio. El diálogo entre semejantes plantea
problemas enteramente serios; esto saben quienes llevan en su alma muchas
almas, por sentir de cerca el tumulto de los seres semejantes; esto comprenden
de modo especial los novelistas. Mas el diálogo silencioso del poeta con las cosas cuya
voz habla sin palabras, acarrea un cúmulo de enigmas tales, que la infinita
mayoría de los hombres siempre hemos de contentarnos con cuanto secreto nos
descifran los creadores de belleza. Muchas veces el mismo poeta es quien ignora
la profunda duración de sus miradas, y generaciones de espíritus inflamados por
el misterio no acaban de descifrar el soliloquio del gran intuitivo con las
cosas. Si esto no fuera así ¿tendría algún sentido el empeño humano de beber
esos manuales perennes de vida que llamamos La Ilíada, Fausto, Don Quijote?
En el
final de este último encontramos una conversación de Cervantes con su péñola,
en la cual ésta le dice: «Para mí sola nació don Quijote y yo para él...».
Líbreme Dios del atrevimiento de usar en mi provecho tales palabras, con el mal
encubierto propósito de deformarlas adecuándolas a mi tesis. Pero indudablemente
en el fondo de ellas deberíamos encontrar mucho de lo que Cervantes por
modestia no dijo. El alma de él, y por consiguiente su mirada, solían adecuarse
a las cosas, a todas, grandes o pequeñas, parleras o calladas, no solamente a
don Quijote y a su universo, solían adecuarse y de tal guisa al mundo externo,
que éste parecía creado para la mirada cervantina.
No
incurro en hipérbole. Acaso no haya en la historia de las letras una mirada
capaz de identificarse de tal manera con la realidad como la mirada cervantina.
Algunos notaron que Cervantes no describía, y no faltaron quienes achacasen
esto en mengua del creador. Pero Ortega y Gasset supo interpretar la maravilla
guardada en el fondo de aquello: Cervantes no necesitaba describir para lo más
de describir. Y es por cuanto las cosas están en la mirada de él como la luz
anida en las estrellas.
Tomemos una cualquiera de las situaciones cervantinas, la que
más fantástica nos parezca, y examinémosla con toda lentitud, desmontémosla
pieza por pieza, hagamos lo que el naturalista con el insecto, y veamos qué
ocurre. De modo seguro, a pretexto de estudiar la vida, el naturalista habrá
dado muerte al insecto. Pero Cervantes, a pretexto de hacer una creación
fantástica, siempre acaba dando vida a la
realidad, realizándola de
nuevo, en el instante en el cual parecía evaporarse. En la aventura de los
molinos de viento, en la del desencantamiento de Dulcinea, en la de los cueros
de vino tinto, en donde quiera, la realidad se afirma a pesar de un sinnúmero
de negaciones. Parece que Cervantes quisiera acumular sobre sí montañas de
fantasía, para demostrar su agilidad de buen soldado, echando por tierra de un
solo golpe el edificio imaginario que él mismo ha levantado. Al cabo, al cabo
la realidad asoma, el creador muestra la máquina de sus prestidigitaciones y
sonríe Cervantes dejándonos aniquilados por la fuerza de su realismo
extraordinario.
¿Qué
ha pasado? Lo de siempre: el conocedor del secreto puede desorientar,
descorazonar, acabar de fatiga a los concurrentes que no saben ver o no poseen
la fuerza de penetración suficiente para entender las cosas por dentro. El
mago, el prestidigitador, el ilusionista hacen lo mismo, plantean la solución
de cuanto ellos han resuelto anteriormente y en veces han acrecentado la complejidad.
Los espectadores somos crédulos, caemos en la trampa, reímos de nuestra
impericia y nos desilusionamos para siempre. Otra vez no será el engaño.
Con Cervantes sucede de igual y de distinto modo. Hace lo del
prestidigitador, pero nosotros no nos desencantamos. Cada vez que leemosDon Quijote nos ilusionamos, sonreímos luego con
la desilusión, lloramos con la desventura, y seguimos en busca de nuevas
ilusiones, de fantasías que luego veremos rodar a los pies de la realidad más
pura. Lo diverso de Cervantes y lo propio exclusivo de él finca en sólo esto:
jamás maltrata la realidad, siempre nos la ofrece en sus frescas apariencias y
en su existencia auténtica, aun cuando previamente nos haya obligado a un rodeo
espectacular y negativo, acaso para hacernos sentir más hondamente su amor por
la realidad. Y claro está, sentimos por contagio su amor de alto quilataje,
hasta el punto de descubrir cómo la mirada de Cervantes y la realidad se
identifican.
Esa
mirada intuitiva consiste en ver la realidad de modo que las cosas vayan
definidas para siempre, y en crear cánones visuales y cognoscitivos en donde
aprendemos más de una manera de orientarnos en el mundo que nos rodea. Los
hombres de habla hispánica poseemos una de las más altas formas de ver el
mundo, con sólo asomarnos al balcón de la mirada cervantina.
Cervantes en el mundo y en la Filosofía
Hay
pocas personas a quienes asiste el derecho de ocupar sitio indiscutible. Todos
pasan en tumulto, del tumulto nadie queda por regla general: apenas alguien
llama la atención, cuando desaparece sin dejar nada a sus espaldas. Al morir
los hombres llamados buenos, tras ellos se vierte un rocío de lágrimas que se
pierde al primer sol. Y al morir los saludos de la grey, los egregios, les
vemos sobresalir unos instantes más, hasta cuando se pierden también en las
brumas. Después... el tumulto y su caminar sin parada, el torrente de la vida y
el derrumbamiento de unas cabezas sobre otras cabezas.
Hay,
sin embargo, algunas rocas firmemente plantadas en medio del oleaje, son
obstáculos imprescindibles que obligadamente batimos con nuestras emociones,
con nuestros anhelos y esperanzas. Golpeamos aquellas rocas acaso para
arrojarlas fuera de camino, pero nos vencen obligándonos a confesar que tienen
sitio propio, a pesar del tumulto y del constante derrumbamiento de viajeros.
Nadie
se atreverá a negar que a Cervantes hallamos de tal modo, como una eternidad
clavada en la angustia del tiempo. Eternidad en cuanto este término puede
encajar dentro de lo humano, en cuanto de fijo tienen nuestras actitudes
mutables, sobre todo en cuanto el español ha definido como enseñanza cabal. En
otras palabras, a nadie se le ocurrirá discutir el sitio ocupado por Cervantes
en el mundo.
Pero
vemos sitios y sitios y observamos, sobre todo, maneras distintas de ocuparlos.
La más alta cumbre de la historia está divinamente ocupada por un patíbulo
capaz de abrir a los hombres en dos campos y de mostrarles lo terrenal y lo
sagrado que guardan. Hay otras eminencias guardadas por el pensamiento, algunas
por la fuerza, unas pocas por la bondad, muy escasas por la astucia y una o dos
por el mal. Hay sitios poseídos en silencio mientras otros se conservan con
clamorosos estampidos. Existen unos tenidos a regaño con los circunstantes, y
otros tenidos mansamente. En fin, el panorama de esas pocas situaciones firmes
de la historia no es uniforme sino abigarrado con tantas maneras y estilos de
vida y actitud de los hombres capaces de permanecer en medio del cambio.
Llamamos
biografía al arte de comprender cómo es cada unidad en la compleja variedad de
este paisaje. Si damos con el modo de aislar, mentalmente desde luego, a una
cualquiera de las rocas firmes y la envolvemos con nuestra atención demorada y
afectuosa, decimos haber ubicado el personaje en el mundo, si se quiere en su
mundo peculiar. O expresándonos de otro modo: acabamos dándole sentido y
significación en la gran máquina de la Historia. Esta labor, por comenzar en
fuentes diversas, lleva a resultados diversos y requiere de métodos singulares.
Biógrafo no es quien aplica igual cartabón a todas las dimensiones espirituales
egregias, ni siquiera quien descubre el epíteto para cada uno de los
estudiados, por adecuado que sea dicho epíteto. La comprensión biográfica es
múltiple y móvil como la vida en cuya búsqueda vamos por entre desconsoladores
obstáculos. El conjunto biográfico, cuando lo entendemos en colectivo,
representará un panorama heterogéneo y abigarrado también, como el de los
personajes dueños de los sitios elevados. Y cuando lo entendemos en singular
representará así mismo un conjunto variado y complejo, paradójico,
contradictorio, fallido en veces, logrado en ocasiones, pero siempre
inquietante y repleto del misterio que cada cual lleva en su seno.
En el
caso de Cervantes, seguimos concretamente la huella, por saber qué sitio ocupa
en el mundo. A muchos egregios podemos dirigir esta pregunta fundamental: ¿qué
sintieron en la vida y cómo sintieron a los seres circundantes? Con seguridad,
no estaremos jamás en el caso de esperar contestaciones análogas, ni siquiera
levemente parecidas, sino contradictorias, al extremo de hallarlas absurdas si
las confrontamos. Las gentes lógicas o demasiado racionales no cuentan con el
absurdo, pero es urgente contar con él si no queremos tener un paisaje falso de
la vida humana.
Si
preguntamos a Emmanuel Kant qué sintió en la vida y cómo sintió a los seres
circundantes, nos contestará que sin dejar de amar tanto a una como a otros,
los vio desrealizados, tamizados por el acto cognoscitivo, proyectados en la
pantalla interior. En otras palabras, nos contestará haber sentido el universo
con una disposición idealista. Y si después nos volvemos a Cervantes y le
dirigimos idéntica pregunta, nos responderá con voces totalmente opuestas: amé
la vida mía, mi vida desgraciada, y la amé por sentirla llena de esperanzas y
de desventuras, la amé por contradictoria y por opuesta a mis pensamientos; y
levanté mi amor a cuantos seres me rodearon, a todos aquellos cuyo aguijón
penetró en mis sentidos los contemplé largamente, tales como son en sí, y no
como hubiera querido hacerlos mi pensamiento desbordado. Los amé, pues entraron
a modo del torrente en mi vida y, como amé mi vida, hube de amar las cosas
doblemente. O sea, nos dice, siempre fui realista.
¿Cabría
síntesis o simpatía siquiera en las dos respuesta? Son irreductibles como vemos
y, sin embargo, son ciertas para cada personaje interrogado. Pero, entonces,
¿en dónde queda la verdad?, ¿en nuestro pensamiento o en las cosas existentes
fuera de nosotros? He allí la tremenda cuestión que afligirá siempre a la
Filosofía.
Pero
no nos alejemos aún. ¿Qué sitio ocupa Cervantes en el mundo? Si nos atenemos a
sus apasionadas respuestas, le encontraremos sumido en el océano de las cosas,
amando la vida, la vida en todas sus manifestaciones, la humilde como la más
alta, la oscura como la radiante, la pobre como la opulenta. Amando a los
semejantes, abrazando a todos ellos en un solo impulso de la simpatía, en un
solo mandato del amor. Cervantes jamás pasa de largo ante las cosas y siempre
se detiene, aunque sin hacerlo notar, siempre se detiene por demás ante sus
semejantes. Los mira en su bajeza, en su iniquidad, los enciende hasta lo más
hondo, hasta dar con lo bueno, con lo más insignificante de bueno que haya bajo
las externas apariencias del mal, del engaño o de la vileza. Aprendió de la
añeja y respetable filosofía realista de Aristóteles que todo ser, por sólo el
hecho de tener tal calidad de ser, reúne en sí las condiciones de bueno,
verdadero y bello. Ante cualquiera de sus maritornes se detiene hasta encontrar
un buen corazón. Junto a tantos pícaros se sienta a oírles, hasta cuando de los
labios de esos pobres traspasados inmisericordemente por la vida escucha
desprenderse, al acaso, con temor, una palabra de fe o de bondad.
Cervantes
nada oculta y a él nada se le oculta. Las cosas y los hombres son como son: sin
velos, sin disimulos, sin escrúpulos. Amarlos vale más que defenderlos.
Exhibirlos vale más que ensalzarlos. En veces vituperarlos importa
infinitamente más que adularlos. Ésta es la cualidad cervantina donde vemos
resumidas otras más: Cervantes ama la vida como es, sobre ella encuentra el
gran panorama de lo animado y de lo inanimado, ama la naturaleza al trasluz de
la vida, ama la vida en sí, sin disfraces ni limitaciones.
¿Qué
lugar ocupa Cervantes en el mundo? Pues sencillamente éste, cuyo valor es el de
un inmenso programa de Filosofía: Cervantes, sin lugar a réplica, es el más
humano de todos los escritores. Pero al llamarle más humano y al haber
distinguido su capacidad de engendrar el universo por entre la vida,
simultáneamente decimos que Cervantes encarna uno de los ejemplares más
elevados de la filosofía realista.
En el
mundo, humanidad. En la filosofía, realismo. Doble representación egregia la de
este excelso, cuya memoria basta a cubrir y justificar por siempre el destino
de su pueblo en la Historia.
El realismo, función cultural de España
De
igual modo que Cervantes explica a España, no entenderíamos a aquél sin esta.
La cultura al fin no es sino un diálogo silencioso entre la raza, que en
determinadas circunstancias produce ciertos hombres, y éstos con su raza. La
cultura se edifica sobre tal reciprocidad y por tanto la comprensión del hacer
y del hacerse humanos resulta manca si la tomamos en singular. Por muchísimos
motivos podemos decir: Cervantes es España, pero España es Cervantes. Y al
decirlo no intentamos quedarnos en el mero retruécano, de suyo miserable como
todo juego de palabras, sino intentamos, con deuda y obligación intelectuales,
pasar adelante y explicarnos cómo un hombre está en su raza y cómo la raza
halla definición en un solo hombre.
Si
comenzamos preguntándonos por la obra de España en la gran época, hallaremos en
el fondo de su impulso la portentosa audacia de enfrentarse con muchas fábulas,
mitos y fantasías, aun cuando para hacerlo anduviese con auxilio de poderosos
ensueños. Dicho sea de paso y para descargo de ella, que los ensueños que
podamos achacarla no tienen nada de la fábula que es autoengaño, del mito o
alquitarada creencia inconsistente, o de las fantasías que delatan el pulso
acelerado de la loca de la casa; sino de sueño a ojos muy abiertos, pues la más
alta acepción de ensueño significa al mismo tiempo imperativo reflejo de la
vida en perspectiva, clara visión del futuro y anticipado boceto de un programa
de realizaciones lentas:
Soñemos, alma, soñemos,
como
tradujo Calderón esta existencia programática de su pueblo.
Efectivamente, la gran vida española comienza enfrentándose con
las fábulas marinas y ultramarinas amamantadas en el non
plus ultra de las
columnas de Hércules, límite del mundo anterior a Colón. El incógnito y el más
allá solían ser colmados de relatos fabulosos, merced a los cuales los
espíritus disimulaban su miedo al vacío, relatos fabulosos donde pululaban
monstruos de un solo ojo, enormes hombres con un solo pie y otras creaciones
por el estilo, especie de simulación con la cual se trataba de encubrir,
además, la impotencia de robar su silencio al otro lado del mar... si es que lo
tenía. Contra la fábula marina va la aventura española y alumbra el fondo de
verdad encubierto con sombras terroríficas. Va la aventura y descubre para el
mundo el espectáculo y, sobre todo, el provecho de continentes llenos de otras
vidas, humanas y reales, sin fábulas, vidas de hombres con alma y cuerpo,
semejantes a todos los hombres conocidos.
Y si
de mitos se trata, el Imperio se alza en armas contra el mito
suprarracionalista escondido en los pliegues mal disimulados de la reacción de
Lutero. El formidable monje, mientras insultaba a la razón, no se daba cuenta
de que al predicar el libre examen, exaltaba la potencia discursiva del hombre
hasta sobreponerla no sólo a la Revelación sino al mismo Dios. Esta razón
omnicomprensiva, creada por Lutero y nutrida en gran parte con las bellas
abundancias renacentistas, y exaltada por un racionalismo en religión como es
el Protestantismo, se halló con España y se trabó en sangrienta batalla, porque
en la tierra de la Reconquista siempre se ha amado la claridad, y allí los
mitos, muchos siglos antes que el monje de la célebre protesta, hallaron la
dosis de cordura que los sana, reduciéndolos a dimensiones proporcionadas,
cuando no los extirpa en manera definitiva.
Pero
al mismo tiempo España se revelaba contra fantasías más irreales que el propio
nombre de ellas. Antaño se habló mucho del Santo Imperio, del dominio universal
y de otras cosas por el estilo, aun cuando sin demostrar su realidad. Tocó a
España hacer un imperio de santidad, y sobre todo le tocó redondear el mundo y
edificarlo para la fe cristiana. A la teórica defensa de los emperadores
germanos, España opuso la defensa práctica del solio pontificio y de la
jerarquía religiosa de Roma; y a los anhelos vanos de Carlomagno y otros
monarcas, sobrepasó con la incalculable obra civilizadora de capitanes,
misioneros, artistas, legisladores, teólogos e historiadores que confluyeron al
océano espiritual juntamente con las carabelas de Colón, porque éste no sólo
viajó por el mar sin rutas del Atlántico, sino ante todo por el mar millonario
de rutas denominado espíritu. Conquistar es obra de casi todos los pueblos
grandes; pero hacer lo de España, dar sangre, y con ella idioma, cultura,
legislación y arte, es llevar a cima una tarea singularísima en la Historia, y
ejemplar. ¿Quién posee título de madre de naciones, ostentado por ella, en
veces sin querer España, y en veces contra el querer de nosotros los
americanos, hijos suyos? Las preeminencias y defensas educadoras de otros
pueblos ¿cuántas veces resultan dolorosas fantasías?
Los
pocos ejemplos aducidos no agotan la tesis de que el gran período español
desbarató fábulas, combatió mitos y superó con la realidad a las fantasías. Con
lo dicho he tratado de señalar solamente la tarea de entonces como portadora de
un signo: el realismo, tanto en el anverso como en el reverso del medallón
fundido por los Descubrimientos, la Contrarreforma —que fue la auténtica
reforma— y el Imperio de Isabel y Carlos V. Los ejemplos deberíamos
multiplicarlos si de ello se tratara, y entonces veríamos de qué modo la creencia,
el arte, la vida política y la vida cotidiana son realismo neto, precisa
aceptación y dominio de las cosas tales cuales son, sin deformarlas o
alterarlas al antojo de poetas, soldados, monarcas o sacerdotes. Muchas veces
tamaño realismo llegaba al límite más extremo, y aun así no obtenía el
retroceso de la actitud española, ni en el umbral de espectáculos tan punzantes
como los autos de fe.
La
uniformidad de tal cuadro histórico debería hacernos meditar en que España
durante su alta época tuvo una función por cumplir, y ésa fue nada menos que
plasmar el realismo, a más de pensarlo. Si comparásemos este gran siglo con
otros de acusado síntoma realista, como el ateniense de Pericles, tendríamos
para destacar algunas particularidades a favor de España. Por ejemplo: en
Grecia hallamos, a pesar del predominio del alma cercana, corporal y euclidiana
como alguien la ha calificado, hallamos brotes de tendencias opuestas,
incorporales, idealistas, lejanas y negativas de las cosas en su auténtica
realidad. La fábula y el mito, con sus secuelas, aparecen dentro del drama y de
la filosofía y más de una vez perturban esa visión tan diáfana con que la
mayoría de los griegos solía captar las cosas. Algunas situaciones grandiosas
de los personajes en la tragedia nada tienen de realidad. La filosofía de Zenón
de Elea, para no citar sino una, defiende postulados tan irreales como el
estatismo de lo dinámico, la inmovilidad del movimiento, y eso con auxilio de
metáforas: basta recordar la de Aquiles y la tortuga, la de la flecha en el
espacio y algunas más por el estilo. Si buscásemos en otras reconditeces
daríamos con una poesía lírica no exenta de irrealidades, en donde más de una
vez el subjetivismo, que debe ser realista por necesidad ideológica, pues
florece en lo hondo de la vida —la fundamental realidad para cada hombre—, más
de una vez daríamos con un subjetivismo apoyado en las muletas del mito o de la
fábula.
Si
interrogamos a la cultura española hallaremos siempre el mismo son: realismo.
Realismo por doquiera, expresión de vida, y vida sentida y vivida con plena
responsabilidad. Los hombres sabían cuánto hacían, no ignoraban el juego del
hombre con los seres, pues si él desconoce las cosas, las deforma o las niega,
se halla al cabo desorientado entre las mismas; o, en otros términos, no sabe
cuanto hace y pierde el juego.
Ni en ciertos brotes casi exóticos en el medio intelectual
hispánico, como en los Diálogos del Amor de León Hebreo, escritos en Italia en
lengua italiana y luego traducidos al castellano por el Inca Garcilaso de la
Vega, ni allí recogemos la más leve negación de las cosas. Recordemos de pasada
que este Hebreo —Judá Abarbanel por nombre propio— es quien más se acerca al
platonismo de Platón, y digo así por haberse falsificado mil veces esta filosofía.
Pues ni León Hebreo, participante de la doctrina de las ideas existentes en sí,
según la enseñanza del griego iluminado, estruja o deforma la realidad, antes
bien la acepta bella y humildemente como debe hacerse con los pétalos o con el
rocío. Es que Abarbanel profundizó el pensamiento de su maestro, hasta saber
cómo las ideas de Platón, los arquetipos, por lo que poseían de ser en sí,
antes de constituir idealismo, constituían unrealismo
de las ideas.
Y cómo
no ponderar lo español brotado en España. Tomemos lo que aparentemente menos
puede favorecer a la tesis realista: la mística o mística teología como la
denominaron sus cultivadores. ¿Qué es esta mística, no solamente la del Siglo
de Oro, sino toda ella, desde Raimundo Lulio, desde Ben Gabirol, desde más
atrás, todo lo pretérito que podamos ir en este sendero? ¿Pues qué? Realismo,
ni más ni menos, aun cuando tal cosa nos suene a paradoja. Nos contentaremos
con una observación, una solamente: en España no se ha dado un solo místico en
quien amor y sendero de amor no se hayan identificado; en otras palabras, no se
ha dado un escritor de esta naturaleza en quien la necesidad de expresar los
caminos del alma, al par de los estados de ella, no se haya presentado en forma
imperativa. Todos los místicos realizan entre el bosque de sus imágenes una
misma tarea, ejecutan en maneras distintas idéntica labor: la topografía del
alma enamorada, del alma plenamente poseída de la realidad de Dios, con Quien
dialoga, a Quien ve y trata como a otro de los seres circundantes. Y por esta
razón la mística española es fuente documental de estados de alma, lo cual no
cabría asegurar, si el realismo no se hubiera consustanciado con ella.
En este mar del realismo, ¿qué papel le toca a Cervantes? Porque
nuestro intento capital fue establecer correlación entre este hombre y su
España. Para eso hemos de recordar que la Península, desde fines del
siglo xv,
vio asomar una nueva forma de vida histórica, concatenada naturalmente con las
formas anteriores, pero específica, del mismo modo que la edad plena del
espíritu en un hombre ofrece caracteres nuevos aun cuando no desconectados de
la vida anterior del joven, del adolescente y del niño. España entró entonces
en la fuerza espiritual que convierte la Historia en biografía de excelsos personajes,
lo cual no constituye rareza, pues toda plenitud cultural es suma de vidas
egregias. La realidad histórica, en tales épocas, se realiza en la vida y en el
nombre de personajes levantados sobre la masa.
El
camino seguido por los pueblos, de la insipiencia a la alta cultura, resulta
muy parecido al de la formación del personaje singular: desde el peldaño en
cierto modo caótico de movimientos mecánicos, el niño avanza, se organiza
plenamente y adquiere un tipo psicológico sobre el cual se fundará definitiva y
propia la persona en el sentido más hondo de esta palabra. Entonces el hombre,
de animal colectivo y biológico pasa a ser singular y biográfico en mérito de
la adquisición de tales límites o contornos peculiares, capaces de volverle
diverso de sus semejantes, con quienes no deja de parecerse mucho, pero de
quienes dista así mismo en proporciones cada vez mayores. Y decimos que hay más
personalidad en tanto esa distancia se ha acentuado de manera más visible.
Cosa
pareja sucede con los pueblos: al orden cósmico y etnográfico, base material de
la Historia, sucede la organización biológica, especie de troquel donde se
funde el tipo nacional; y sólo sobre éste alcanzan a modelarse la cultura
propia y los personajes con posibilidad de realizarla. En las épocas de
plenitud se acentúa el tipo nacional sin detrimento del proceso histórico y sin
que ocurra ningún encantamiento o clausura, pues se destacan fuertemente los
egregios, sus cabezas descuellan como estandartes y, cosa rara aunque muy
natural, se multiplican los sujetos de gran talla histórica. Y del modo como la
personalidad en sentido ético no se divorcia del pasado de cada hombre
singular, aunque no deje de distanciarle de sus semejantes, la plenitud
cultural se da gracias a las diversificaciones de los personajes que, cada uno
por su vertiente propia, confluye al mar histórico en donde le tocó depositar
su tesoro. El conocido principio de la unidad concordante con la variedad
aparece no sólo en la obra orgánica o artística, sino principalmente en la
Historia, máximo organismo y arte supremo.
De tal
guisa se cumple la vinculación de los grandes hombres con sus épocas
respectivas, vinculación natural por el ancestro, y ética por la capacidad de
dar figura externa a los anhelos más profundos del consorcio humano dentro del
que viven. No puede ser grande para su pueblo sino el hombre capaz de retomar
la vida colectiva en sus fuentes, con el propósito de imprimirla un movimiento
ascensional de largo alcance, de hacerla sobresalir del nivel de existencia común,
y de ejecutar dicho esfuerzo naturalmente, o sea sin falsificar el tipo
histórico y sin renegar de la paternidad de los antecedentes.
A más
del diálogo de ciertos hombres con su raza, en el secreto de la cultura existe
un abrazo del protagonista singular con el protagonista colectivo, éste
huérfano de palabras y aquél dotado de verbo y acción definitorios. Y en el
fondo de la cultura hispánica, uno de esos grandes diálogos silenciosos ha
entablado la intimidad de la raza con Cervantes. Calderón, que la vio y habló
con ella acerca de algunas honduras, definió a España o la puso límite en su
profundidad. Cervantes, que habló con aquella misma interlocutora, íntima y
enorme, trató acerca de temas de la vida cotidiana, no pudo menos que dar en el
realismo, y por tal motivo nos entregó la definición de España, de esa a quien
cupo el papel de personera de la filosofía realista y el papel de soldado
defensor de las cosas —grandes y pequeñas— en las lides de la Historia y del
pensamiento.
Cervantes y el realismo español
Tenemos
al novelista enseñoreado de un sitial muy alto, en el momento preciso en el
cual la historia peninsular se convierte en síntesis de biografías insignes.
¿Cómo y por qué ocupa este puesto? He allí una curiosidad desprendida del hecho
de ver a Cervantes donde le vemos, y para satisfacerla no emplearemos el
sistema de la crítica simplemente literaria.
Con
respecto a esta técnica nos detendremos en una breve consideración. Para
nosotros, los sujetos egregios no se presentan del mismo modo que los vulgares.
La actitud general hacia éstos suele manifestarse uniforme, sin cambios y sin
problemas: los amamos o los odiamos sin que nuestras pasiones constituyan
enigma, pesadilla o tortura. Con los egregios observamos otro comportamiento:
los aclamamos primero y luego los odiamos, aun cuando a veces procedamos en
contrario; pero siempre acabamos concediéndoles generosamente una hora de
tormento, siquiera una, para demostrarles que nuestra animosidad tanto como
nuestra simpatía son capaces de esgrimir, por igual, un abultado conjunto de
instrumentos supliciatorios, buidos en la crítica. Después, como final de
escena, determinamos calificar de inmortales a los pocos afortunados de recia
complexión, cuyas carnes salieron ilesas de una máquina montada con esmero
cruel. La crítica racional, la implacable deidad lógica, la crítica de escuela
y documento, mil veces ha trazado estos caminos retorcidos, senderos a la
inversa por donde, lejos de caminar los vivos, hacemos deambular a los muertos.
¿Qué motivos determinan emprender faenas tan irrespetuosas? Acaso la ley del
menor esfuerzo ande por en medio y nos deje regalonamente sentados en postura
cómoda aunque falsa, y en espera de que las personas o las cosas de la Historia
nos vengan de visita.
Cualquier
conocimiento justo obliga a caminar a redropelo y remontar el tiempo, evitando
en todo instante causar molestia a los muertos. Pues si se ha de hablar con
verdad, generalmente llámase Historia a cierta inexplicable necrofilia, a
cierta técnica de remover cadáveres o hacer que ellos se remuevan hasta quedar
colocados en situación agradable a nuestra razón. Como si la verdad de los
hechos fuese siempre cuanto nosotros deseamos obtener, o como si la verdad de
los hechos no fuera casi siempre lo contrario, lo descubierto al visitar
desinteresadamente los recintos del pretérito.
Cervantes
fue víctima escogida de tal crítica. Durante décadas, por no decir siglos, los
dómines se han conjurado en tributarle alabanzas y en practicarle expurgos tan
impertinentes como el del Cura y el Barbero a la biblioteca de don Quijote. El
pobre Cervantes alcanzó la inmortalidad sólo cuando el criticismo dialéctico de
los verdugos no logró triturarle.
Pero
al mismo tiempo Cervantes es un egregio a quien debemos mirarle en su posición
propia, no importa si quitándole muchos epítetos inútiles, acumulados sobre él
por la admiración falsa. Debemos mirarle acomodándonos a él y a su medio, sin
miedo a empequeñecerle, porque siempre saldrá ganando.
Será bueno que comencemos preguntándole, ex
abrupto, algunas
cosas un poco íntimas y generalmente incontestadas por los artistas. Digamos a
Cervantes: cuantos crean o piensan, ¿lo hacen por sí solos? ¿Los hombres
grandes son los que son, o representan el ser colectivo? ¿La existencia egregia
es un género de vida singular, unitario y simple, o se da únicamente sobre la
vida de la multitud y, más aún, sobre la compleja disparidad de ésta? Puede que
al proceder con tales cuestiones, y esto es lo más seguro, disminuyamos lo
comúnmente llamado fama, prestigio u originalidad de los egregios; pero, y esto
es seguro también, al hacerlo menguamos la dimensión individual a trueque de
ensanchar al personaje hasta las latitudes de su siglo. Al mermarle fama u
originalidad disminuiremos literatura; y al ensancharle hasta los linderos de
su tiempo, le regalaremos vida.
¿La creación cervantina es exclusiva de Cervantes? No.
Investigadores modernos, movidos por hondos anhelos de vida, han destacado el
aspecto colectivo del Quijote. Menéndez Pidal descubre el camino
realizado por el Romancero junto al caballo del Ingenioso Hidalgo; señala el
paso del cantar popular, lírico y heroico, en los ensueños de Cervantes, como
estela de inspiración muy sensible y como lazo innegable entre la genialidad
del escritor y las hondas emociones de su pueblo. Entre don Miguel, soldado o
burócrata, dramaturgo o novelista, impulsivo o fracasado, y el pueblo de
España, hay un cordón umbilical por donde va la savia, el jugo que vivifica y
mantiene lozana la siembra cervantina.
El
mismo maestro y eminente reconstructor de las cosas de España, Menéndez Pidal,
ha descubierto cómo don Quijote no aparece en bloque y no nos es dado
plenamente desde el comienzo, sino va depurándose, adentrándose poco a poco en
el alma de su pueblo, definiéndose en virtud del moroso usufructo realizado por
Cervantes en la cantera legendaria y tradicional, anterior a la gestación del
Caballero Manchego, tanto que sólo al fin de la Primera Parte del libro don
Quijote se presenta nítido y recreado por la genialidad del novelista.
Esto
implica dos cosas, según mi entender. La primera que como ser real y vivo, don
Quijote no está dado, no constituye un dato, no viene concluso y definitivo en
la conciencia de su creador, sino que el mismo Caballero va edificándose
libremente a lo largo de su existencia y sin que Cervantes pueda, ni trate de
impedir, el curso de una locura multifásica y humana. Si don Quijote fuese un
preconcepto, Cervantes no nos contaría las mil contradicciones acaecidas en el
alma de su héroe, sino al contrario, en el curso de la biografía del
Aventurero, seguiría la lógica impertérrita de una idea o de un preconcepto que
se autodesarrolla, por sí y en sí, sin atender a las tortuosidades de la vida,
la cual en su más íntima y secreta esencia lleva el terrible fermento de la
libertad, por tanto de la imprevisión y, en este caso concreto de Cervantes y
su biografiado, la contradictoria conducta de un personaje cuya pertinacia
habría descorazonado cien veces a otro escritor. Pero éste era hombre vital
como su héroe, y su gran espíritu no daba para miedos lógicos o temores
dialécticos, ínfimos de suyo si se los compara con los supremos planteados por
la vida, el amor, lo desconocido y Dios mismo, primordial temor de donde
arranca la sabiduría existencial.
La
segunda cuestión implicada en el lento desarrollo de don Quijote se desprende
del hecho de que el personaje no es una creación vacía, sino una colaboración
espiritual entre el medio y el intérprete, o sea, entre el medio hispánico del
Siglo de Oro y su definidor, Cervantes. Qué amable el espectáculo de este
novelista filósofo, echado a sugerente dogmatizador, aunque sin dogmatismos,
inclinado sobre el panorama de su raza, bebiendo lentamente el licor esencial
de ella, el jugo emotivo de su pueblo, para dibujar luego después la fisonomía
aprehendida de incontables horas de comunión.
¿Quién restará originalidad a don Quijote por resucitar el
romance de Durandarte y su amigo Montesinos; o por suplantarse al protagonista
del romance del Marqués de Mantua; o por echar mano, a cada paso, del
cancionero popular? ¿La originalidad, en el más hondo sentido, en el que
debemos atribuir a la fuente original, no estuvo precisamente en eso? De otro
lado, ¿el drama español, por mandato del alma nacional, no hacía lo propio? El
caso era que España se sentía ella misma, a plena conciencia se holgaba en
conocerse y, sonriente o dolida, aceptaba las definiciones dictadas por el
drama, los Concilios y las otras enseñadas por Cervantes. Para España ambas
cosas eran iguales: el Concilio Tridentino y el Ingenioso Hidalgo nacieron en
la misma vena, se hincharon con la misma sangre y calzaron espuela para
análogas caballerías. Don Miguel de Unamuno lo vio con mirada precisa, cuando
en su Vida de don Quijote y Sancho reconstruyó la historia cervantina
enredándola en la vida del Santo Caballero Ignacio de Loyola.
El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha, no es obra de imaginación. Cervantes nada
imaginó. Se limitó a historiar en tercera persona, en supuesta persona, la
realísima historia de su siglo. ¿Acaso algunos cervantistas no han dado por
encontrar en documentos de la época la vera efigie del Cura, del Barbero, de
Sancho, de Dulcinea, del Ama y la Sobrina, y la magnífica del Caballero Busca
Pleitos? Consciente o inconscientemente algunos cervantistas se han dedicado a
historiadores y, por cierto, tienen la razón. Don Quijote fue un personaje de
carne y hueso, más todavía, una persona de espíritu y ensueño, trashumante o
dormitante en cada español del Siglo de Oro. Y conste que no voy sino anticipando
algo que diré después, cuando demuestre cómo las creaciones intuitivas poseen
realidad, cómo los personajes creados por los artistas intuitivos, digo creados
y no imaginados, viven con mayor vida que aquellos cuyo nacimiento consta en
una vulgar partida de registro civil. Las verdaderas creaciones intuitivas
viven por esos cientos y miles de sujetos sin historia, cuya existencia jamás
alcanza nombre y fama, y allí está el secreto de ellas, el fecundo secreto que
va escanciándose gota a gota.
Y aquí podemos anotar cómo, lejos de la crítica simplemente
literaria, sin haber torturado a Cervantes, hemos comprendido en algún modo por
qué ocupa un sitial tan elevado. Desde luego no será en virtud de la supuesta
original invención del Quijote, eso vale muy poco, pues cada vez vemos
marchar al olvido miles de creaciones originalísimas y sin precedentes,
mientras sentimos durar ciertas imágenes, muy pocas desde luego, meras copias
al parecer, pero en cuyo seno descansa la vida, detenida si se quiere, para no
decir inmortalizada.
Un
buen día, en esos calmosos días de la cincuentena, don Quijote enloqueció de
pura madurez de espíritu, como ha descubierto Unamuno. Y Cervantes, también en
uno de esos lentos días de la cincuentena, salió para su última aventura: fue
camino de su raza, se entendió con ella luego de buscarla por todos los campos
de Montiel, los visibles y los invisibles, y en pago de la aventura la solicitó
un grano de esa perennidad que toda raza guarda en su seno. Obtuvo lo
solicitado y con tal ingrediente, con esa arcilla, moldeó un tipo de hombre a
quien sopló con el soplo español y le mandó vivir como todos los españoles que
han sido y serán después.
He
allí la obra cervantina: no es más, pero tampoco es menos. Y no es más por
cuanto don Miguel de Cervantes nunca anduvo divorciado de la realidad; ni es
menos porque en la cabeza de él cabe un mundo, como en la cabeza de Cristóbal
Colón.
Qué es el realismo
Expresamente
debe hacerse constar que el término no se ha tomado en el sentido literario o
de aplicación a cierta escuela, novelística sobre todo, que segmenta una
palabra tan noble en la historia del pensamiento. En efecto, el realismo no es
aquello tan pobre como lo dicho por Zola y otros en Francia. Si no pasase de
allí, Cervantes y su mundo estarían perdidos a la hora, como cualquiera mínima
parte de materia cósmica, ineficiente, desprendida de alguna galaxia
imperceptible. El realismo en literatura, como la expresión de todo, o como el
amoroso detenimiento inclusive ante las cosas más detestables, no tiene ni los
filos del sentido universal de un problema humano, tan humano que, desde antes
de Aristóteles hasta nuestros días, no llega a finiquitarse. Tal si a lo largo
de la vida se tendiera como un hilo conductor, este realismo continúa su trayectoria
comenzada muchísimos siglos antes de Zola.
De lo
que se trata en estas páginas es de fijar el modo según el cual el Siglo de Oro
español vio el universo. Porque hay dos maneras de ver, mejor dicho dos clases
de pupilas, la una que se abre hacia fuera, y la otra que se abre hacia
adentro, las cuales, en consecuencia, dan dos tipos de panoramas cósmicos,
según donde nazcan.
Si se
pregunta a quienquiera, a todos cuantos no son filósofos, o a éstos cuando
olvidan momentáneamente su papel de filósofos: ¿qué vemos fuera de nosotros?,
la contestación no se hará esperar y caerá como una piedra inerte: las cosas.
Pero si insistimos en seguida: ¿existen las cosas por ellas mismas o necesitan
de la misericordia de nuestra mirada para ser descubiertas, y de nuestro
pensamiento para ser pensadas? Entonces veremos que la respuesta no viene ya
tan sencilla y virginal como en el primer caso, sino antes el pensamiento se
retuerce y vuelve contra esas mismas cosas indefensas. En el corazón de la
sencillez hemos sembrado una tremenda inquietud. Las cosas, ésas mansas y
calladas que nos sirven, no hablan y nos obedecen, ¿existen por sí mismas?
Las
dos pupilas inquisitoriales dan cada una su respuesta. La una quiere ver las
cosas existentes por sí mismas, como parece lo natural. La otra desea
imponérselas para crearlas y les dice categóricamente que ellas no existen por
sí propias y sólo alcanzan su ser en cuanto el pensamiento las crea, lo cual
vale afirmar que las cosas son en cuanto cognoscibles y, fuera de esta condición
de aptas para el pensamiento, no existen. La primera mirada se llama realismo e
idealismo la segunda.
Los ojos de la cara y mayormente los del intelecto no suelen ver
del mismo modo. Esto es innegable. Tenemos los puntos de mira, las opiniones,
las perspectivas, para no hablar de otros modos de ver tales como la
introspección, la antevisión, la revisión y muchos más. Las cosas se han visto
de varios modos, y dos de éstos son aludidos aquí. El realismo significa
«cosismo», del latín res, cosa; y el idealismo en cuya
virtud las ideas son las únicas fuentes generadoras del ser. Pero ambos modos
no representan, al comienzo, sino una acomodación del hombre ante el universo y
ante su propio ser, bien se los mire en el dominio profundo de la intimidad
propia, o bien se los encuentre en el rico panorama exterior. En ambos casos el
problema es el de saber contemplar. Entre las dos corrientes filosóficas,
quizás dos de las más importantes, no hay sino la acomodación inicial de la
pupila, y por consiguiente no tenemos otra distancia, sino ese punto
insignificante donde principian los ángulos opuestos por el vértice. A poco
andar, sin embargo, se abre entre ellos un abismo tan grande que las dos
orillas se pierden y vuelven insospechables, y tan oscuro que ningún Prometeo
del pensamiento logrará llenarlo jamás. Entre las dos orillas visuales se
plantea un infinito como el misterio humano: el simple acto de echar la mirada
al mundo exterior y el acto inquietante de auscultar en la interioridad parten
del hombre y llegan a distancias incalculables. Por eso, el realista y el
idealista no lograrán entenderse nunca.
Hay
otra diferencia superviniente, llegada luego en virtud de la pertinaz actitud
de encaminar la vista: sea del hombre a las cosas, sea del hombre a su
profundidad. Y esta diferencia consiste en que el realista posee una mirada de
dos sentidos a partir de sus propios ojos: adentro de ellos descubre realidades
un tanto diversas de las otras, pero realidades al fin, y fuera de él halla el
opulento universo que le solicita sin cesar; mientras el idealista se queda con
su escueta mirada interior, desde los ojos hacia adentro, como si una cascada
incesante voltejeara y reprodujera con mil reflejos el pensamiento y le diera
concreción fantástica; pues sólo una paradoja tal es capaz de soportar la tesis
idealista: las cosas, cuyo ser consiste en su cualidad de pensadas, equivalen a
una mera concreción fantástica.
No
obstante, el realista como el idealista tienen su razón de mirar. El primero, a
quien le danzan las cosas en la retina, pertenece a una categoría de hombres
impositivos, dominadores, prácticos, eticistas, en una palabra, constructores;
y el segundo, a quien le nace el mundo en la honda entraña espiritual, arranca
de una estirpe extática, pensadora, introvertida, poco práctica, en suma,
soñadora. ¿Pretenderemos que el universo sea análogo para estos dos tipos
humanos tan diversos? Sin caer en el relativismo, solución que representa un
defecto de acomodo ante la verdad y una falta de energía ante la vida, convengamos
en que cada tipo de los nombrados posee también su tipo de universo, propio y
conquistado con la existencia.
Al
interrogar qué sea el realismo, despertamos un batallón de problemas alineados
en la pregunta, desde antes de Sócrates hasta ahora. Como es natural, las
respuestas han menudeado obedeciendo cada una a la forma en que se preguntaba,
o echando hacia el lado desde el cual se interrogaba. El sentido de la palabra
realismo no es uniforme en la historia de la Filosofía, pues ha ido cambiando y
sus perfiles modelándose lentamente hasta adquirir el que ahora tiene, o sea un
sentido contrario al de la palabra idealismo.
Algún
filósofo moderno dedica larga atención al término y llega a dar la siguiente
tabla de significados, certera por más de un motivo. El primer sentido de la
palabra nos muestra al realismo en su etapa ingenua y correspondiendo a aquella
actitud tanto del pensamiento como del hombre, donde éstos se sienten como una
cosa más, como algo inserto en el lote de seres del universo, y donde olvidan o
no alcanzan todavía a comprender cómo en el fondo del realismo van implícitas
una teoría del conocimiento y una teoría del ser; dicho en otras palabras,
olvidan o no saben que el realismo presupone una gnoseología y una ontología.
El segundo sentido en que se toma la palabra denomínase experimental o
empírico, sirve de base a las ciencias de la naturaleza, investiga la razón de
ser los fenómenos y halla algo de constante en el fondo de los mismos; pasa más
allá de la simple actitud natural, tortura la mente al propio tiempo que la
apoya en la experiencia y de esto deduce que el realismo, superando la ingenua
pasividad primitiva, pide la solución previa de un problema gnoseológico o de
conocimiento, problema referente a la manera como el pensamiento entra en
relación con las cosas, para deducir de tal relación la legitimidad, el alcance
y la validez de las nociones científicas. El tercer sentido de la palabra
realismo suele especificarse con el aditamento de metafísico, y representa la
plenitud o el desarrollo filosófico más logrado del sistema; y lo es en tanto
que, caminando más allá de la ciencia, traspasando el problema gnoseológico, se
atreve con lo permanente del ser, llega hasta el recinto más callado y secreto
del mismo, a fin de arrancarle una palabra o una definición esencial, para
auscultarle y determinar si lo que está por debajo de él, o sea, la substancia,
permanece o cambia en los seres llamados materiales, espirituales e ideales.
Solamente en la doctrina del realismo metafísico se toma el ser en su
cabalidad, como substante, como problemático y como esencial; en otros
términos, se lo toma en tres de sus acepciones fundamentales: la ingenua, la
gnoseológica y la ontológica. Para decirlo de un modo último: sólo en esta
forma el ser es tomado «en su estar allí y nosotros con él», en su potencia de
cognoscibilidad y en su potencia de realidad.
Para Nicolai Hartman la sustancia formal aristotélica, el logos y el alma del mundo de los estoicos,
las formas ontológicas de los escolásticos, los reales de Herbart, lo
inconsciente de Eduard von Hartman, la voluntad de Schopenhauer, son realismos
metafísicos ejemplares. A esto podríamos añadir la experiencia de la angustia,
base de la metafísica de Martin Heidegger, y la profundización de la fidelidad,
base de la ontología de Gabriel Marcel. Y no se crea agotado aquí el realismo
pleno, su escala es mucho más extensa.
Quisiéramos
proponer otro tipo con motivo de la filosofía cervantina, la cual bien
observada nos demuestra cabal comprensión del mundo externo desde un punto de
vista muy peculiar, representa una despaciosa doctrina del ser, ya en sus
aspectos transitorios, ya en su fondo esencial; y, sobre todo, acusa una
marcada proyección de esa gnoseología y de esa ontología sobre la praxis de la
vida. Con la cautela requerida por el caso, me atrevo a proponer el nombre de
realismo existencial para la filosofía cervantina. Dejo allí la denominación,
pues antes de explicarla se nos impone un largo paseo por las altitudes, en
veces inaccesibles, del idealismo. Y luego de curarnos en la mejor forma del
vértigo y del mareo causado por la atmósfera de altura casi irrespirable,
humildemente retornaremos a las cosas humildes.
Ascenso al idealismo
Ascenso.
En frente, sobrecogedor, está el desafío de la montaña. Miramos al Everest del
idealismo. Los flancos son tan ásperos que sólo mi inexperto alpinismo
filosófico me lleva a escribir un título como éste: ascenso a Emanuel Kant.
¿Y por
qué a Kant, si nada le une con Cervantes? Precisamente porque es lo menos
semejante que he podido hallar. Me atrae esta oposición irreductible entre el
filósofo idealista y el creador realista: por la sonrisa del uno y la rigidez
del otro; por el fracaso del novelista y la inmutabilidad del catedrático; por
la vida tumultuosa del aventurero y la vida sedentaria del metafísico; por todo
esto amo la oposición.
Además,
y esto importa un Siglo de Oro, el humano Cervantes no llega a ser visto
plenamente, sino a favor del contraste violento con el deshumanizado Kant. No
se crea que mi intención trata de apocar a éste: le respeto en forma casi
desmesurada para osar una arremetida de tales dimensiones. Pero mi entusiasmo
cervantino rebasa el gran respeto y no dudo al poner en contrapunto a los dos,
de que será la filosofía realista quien quede gananciosa. Mi afecto por el
realismo supera al que profeso a los dos personajes. Hasta aquí la excusa.
Vamos a la faena. Si en ella fracaso, permanecerá el intento y otros
conseguirán superarme. Nunca ha sido fácil subir a Kant. Mucho menos con tan
determinado propósito.
Cuando
llega este serio meditador, han sucedido muchas cosas en el universo
filosófico: Aristóteles se halla en descrédito, la ciencia tradicional muestra
muy graves heridas en la línea de flotación, el mundo termina de completarse y
las ciencias matemáticas, gracias a Descartes, Leibniz, Newton y otros, abren
infinitas posibilidades insospechadas. En virtud de tal espectáculo se duda de
todo lo tradicional, un océano de sospechas parece inundar el pensamiento y, en
vísperas del naufragio, Descartes descubre el único punto firme como tabla de
salvación, el único ser de quien no se puede dudar: el yo, cuya conciencia
erige en centro, comienzo, raíz y término de la especulación filosófica. Si
olvidamos el panorama histórico, jamás entenderemos el idealismo kantiano.
Pero
el yo de Renato Descartes acaba escindiéndose, y tal rompimiento debemos
también recordar: el absoluto, el inapelable yo, ¿qué es en definitiva? ¿Una
trama de sensaciones o una permanencia conciencial? Se ofrecen dos fórmulas de
contestar: a favor de las sensaciones asoma poderoso y optimista el empirismo
inglés; y a favor de la conciencia mental adviene la reacción kantiana. Si los
ingleses disuelven el mundo en una dulce sensualidad, Kant desvirtúa los seres
en una rígida idealidad. Cuando más arriba se preguntó si las cosas existían en
sí mismas, el realismo nos dio contestación afirmativa. Ahora, después del
naufragio histórico y de la salvación cartesiana, Kant se halla en posibilidad
de negar la existencia de las cosas en sí mismas. Para el empirismo todo ocurre
y existe en virtud de sensaciones. Para el kantismo las cosas existen sólo en
cuanto objetos del conocimiento, y nada más. Fuera de la mente prospera lo
incognoscible y esto no constituye nuestro universo humano.
Cuanto
la vida nos ofrece, los dones de los sentidos, del afecto, de la emoción, va
cayendo en nosotros, aun cuando nosotros no lo recibamos en forma pasiva, sino
al contrario le demos forma adecuada, le echemos en el molde correspondiente y
sólo así digamos conocerlo. Los moldes mentales son lógicamente anteriores a
los dones de la vida, por eso aquéllos son denominados aprioris formales, y
éstos aposterioris materiales. Sólo cuando un aposteriori ha encontrado su
forma adecuada en el apriori correspondiente hay verdadero conocimiento, nace
para nosotros la cosa, y así crece el mundo en el tallo de nuestra aptitud
cognoscente.
Mientras
el realista se sitúa en el punto medio, en el fiel de la balanza, a fin de
establecer ecuación entre el yo y las cosas, mientras el realista tiene en
virtud de dicha colocación intermediaria una mirada en dos sentidos, el
idealista sólo mira en un sentido. Efectivamente, la actitud realista mira
primero del yo hacia fuera y luego del yo hacia adentro, es decir observa y
reflexiona: sale al mundo, lo halla, lo siente, lo palpa, lo dimensiona, lo
conquista y, cargado del botín, vuelve a sí propio, se hunde en sus
profundidades y busca el modo como ha conocido el mundo exterior a partir de
éste, y cuando ha completado tal excursión, cuando ha caminado igualmente en
ambos sentidos, siente que conocer es igualar las cosas conocidas con el sujeto
cognoscente. Puede haber una dosis de humildad en el realismo, acaso la haya y
no pequeña, pero es cierto que el hombre iguala su ser con el ser de las otras
cosas.
El
idealista, al contrario. No sale al mundo, no cree en la efectividad de un
trabajo de tal índole, siente la inutilidad de realizar dos viajes cuando se
basta con uno: ir hacia sí mismo. ¿Acaso las cosas, si es que existen, se nos
entregarán fielmente? Las cosas son tales cuando las hallamos, y la manera de
hallarlas no está fuera sino dentro de nosotros. ¿Quién ha ido alguna vez fuera
de su consciencia, para buscar la manera de ser consciente y de hallar las
cosas inclusas en ella? Luego nos basta con la caminata introspectiva: basta
con una incursión, en vez de practicar primero una excursión y luego una
incursión. Conociendo la manera como conocemos, llegará de por sí a nuestras
manos el secreto del universo.
Conviene
recordar que, a partir de la filosofía cartesiana, el problema del método en
Filosofía llegó a imponerse como base de la especulación, y desde entonces no
hay sistema que olvide colocarle en sitio primordial. Pero hay más, el método
se refiere ante todo al de conocer, y es la gnoseología, por tanto, la parte
culminante en esta preocupación. Por tal motivo los filósofos dejaron de
interesarse por el aspecto enciclopédico de sus investigaciones, y quizás ya no
les interesaba tanto acumular datos científicos, llevados de su afán de
valorar, ante todo, la técnica del proceso cognoscitivo. De ella hicieron un
factor absoluto, pues creían que dominada la teoría del conocimiento, éste
quedaba dominado también.
Por
aquí iba la filosofía de ese entonces, y el último paso en tal sendero lo dio
Kant, sin temor alguno. Para este pensador la manera de conocer, o sea el
método, engendra el ser, tanto que cada procedimiento nos da determinado ser y
no otro. En cierta forma, conocer es crear. Primero la idea, el proceso mental,
y en segundo término la cosa cognoscible, pero sólo cognoscible, y si no llena
esta rígida condición absoluta... no existe. La actitud idealista lleva en su
seno un gran poder y, por qué no decirlo, una enorme dosis de orgullo.
Ante
la doctrina kantiana no podemos asumir en estas páginas ninguna actitud
crítica, simplemente vamos a verla en su sentido. ¿Qué significa el olvido del
mundo exterior, y a dónde van a parar sus consecuencias para la vida y para el
arte? Este sentido, alejado a simple vista de los temas fundamentales del
kantismo, es sin embargo necesario descubrirlo, si tratamos de configurarnos la
filosofía cervantina en un ámbito preciso.
Volverse
de espaldas al mundo: he allí un problema heroico. Hallar el universo en uno
mismo: he allí una búsqueda estupenda. Mas ¿a costa de cuánto? He allí lo
tremendo. Se podría escribir un interesante capítulo de crítica filosófica bajo
este epígrafe: cuánto le cuesta al idealismo su actitud introvertida. En
efecto, si pensamos en lo que va de contar las pocas estrellas reflejadas en el
fondo de la cisterna, a contemplar los millones de astros en su realidad lejana
y sugestiva, podemos en pequeña medida calcular el costo de la actitud
idealista. Cierto que la visión hacia el fondo de la cisterna es quieta,
inmutable y silenciosa. Cierto que al conocer una estrella, con lenta mirada
introspectiva, se han conocido las demás, las hemos identificado con el modelo
que de ellas podemos tener adentro de la mente. Pero... conocer una estrella a
fondo, en razón abstracta, no es comprenderla con la emoción, ni abrazarla con
toda la vida. El mudo conocimiento introvertido, por completo y firme que lo
supongamos, resulta pordiosero al compararse con el estremecimiento de la
existencia cuando siente el mundo y se incluye en la maravilla del universo. El
idealismo se compra a costa de la mitad de este universo, pues apenas se
contenta con una parte, la más brillante si se quiere, pero no la más valiosa.
Se contenta con la apariencia, con el «fenómeno», para decir con término
kantiano, y jamás llega a la esencia, al «noúmeno».
Por otro lado ¿existe la esencia? Si hay, si acaso hay una
esencia del ser, escapa a la cognoscibilidad, simplemente por cuanto aquello
representa algo en sí mismo, algo radicado en la cosa y a la cual conforma al
propio tiempo, algo que hace que el ser sea el ser; y esto es inaceptable para
el idealismo, cuya afirmación básica es la de un ser existente sólo en tanto y
en cuanto es cognoscible. Como no existe el ser en sí, no hay un orden
esencial. Debemos aceptar el orden de las apariencias, de los fainomena y nada más. Cuán cara le cuesta a Kant
su terca actitud introspectiva. La mirada plena hacia adentro secuestra el
pensamiento, disminuye el impulso vital y seca los jugos emotivos.
El
idealismo concluye en la rigidez en el absoluto impositivo, en muchos
imperativos para el pensamiento y para la voluntad. Quiere hacer el mundo y no
trata de verlo. Por más que grite su pluralidad, su elasticidad, su
magnificente variedad el universo, sea el natural o sea el conciencial, queda
encadenado a infalibles prescripciones lógicas, apriorísticas, nacidas y
nutridas en la mente humana. Qué importan, entonces, los seres: se desvanecen
entre el formalismo rígido o se evaporan al calor del foco mental. Hay
desrealización completa de las cosas y deshumanización del hombre concreto y
personal. Las cosas desrealizadas en sí mismas, para ser apreciables han de
entrar en las categorías rígidas; y la conducta, para ser válida, ha de
desembocar en el imperativo categórico de una fórmula universal y vacía.
¿En
dónde queda el hombre? Pues el idealismo no podrá negarlo o reducirlo a una
mínima dosis racional. El hombre es un complejo cuya extensión rebasa la
racionalidad o el proceso lógico: es amor, dolor, esperanza, desesperación,
pecado, edificación y mil cosas más grandes que la vaciedad de un imperativo
categórico. Sobre todo el hombre es contradicción y paradoja, y la acogida
filosófica a ellas resulta monstruosa herejía dentro de la ortodoxia idealista.
El hombre del sistema kantiano, el hombre desinteresado, sin hedonismos, puro y
diáfano con una dialéctica interior absoluta, no existe en sí, y también
resulta un fenómeno, una apariencia sin esencialidad alguna. Vayamos a buscarlo
y, por más que hagamos, no lo encontraremos nunca. Para desgracia de los
idealistas sólo existe el hombre real, ese que lo hacemos cotidianamente, aquel
hombre cuyo pie tropieza con las cosas y se hiere con ellas, el sangrante
racional cuya razón apenas le obliga a contarse como algo más en el universo,
como otro ser, pero cuya existencia y cuya vida sobre todo le permiten ir más
allá, infinitamente lejos de las rígidas deducciones y de los preceptos
escuetos. Aun cuando el idealismo hieratice la conducta, el hombre real supera
la filosofía kantiana. Y aun cuando dicha doctrina niegue las cosas en sí
mismas, estas calladas y pacientes víctimas terminan por imponerse al filósofo,
en cuanto deja sus especulaciones y extiende la mano para alcanzar un vaso de
agua.
Proyecciones
sobre el arte
Si el idealismo congela nuestra vida en fórmulas, si en la ética
suplanta la existencia cambiante por moldes inmutables o imperativos absolutos,
en el arte acomete igual faena, pues deshumaniza también. En la filosofía
platónica encuéntrase ya esta consecuencia inevitable: cuando la creación
artística se inicia en el idealismo subjetivo, termina por vaciarse de
contenido vital y desemboca en la fórmula. Sin embargo, a favor de Platón debe
recordarse su realismo sustancial, pues el maestro griego no fue idealista en
el sentido que damos a esta palabra. Mas sus postulados artísticos, sobre todo
los contenidos en la República, se vician de un idealismo
desnaturalizado y dan, al fin, en preceptos sin contenido humano, tales como la
proscripción del impulso creador individual, el respeto a ciertos
procedimientos tradicionales, el abandono de tales o cuales géneros literarios
libres y otras tesis que, a primera vista, no parecen de Platón, y sólo nos las
explicamos por el punto idealista de donde parte, para aplicarse a la política
y al gobierno, la doctrina estética del filósofo.
Desde luego, el contacto superficial con el problema de las
proyecciones del idealismo sobre el arte puede conducirnos a fáciles
consecuencias y a vistosas o atractivas deducciones, tales como la siguiente:
si el impulso creador nace en el fondo del yo, y si el idealismo es la
elaboración del universo a través de ese mismo yo, qué cosa más natural sino
decir que el arte es idealismo. E idealismo ha sido a lo largo de la historia.
Preguntemos al vulgo o preguntemos a la crítica y obtendremos análoga
respuesta. Sin embargo, así como delimitamos el concepto ‘realismo’ para el
presente estudio, igual cosa tendríamos que hacer con el concepto ‘idealismo’,
y veríamos entonces que no merece la pena tomarlo en el sentido usualmente
empleado por la crítica literaria o en el generalizado por el vulgo. Idealismo
representa lo dicho en las páginas anteriores, y expresa además el terco afán
de edificar el mundo en las entretelas del yo. Curiosa y viril actitud, pero
descaminada, o encaminada sólo en una ruta de internamiento, tan honda, que el
hombre acaba por perder contacto con las cosas. El artista creador, si lo es en
la estricta acepción del vocablo, acrecienta el lote de cosas en el universo.
Si acumula fantasmas o fainomena, nada le deberá el mundo, pues el
género humano jamás se nutre de apariencias.
El
arte no es una apariencia sino la más sensible realidad, aquella que nos hiere
o nos conforta, nos obliga a ir o a volver en la existencia, la realidad, en
suma, en cuyas aguas lavamos los sentidos y el alma.Tal género de cosa debe
tener, y de hecho posee, sustancia propia, autónoma y externa a las capacidades
psíquicas, las cuales pueden contribuir a producirla, cuando no se limitan a
encontrarla, sin que tengan el derecho de reivindicar las obras emotivas como
algo exclusivo de la subjetividad. El arte no es, por tanto, idealismo. Las más
puras formas creadas por la emoción han de inclinar humildemente la cabeza ante
las cosas, si tratan de recibir una sonrisa benévola o una acogida amable de la
conciencia.
Pero
hay en la historia del arte y del pensamiento situaciones que contradicen lo
dicho anteriormente. Algunas veces encontramos el espectáculo de la
subjetividad poderosa y capaz de imponer sus creaciones, y vemos cómo el idealista
acaba por modificar el contorno real y someterlo a nuevas formas personales,
forzando en cierto modo lo antes tenido por común o patrimonial de todos. Tales
sucesos son poco frecuentes, mas en verdad resultan incuestionables. Solamente
que no suele decirse a costa de cuánto el idealista logra vencer la realidad
circundante. En primer lugar a costa de luchas en donde suele sucumbir el
innovador con mayor frecuencia de la generalmente imaginada. En segundo lugar,
y esto resulta lo principal, el idealismo subjetivista del renovador triunfa
sólo cuando deja de ser singular para convertirse en cosa, cuando se cosifica y
entra en el dominio real de los seres objetivos con que cuenta la humanidad.
Mientras tanto el idealista va errabundo y dolido, no halla comprensión, oye
cómo en el contorno se pregona su ineficacia, y echa a correr a caza de un
descanso siquiera pasajero en la tolerancia o en el criterio ajeno. En otras
palabras, podemos decir: emigra el subjetivismo en busca de objetivarse, trata
de renunciar claramente de su esencia idealista y de adquirir a cualquier costa
un poco de realidad.
Cuando
llegan las denominadas horas de reivindicación, minutos en los cuales la
sociedad paga el tributo de reconocimiento comprensivo al grande hombre negado
hasta ese instante, no hay en el fondo otra cosa sino un despojo. ¿Qué sucede
entonces? Un violento traspaso de dominio, un tránsito inmediato de propiedad:
el grupo social arranca de la hondura subjetiva e íntima una determinada
modalidad de ver o de sentir, de pensar o de amar, yla echa al patrimonio
público para uso de todos. Y allí, adiós visión exclusiva o singular, adiós
idealismo, por cuanto sobreviene el imperio de la objetiva realidad.
Pero
meditemos bien: estos casos constituyen una mínima excepción, siendo lo general
y humano que la realidad sople o infunda su espíritu a la vida trivial tanto
como a la alta vida ejemplar.
Con el
realista no ocurren tales sucesos, simplemente por la situación que ocupa entre
sus semejantes. El realista va desde su yo, camina luego con el lote de
visiones a cuestas hasta el fondo de su propio ser y, finalmente, emerge al
mundo con el mundo depurado y limpio. El realista ve cuanto no han hallado los
demás con sus ojos, y cuando realiza algún descubrimiento, no lo saca de su
interioridad solamente, sino que enseña a los demás lo hasta entonces
circundado de penumbra, esas cosas cuya cercanía necesita de especial
acomodación emotiva, o enseña también nuevas relaciones entre los seres del
universo. La creación en el ámbito realista resulta, por tal motivo,
inmensamente más original y difícil.
¿Qué
hace el idealista? No desciende de su sitial para ir a las cosas. Se hunde en
sus propias nieblas internas y finge continentes de insospechada belleza o de
certidumbre muy remota. Él los ve, pero él únicamente. Piensa que es patrimonio
de privilegiados hallar esas lejanías casi infinitas. Crea universos de belleza
incalculable, constelaciones de verdades abstractas, fórmulas donde caben el
ser real y todos los seres posibles, en una palabra, las fórmulas mágicas para
reducir el mundo a una idea. Pero nada más. Generalmente no acierta a cumplir
el propósito, y si lo cumple resulta desmedrado al cotejarlo con el intento.
¿El mundo del idealista? No existe. ¿La humanidad del idealista? Es una
humanidad deshumanizada, sin vida pero con fórmulas. ¿Y el arte? También vacío
de contenido vital, formulista, inmóvil, desapasionado, eterno si se quiere,
mas inhumano.
Descendimiento
a la realidad
Estas
alturas resultan inhabitables para la vida corriente y necesitamos volver a
donde prospera, o sea, al pie de las montañas. Se necesita descender del
idealismo y acercarse cordialmente a la realidad, al mundo de las cosas y a la
convivencia de nosotros con ellas.
Una es
la verdad de Kant, altísima, inmensa sistematización como pocas en la historia
del pensamiento, pero otra es la verdad de la vida. Aquélla resulta descubierta
por el pensamiento, mientras ésta resulta elaborada pausadamente por la
existencia de cada cual. Nuestra verdad vivida, suma de granillos de arena
acumulados por cada latido, y al mismo tiempo arroyuelo dilecto en cuya
corriente diminuta se nos va y se nos viene lo más amado y deseado, nuestra
verdad pequeñita, siempre buscada y nunca satisfecha en plenitud, es tan
diversa, si se quiere tan humilde frente al idealismo, pero tan personal y
valiosa, que sin ella la cultura se convertiría en monótono cementerio. El
granillo de arena representa el aporte de cada conciencia a la fábrica del
mundo.
La
verdad de la vida salva a la persona, no exalta ningún sistema, acaso anda
dispersa y no alcanza notoriedad, y sin embargo camina en la entraña de cada
hombre preocupado con su destino. Está constituida por las cosas que hallamos o
nos sobrevienen, su inventario consiste en los perpetuos viajes de cada uno al
mundo, en las experiencias que vamos acumulando, en las lecciones recibidas, en
las previsiones vislumbradas, en la continua lluvia de objetos sobre nuestra
conciencia despierta o semidormida, y sobre todo consiste en el hundimiento que
hacemos en nosotros mismos, con todas las cosas sobre nuestros hombros.
Cargados de lastre experiencial buceamos en las aguas más hondas del yo, y
luego retornamos a la superficie después de bañar las cosas en lumbre de
comprensión, y sin haberlas alterado o inferido ultraje alguno. Cuando el amor
a ellas es de gran magnitud, las traemos limpias de polvo y de escoria.
Convivimos
los hombres unos frente a otros, pero además convivimos con las cosas. Las
sentimos, muchas veces las sentimos hasta amarlas más de lo debido, nos
acercamos a ellas de tal modo que las confundimos con el propio cuerpo o con el
alma propia. Este amor desmedido, y en el mayor número de casos repugnante,
subordina el hombre a la materia, lo ata sin misericordia en formas bajas de
pensar como el materialismo, o en formas bajas de amar como la avaricia. Mas la
correcta posición del hombre espiritualmente normal y decente en medio del
océano objetivo se traduce en un sistema de relaciones, de empleos, de
categorías, de usos y de pensamientos agrupados bajo el nombre filosófico de
realismo. Dicha actitud implica nobleza del hombre frente a las cosas,
superioridad del ser capaz de fines y de programas existenciales sobre los
medios entregados a su alcance, empleo natural de tales medios, buen trato a
ellos, pero jamás subordinación a ellos. Vivir en la realidad significa
primordialmente sentir las cosas como existentes en sí mismas, luego después
portarlas o soportarlas con la vida, para finalmente, con su auxilio, edificar
la existencia. Realismo no es hacer las cosas, mucho menos permitir que las
cosas nos edifiquen. Si pretendemos aquesto, desfiguraremos el mundo, pero no
viviremos ni sabremos darnos cuenta de nuestro destino. El empeño de construir
el mundo con la idea fracasa en su primera salida, en la primera desobediencia
de las cosas a nuestro ideal. La miseria de posponernos a los objetos esclaviza
el anhelo y nos transforma en entes antihistóricos. El idealismo, tanto como el
materialismo y la avaricia, son, sin duda, contra natura.
El arte
recogido en la pendiente filosófica realista es, pues, humano y humanizado,
naturaleza vivida y viviente, cuadro sensitivo construido a retazos sobre la
existencia y con fragmentos de ella. La procesión hacia las cosas constituye el
paso inicial: nuestra vida se vuelca en ellas persiguiendo en todo momento
aprehenderlas con el noble fin de arrancarles su secreto. El segundo paso
consiste en acarrearlas al latido de la emoción con que somos capaces de
recibirlas. Y por último, si tratamos de edificar con las cosas, o de ser
realistas en arte, exhibimos ante los demás el jugo alquitarado de ellas,
transparentándolo en la redoma de nuestra vida personal y singularísima. Por
eso realismo estético equivale a humanización.
Pero ¿en qué sentido se dijo arte recogido en la pendiente
filosófica realista? ¿Acaso debemos pensar que arte es filosofía? Cuidemos
mucho de no confundirlos, pero tratemos así mismo de dejar muy clara la raíz de
cualquier elaboración emotiva. En último término y fuera del dogmatismo definidor
al que no escapan ni escaparán jamás los sistemas y las escuelas, la Filosofía
en su alto sentido no expresa otro afán sino el de resolver la posición del
hombre, de cada uno de los hombres en el universo. El arte, a su vez, florece
con análogo deseo y quiere siempre traducir la solución dada por la emotividad
al cuestionario universal. Por eso, sin incurrir en ofuscamiento de linderos
concienciales, no hay arte que no contenga su peculiar subsuelo de filosofía.
El arte no existe en el vacío, antes procede de capas geológicas muy hondas,
del cosmos, del mundo donde nos sustentamos, y más aún de la respuesta que
demos o intentemos expresar al terrible
cuestionario del universo.
Cuando
la ansiada respuesta a cuya sombra descansa o hace un alto nuestra búsqueda
consiste en un lote de postulados mentales, debemos llamarla problema. El
problematismo en filosofía, tanto como en arte, se agota en lo interno, acaso
tiene miedo a la realidad y prefiere manifestarse en técnicas de conocimiento y
de expresión.
Mas cuando
esa misma respuesta consiste en un camino que nos lleva a otro y a infinitos
caminos hacia la interioridad del ser, interioridad rica y multicomprensible,
dicha respuesta no consiste ya en un problema sino en un misterio. La
contestación peripatética al interrogatorio universal, si cabe forzar el
término en este sentido de caminar en torno de las cosas, va audazmente hacia
lo que en el fondo del ser permanece oculto y solicitante.
Ha
sido el filósofo francés contemporáneo Gabriel Marcel quien ha logrado esta
distinción que venimos aplicando al arte. Según él, problema es una solución
mental, una fórmula donde encerramos nuestro afán inquisitivo. Y misterio, el
acicate y término, el señuelo en el camino de perforación a la realidad. Pero
ambos son apenas un punto de descanso para emprender nuevas sendas. Si estos
dos polos diesen fin a nuestra ansiedad cognoscitiva o emotiva, hace siglos que
la filosofía y el arte estuviesen agotados.
El
idealismo reposa en problemas, casi dormita con ellos. Mientras el realismo se
desvela con los misterios. Cada cosa, cada ser sin exceptuar uno solo, lleva en
sí algo, cuando no mucho, de velado y oculto. Cada cosa representa para
nosotros un misterio, nos aflige con su profundidad, donde incontable número de
ocasiones perecemos. Al hundirnos en las cosas perseguimos lo ignoto de ellas,
las mil facetas móviles e invisibles a la simple curiosidad superficial. Arte
realista es arte de misterios, de descubrimientos, de sondajes lentos, de
lentas conquistas sobre las cosas y de fructuosas conquistas para nuestra vida
singular. Romper la apariencia nos acerca infinitamente al Creador, pues si
vamos más allá de la exterior presencia de los seres, los re-creamos. En el
mito pagano, el artista es prometeico. En el sentido cristiano, asciende hasta
muy cerca de Dios.
Aristotelismo
y cervantismo
El
sendero hacia el misterio de los seres puede seguir distintos flancos de la
realidad y caer en diversos parajes. Así ha sucedido, en efecto, y la Historia
de la Filosofía nos ofrece un rico panorama, pues las cosas en su ser íntimo se
ofrecen inagotables y dejan campo a andanzas permanentes. Los objetos, es decir
cuanto se halla fuera de nosotros y aun aquello nuestro que logra objetivarse,
nos llaman de modo pertinaz, y el momento en el cual vamos a subyugarlos, se
nos esquivan dejándonos ver tesoros incalculables, se agigantan, crean y
procrean nuevos escondrijos hasta desorientarnos. La visión más firme no agota
al ser.
Hay
muchos realismos en la Filosofía, mas la suma de ellos hasta hoy no supera el
misterio agazapado en el diminuto guijarro. Seguimos investigando las cosas,
penetrándolas con el pensamiento o torturándolas a fuerza de técnica, pero
ellas son y seguirán siendo, sin decirnos su última palabra. Si nos sentamos a
la vera de la escuela de Parménides o a la sombra inmensa del aristotelismo,
tendremos que ceder a la evidencia de sus afirmaciones. Pero... ¿y lo demás que
no nos cuentan? Hay en Aristóteles enseñanzas inconmovibles, no obstante fuera
de su palabra quedan millones de verdades y un tesoro magno, en cuyas canteras
la emoción y la voluntad trabajan siglos y más siglos.
Una de las más insignes tentativas de ahondamiento en la
tiniebla de las cosas fue llevada a cabo por Aristóteles, conocedor como pocos
de que el ser se dice y se comprende de
varios modos. Sin
embargo aventuró su nave en un modo que diríamos oceánico de comprender el ser:
la universalidad del mismo, con lo cual dejó cimentado para los tiempos el
ministerio de la ontología, suerte de visión de largo alcance, telescópica y
microscópica en el mundo trascendental. Situó el ser más allá de la física, en
lo que él mismo denominó metafísica, más allá de las apariencias de color,
figura, cantidad, posición, inquiriendo mejor el ser en sí mismo, aquello por
lo cual denominamos ser al ser, buscando lo permanente y dejando lo
transitorio.
La
empresa aristotélica no es leve; a lo menos si consideramos que no es fácil
dejar entre paréntesis las condiciones externas merced a las cuales los objetos
nos llaman. No obstante hay algo de inmóvil en la perpetua movilidad del
universo, y ese algo es lo universal, en cuya persecución se salió la aventura
aristotélica. Las cosas son, y resulta apremiante ver en qué consiste y en
dónde reside aquel ser. Parménides tiempo atrás había dicho: «El ser es y el no
ser no es». Mas eso no bastaba y el otro filósofo intentó ir más allá,
consiguió su intento y edificó la doctrina de la esencia y la existencia, la
completó con la tesis del ser potencial y del ser actual, para coronarla en fin
con la enseñanza suma de la ontología: con la de la entelequia o posibilidad de
realizarse plenamente el ser. Pero esto va demostrado en Aristóteles por vía
racional y no mediante procedimientos experimentales. El fundamento de la
visión aristotélica es, pues, la universalidad del ser y su esencia; y el
fundamento del proceso cognoscitivo de estas realidades consiste en el discurso
racional. De allí que tal doctrina y sus similares reciban el nombre de
realismo crítico.
¿Hay
conocimiento filosófico de lo singular? Aristóteles no lo ha negado con
claridad, mas nos deja entrever su pensamiento al respecto. Por ejemplo: nunca
dio a la Historia el sitial filosófico definido que le corresponde, antes bien
la pospuso a otras expresiones humanas, como la poesía. Y para hacerlo partió
de la siguiente afirmación: el poeta dice las cosas que son o pueden ser, pero
las dice de manera universal; mientras el historiador dice solamente lo que ha
sido, y de manera singular. Y aun cuando no exprese el maestro eximio, basta no
olvidar el afán universalizante de su visión para hallar claramente cómo en su
sistema no tuvo cabida precisa la filosofía de lo singular.
Pero a
más de la universal, hay otra forma de comportarse la Filosofía con el ente, de
modo quizás emotivo y directo, y por un procedimiento más sentido que razonado,
forma cuyas fuentes inescrutadas hasta hace poco, cuando no despreciadas,
constituyen el venero más fecundo del pensamiento contemporáneo. Tal guisa de
acercarnos a los seres es la intuición, procedimiento un tanto pospuesto por
los sistematizadores rígidos, grandes y pequeños, traspasados durante muchos
siglos, quiéranlo o no, por la aguda mentalidad aristotélica. En efecto, la
pertinaz creencia de que no hay filosofía de lo singular, junto con el tradicionalismo
y el menor esfuerzo enseñoreados hasta de las tumultuosas aguas del
pensamiento, han impedido sacudir el postulado anejo y acometer a las cosas en
forma singular, y han obligado a suponer inseguro un proceso de conocimiento
deducido de la peculiaridad profunda de cada ser.
El ser
tiene universalidad, y en esto Aristóteles no será refutado jamás. Sin embargo
guarda sus secretos propios, peculiarísimos, en cuyo regazo crece
silenciosamente su calidad de ser distinto de los demás, lo cual nos enseña que
tiene particularidad, y en esto la intuición tampoco será refutada nunca. Sobre
estas singularidades inmediatamente aprehendidas, las más de las veces sin el
menor auxilio del discurso analítico, se da la filosofía de lo singular, tan
filosofía como aquélla de lo universal, y con la ventaja de no sentirse
adherida al preconcepto ni disminuida por el sistema, filosofía libre, de
artistas generalmente y de ensoñadores. Nadie nos ha garantizado la
infalibilidad del discurso analítico, máxime cuando vemos ser espectáculo
normal y propio del pensamiento, la sucesión de fórmulas y de escuelas. Por
tanto, y en la imposibilidad de demostrar la absoluta preeminencia de la
filosofía discursiva y universalizante, su hermana inquieta, la intuitiva,
merece ocupar sitio distinguido y solicitarnos con igual fuerza, o acaso con
mayores tentaciones, pues siempre acuden en pos de ella divertidos duendecillos
imposibilitados de trabar amistad con personajes conspicuos.
Sí hay
filosofía de lo singular y, más aún, se halla constituida por la intuición. Sí
existe, y sus fieles se cuentan sobre todo entre los artistas creadores o
re-creadores de las cosas. El conocimiento singular, vehículo directo, camino
sin paradas de nuestra alma en pos de la interior intimidad del ser, vale por
una filosofía de visiones y, a poco andar, se convierte en la de los realistas
visionarios. Y en su favor cuenta con un tesoro imponderable, pues la hallamos
íntegramente edificada por vivencias experienciales, o sea, a fuerza de
segmentos de vida, de esos retazos de existencia que vamos dejando al paso
sobre el mundo objetivo, a trueque de los silencios cuya voz logramos
despertar. Cada secreto de las cosas nos cuesta un pedacito de vida.
Mas no
todas las vivencias experienciales alcanzan expresión. Inmenso número de ellas,
y en incontable número de hombres, no llegan a exteriorizarse. Caen en nuestro
abismo interior circuido por lo inefable. Ni el color, ni la imagen, ni la
palabra traducen nuestros hallazgos directos en el reino del ser, pues estos dóciles
elementos expresivos no nos obedecen con la asiduidad que desearíamos, antes
bien se encabritan y, con una negación dolorosa, rompen la continuidad de
nuestro sendero hacia las cosas. El circuito de lo inefable no se abre en forma
corriente a todos los hombres. Aun cuando haya unos pocos a quienes no asusta
jamás la inexpugnable muralla. Éstos son los grandes artistas intuitivos, los
ensoñadores auténticos, los realistas del ensueño, especie de filósofos,
peculiarísima y venturosa estirpe de mortales, dotada con el poder del verbo
inmortal. Para ellos las vivencias experienciales no desembocan en el mar de lo
inefable, antes bien su río asciende al infinito de Dios y junto a Él aprende
el eco de la palabra creadora.
El
cervantismo pertenece a este género de voces. Y así como a Aristóteles se le ha
llamado a representar al realismo crítico, me place exhibir el nombre de don
Miguel de Cervantes como candidato a personero del realismo intuitivo. Y lo
hago por innegables motivos, por hallar en él a uno de los pensadores que más
lejos ha ido en el sendero del misterio ontológico singular, por encontrar en
el alma cervantina más vida y más cosas vividas que en miles de hombres, por
sentir en el tumulto espiritual de este maestro el mismo del universo exterior con
el cual se ha consustanciado: realismo intuitivo y vivido. En una palabra,
existencial.
En el
camino de la contemplación directa del ser, Cervantes vale por un adelantado de
primera magnitud, ya en la distancia conseguida, ya en la claridad perfecta con
que nos muestra su botín. No solamente se contenta con aproximarse a las cosas,
lo cual es mucho. Ahonda su alma en ellas, lo cual es raro. Y llega a unirse
con el ser, en una especie de mística excepcional, trance a donde no alcanzan
sino los más egregios. La contemplación cervantina de las cosas es una
contemplación unitiva.
En
esto, sólo los místicos de su estirpe igualan a don Miguel: el realismo de
ellos se aquieta en las márgenes infinitas del Ser Inefable, en la unión con
Él, realidad eterna e invencible realismo. ¿De dónde, si no, han tomado los
iluminados españoles esa fuerza ascensional entre las cosas y los estados de
alma, a no ser de aquesta Realidad inmutable que define la esencia absoluta del
ente, en dos palabras, sin comentario y sin límite, Yo soy el que Es? Ser el
Ser, he allí el punto de partida del universo —conjunto de seres— y del
pensamiento —vocación hacia los seres—.
Y cuando el proceso unitivo camina sus caminos empapándose de
amor, la claridad conseguida enciende luz inextinguible. La mirada cervantina,
suerte de estrella fija sobre las cosas humanas, lo propio que el realismo
místico de san Juan de la Cruz o de santa Teresa, oficia con toda pompa el rito
entusiasta del amor. Ser y amar, síntesis cabal del conocimiento encaminado naturalmente
hacia las cosas. Comprender el ser y amar las cosas, género casi exclusivo de
doble re-creación, reservado en el territorio del arte al humano, dolido y
sonriente progenitor del Quijote.
La
amorosa contemplación intuitiva de Cervantes, por eso, al pretender darnos una
novela, acabó ofreciéndonos la historia más real, el hombre más humano, la más
entrañable biografía del ensueño realizado. Con lo cual hemos descubierto el
problema capital de Cervantes y su genio, como si hubiésemos dado en el recinto
donde guarda la fórmula mágica, con cuya virtud creó la biografía real de los
personajes irreales.
Creación de tipos y creación de caracteres
El
problema nuclear podemos expresarlo del modo siguiente: ¿hasta dónde viven las
intuiciones? O mejor: ¿hasta dónde es real la biografía de los personajes
irreales? En otros términos, debemos plantearnos la cuestión de los tipos y los
caracteres, la transitoriedad o la permanencia de ellos y las ocultas
motivaciones determinadas por tales sucesos. Hay ciertas creaciones
perdurables, por más alejadas a la vida común que nos parezcan, y en cambio hay
otras mucho más cercanas a lo cotidiano, a lo trivial y no obstante se van
definitivamente al olvido. Don Quijote, Fausto, la Celestina, he allí tres
nombres de personas cuya faz, acaso, nunca veremos en singular junto a
nosotros, no las encontraremos en el mundo normal y sin embargo nos complacemos
en llamarlas humanas, nos asombramos al ver cómo sus facetas son el reflejo de
cada yo, edificamos existencias y guiamos conductas en la enorme fuente de
posibilidades y de promesas que manan constantemente.
Otras
creaciones, en cambio, más acordes con la dimensión vulgar de la vida, parecen
habitar en nuestras moradas, las tenemos junto a nosotros en el sendero, se nos
presentan en forma asequible, tanto que, si las miramos de hito en hito, en
ellas encontramos el tumulto de nuestros prójimos, de sus costumbres, de sus
tendencias y de sus afecciones, y no obstante no las atribuimos nunca igual
jerarquía que a las anteriormente nombradas. ¿Cómo explicarnos un absurdo tan
grande, cómo descifrar este doble enigma de sentir humanas aquellas
realizaciones ausentes de lo cotidiano, y de no sentir humanas aquestas
realidades cercanas a la vida corriente y a nuestra común existencia? ¿Cómo
calificamos de humanísimo a don Quijote, y al mismo tiempo negamos una migaja
de humanidad a ese tropel de figuras y figuraciones que pueblan el teatro, la
novela de costumbres, el cuento y más géneros literarios? ¿Cómo, si aquél no
mora y éstos sí moran diariamente en nuestros domicilios?
El
problema es agudo y no tiene solución precisa si no aceptamos ver dos maneras
diferentes de producción artística, creada cada una de ellas por artistas de
diferente calidad. En efecto, hay dos modos de realizar la realidad emotiva, y
los hemos encontrado ya al paso, mas ahora habremos de enfrentarnos con ellos
nuevamente: bien sea preguntándonos acerca de los modos de creación ofrecidos
por el realista crítico y analizador, bien sea preguntándonos acerca de los del
realista intuitivo. Entonces hallaremos, si miramos fijamente, que el primero
nos brinda un tipo, como un regalo hermoso y en cuyo dominio podemos entrar,
pues todo está acabado; mientras el segundo nos entrega un carácter
problemático, inacabado, y en cuyo dominio todo necesitamos descubrir. En aquél
la donación consiste en algo modelado, en una obra acabada con retazos de
singularidad, en una figuración definida por obra de aquello de común
presentado por los individuos particulares. En cambio, el intuitivo echa al
mundo un ser cuya realidad va modelándose por sí misma, hasta alcanzar la más
alta singularidad, precisamente a fuerza de esquivar lo tópico y común de la
especie o del género. El tipo constituye una definición, un término, por tanto,
una imposibilidad de ir más allá. A su vez el carácter significa una modelación
sucesiva, un ir siendo sin fin inmediato y un hacerse sin preconceptos.
¿Qué
es un tipo? He aquí una interrogación difícil de satisfacer, si primeramente no
damos un rodeo. Para saber la consistencia real de un tipo, resulta más
aconsejado buscar cómo se forma. La especie, el género, antes que realidades,
son conceptos, todo lo realistas que se quiera, pero siempre formados
mentalmente. Lo universal vamos configurándolo con el pensamiento capaz de
hallarlo en todas las singularidades análogas o semejantes. El tipo, desde
cuando no es el yo y ni siquiera el nosotros, sino solamente aquello que el yo
y el nosotros poseen en común, consiste en un descubrimiento, en un hallazgo de
la mente, después de un largo proceso inductivo el cual, finalmente, desemboca
en una deducción. Formulamos lo típico en biología, en lógica, en ontología, y
lo formulamos también en arte, aunque esto último nos parezca un tanto oscuro.
Sin
embargo, es tan cierto que formulamos lo típico en arte, cuanto nos es
imposible negar la existencia de esas creaciones aludidas ya más arriba y cuya
denominación es exactamente la de tipos. Y no son otra cosa sino una especial
categoría emotiva, en donde la fina observación de los casos singulares termina
por alojar un común denominador descubierto de improviso o pesquisado durante
largo tiempo. En otras palabras, tipo significa la formulación universal y, en
este caso, emotiva además, de un detalle, procedimiento, acción, pasión, sentimiento,
costumbre o algo por el estilo.
Para
llegar al tipo es necesario caminar inductivamente, desde la externa apariencia
de los seres singulares o desde alguna calidad manifiesta de ellos, siguiendo
el proceso de conformación orgánica de una interioridad que se crea, tratando
en todo caso de obtener o de construir con datos reales un total armónico y
completo, capaz de ser expresado en conceptos, o sea, formulable. La
interioridad del tipo en lógica y en arte se alcanza en virtud de observación, y
le vemos existir desde el momento que refleja o copia un determinado conjunto
de seres y se nos presenta como algo creado. Pero fundamentalmente el tipo no
crea ni modela, mucho menos posee perspectivas capaces de reflejarse en la
conducta o en la vida, y en esto se distingue del carácter, cuya virtualidad y
esencia consisten en su potencia a realizarse desde adentro. La obra del
realista crítico, por ser de análisis, desmenuza, fracciona, divide, pulveriza
y define, es decir pone fin, y su creación, por lo mismo que sigue un camino de
interior formamiento, resulta introvertida. En este punto el analista, sin
renunciar a su calidad crítica, logra más de un contacto con el creador
idealista.
Y ya
es hora de preguntarnos: ¿qué es un carácter? El sentido de la palabra lleva
honduras y de suyo nos predispone a meditar. Significa la acción de grabar, de
marcar con huella imborrable, de imprimir una señal inconfundible. Éticamente
el carácter representa el signo exterior o exteriorizado de una rica
posibilidad espiritual, y se nos ofrece siempre como la vestidura peculiar de
un movimiento interior encaminado con libertad en pos de su total realización.
Filosóficamente el carácter se adecúa sólo a la persona, en virtud de ser ella
la única potencia autodirigida entre el tumulto de cosas del universo. Si
contamos los millones de seres, sólo destacaremos a la persona como dueña de la
inmensa capacidad de imprimir carácter a sus exteriorizaciones, a sus
modalidades y a sus fines. Esta facultad de obrar por cuenta propia la
diferencia y la realiza.
La
plena realidad del ser, su paso total de la potencia a la existencia en acto
que al tratarse de las cosas no rebasa la ontología, cuando se refiere al
hombre sale de estos cauces y se vierte hacia la ética. Por tal profundo motivo,
la entelequia humana es ontológica y ética al mismo tiempo, representando un
ritmo dual y permanente, durable cuanto se extiende la existencia de cada yo, y
capaz de cubrir las zonas del ser y del hacerse, del existir y del edificarse.
Por
todo esto el carácter llega a ser singular, y su perfectibilidad consiste en
apartarse cada vez más de lo universal. Si el hombre no rebasase el continente
de la ontología, si fuese un simple ser concluso, hermético, dado con
anterioridad como los demás seres, tendría sólo universalidad, y no pasaría de
conceptual como especie inteligible, ni pasaría de individuo como parte de una
especie zoológica. Pero con él ocurre algo estupendo, algo casi infinito, y es
que el hombre domina al ser y conjuntamente puede realizarse, o sea, llegar a
constituirse en persona, o, lo que es lo mismo, en singularidad.
Cuando
un artista se siente creador de caracteres —tarea rara y sublime—, perseguirá
intuitivamente la difícil realidad singular, y la expresará, así mismo, de
manera única. Y para hacerlo habrá de seguir un camino opuesto al del artista
analítico. Si éste toma el sendero de las cosas singulares y de ellas espuma lo
común, a fin de organizar con esto una universalización conceptual, el
intuitivo ha de sumergirse en una singularidad grandiosa, la ha de captar en
aquello de diverso y peculiar guardado en su seno y, sobre todo, si es
verdadero creador, logrará descubrir la raíz de la milagrosa motilidad en cuya
dinamia el ser halla impulso para su autorrealización. Más arriba anotábamos la
manera inconclusa de dársenos el carácter y su rechazo a definirse en límites
conceptuales. La explicación del caso se halla en que el carácter supone la
urgencia de seguir haciéndose, edificándose, no en ideas, sino en actos.
Llegados a este punto, podemos oponer dos términos que nos resultan
imprescindibles si tratamos de comprender las dos formas de creación emotiva
recordadas en estas páginas, términos cuyo sentido expresa en síntesis lo dicho
hasta aquí: definición y realización. Definición como fórmula mental.
Realización como huella o constante marca de la vida al pasar sobre las cosas.
Pero
toda realización humana tiene por su naturaleza la necesidad de darse, de
volverse externa u objetiva en cierto modo. El acto, el acto propio, la necesidad
de grabar las cosas con el signo espiritual propio, la manera o estilo de cada
hombre, los recogemos en lo objetivo, los buscamos en las cosas realizadas,
como segmentos de espíritu emigrado al mundo tangible. ¿A quién se le ha
ocurrido la idea peregrina de modelar una biografía sólo con las intenciones?
La intencionalidad queda sepultada con el cadáver, pues representa un pretérito
infructuoso e impotente de sobrevivir a quien dejó de ser. En cambio la
realización permanece y de ella nos asimos para salvar a un personaje en el
recuerdo. «Por sus frutos los conoceréis», dice el Evangelio, y en esta verdad
hallamos al mismo tiempo una sorprendente lección de estética, emanada de la
dulzura moral de Jesús. La persona se salva, tanto en el orden histórico, como
en el sobrenatural, merced a los actos; es decir por la edificación. Y los
grandes edificios biográficos son juntamente grandes caracteres.
La persona no está definida a priori, sino que va definiéndose en el campo
de la ética o en el de la estética. Por tanto, si cabe hablar de caracteres
definitorios, habremos de poner el verbo en gerundio, para ser fieles a la
verdad vital. Y esto mismo les presta permanencia. Basta considerar la sucesión
de tipos que, en la torrentera de modas, usos, costumbres, convencionalismos,
se nos van de entre las manos y apenas logran persistir unos pocos segundos
históricos. En tanto los caracteres van descubriéndosenos. En forma secreta
llevan su venero, y por cada vez que a él nos acercamos, nos pagan con una
novedad. Descubrimos y redescubrimos a don Quijote, los continentes de su
existencia en gerundio no están agotados, ni llevan traza de menguar;
contrariamente van dándose, van creciendo, van aflorando, mientras más los
perseguimos con la búsqueda, o más los hollamos con el tránsito afectuoso.
La
creación de caracteres implica un audaz viaje hacia el corazón de la realidad.
No es el mero periplo o viaje de circunnavegación, tampoco el mero éxtasis
contemplativo de la persona. Ni una adivinación, ni siquiera un dogmatismo. La
creación de caracteres representa un vaticinio y vale por una profecía: en su
seno se esconde la posibilidad de los descubrimientos más remotos. La parte de
la tarea creativa encomendada a la visión o al ensueño, rezuma por este lugar y
expresa el trámite unitivo del visionario con la realidad más íntima.
Y por
aquí demora tranquilamente otro secreto. Los grandes intuitivos, en uso de su
potencia visual singularísima, antes que tipos saben crear caracteres; antes
que definiciones, vidas abiertas a la promesa; antes que meros reflejos de la
realidad, luminarias para encender la vida propia y reflejarla sobre la vida de
todos los hombres. El gran intuitivo ha caminado muy adentro del Génesis, y en
alta mar creativa acaba por entender muy de cerca la divina expresión de la
Trinidad: «Hagamos al hombre».
Filosofía de la aventura
Si
pasamos revista prolija al lote de criaturas cervantinas —población
importantísima y muy extensa del Imperio español— notaremos, con sorpresa, cómo
de aquel conjunto de hombres y mujeres de toda clase, condición, jerarquía y
calidad, adquirimos un conocimiento excepcional. No confundiremos nunca un
personaje con otro, jamás alteraremos la más pequeña relación o la actividad de
cada uno, y llevaremos fija en la memoria y para siempre la singularidad
ejemplar de estas criaturas, las más de ellas fugaces como un relámpago, pero
tan distintas y precisas, que no nos demandan esfuerzo alguno para
identificarlas.
¿Acaso
Cervantes las describe con prolija precisión? ¿Quizás el artista las pule como
esculturas acabadas? ¿No será que nos las entrega en pintura de gran dibujo y
colorido? Nada de eso, el tropel de criaturas cervantinas no se sirve de las
técnicas descriptivas, escultóricas o pictóricas, las grandes definidoras, las
más útiles para marcar contornos y destacar los personajes. Sin embargo, la
obra del maestro español vale como el más grande poema narrativo, la catedral
gótica más compleja o cargada de efigies y el más tumultuoso fresco de Miguel
Ángel. Pues en Cervantes coexisten, sin hacerlo notar, la descripción, la
escultura y la pintura, sin que como tales asomen por ningún costado. Lo
prodigioso del caso, único en la literatura universal, consiste en que estos
miles de creaciones apenas se describen, se esculpen o se pintan.
A
Cervantes le bastan dos trazos fuertes, y ya está el personaje. ¿Qué ha
ocurrido en el fondo? Pues simplemente al artista no le interesan las
exterioridades, para él lo de fuera es adventicio y las apariencias le vienen
modeladas desde adentro, sacadas de la profundidad etopéyica, extraídas de la
raíz, con el fin de modelar el cuerpo a quien les tocó dar forma. Para
Cervantes la corporeidad no representa un valor de segundo orden, por el
contrario, la aprecia tanto, que suele labrarla con el método más puro y casi
divino: ordena al espíritu convertirse en artífice de los cuerpos. Dos trazos,
y está el personaje no definido, sino listo a caminar por propia cuenta, pronto
a ir definiéndose por sí solo.
No es
casual, ni siquiera subconsciente, el procedimiento creativo usado por este
novelista: sus engendros, perfectamente pulcros e inconfundibles, no necesitan
minuciosas configuraciones externas para alcanzar a nuestra vista la vida que
les es característica. Poco a poco vamos haciéndolos en nosotros mismos; por
fugaz que sea su presencia, como la del niño Andrés azotado por el labrador,
lentamente nos solicitan y nos ocupan en forma plena, no por el detalle, sino
por la sustancia. Repasemos la presentación de cada personaje y veremos que al
ofrecernos un nuevo regalo, Cervantes pronuncia dos frases de hondura
espiritual, a modo de programa de vida de su engendro, y en ellas nos entrega
un ser vivo en cuya entraña va la mejor promesa de seguir viviendo. Entonces
resulta obvio que el personaje no necesite ser descrito, esculpido o pintado.
En cierto modo Cervantes no es un artista plástico, antes bien domina todos los
órdenes de la plástica, graba sobre ella sus caracteres y deja su marca, pero
no una marca estática, sino una prodigiosa marca germinal, promisoria del
magnífico don milagroso de la vida.
A
Cervantes le interesa lo humano sobre todo lo artificioso: las medidas, las
convenciones, las fórmulas no son para él. Acaso las proporciones y los
equilibrios le desagradan también. La única proporción usada por él es la misma
del Génesis: arcilla miserable infundida con alma inmortal. El único equilibrio
buscado por él es el de la vida: dolor con alegrías, esperanza con fracasos,
ensueño con realidades construidas. En suma: creación de personajes
característicos.
Del
conjunto de estos seres abiertos al futuro, a la aventura, a lo que vendrá,
debemos destacar uno con quien Cervantes procede de diverso modo, quizás en
fuerza de la vida del héroe, de su continuidad asombrosamente variable y
multiforme. Si a todas sus criaturas el artista las echa a caminar luego de
indicarles el sendero, no sucede de igual manera con don Quijote. De entre
todos los caracteres del mundo cervantino, éste es el único a quien su
progenitor va, diremos así, ayudando a caminar. Y el Caballero insigne por su
parte lleva, y esto es primordial, inagotables canteras de paradoja y
contradicción, lo cual obliga a Cervantes a seguirle al paso.
Quién no sabe la verdadera historia de don Quijote, hidalgo y
pobre, metido a caballero andante, en fuerza de su carácter aventurero. Soñó,
ensoñó y se configuró para realizar su ensueño y, en una madrugada, salió de
aventuras, como quien dice, se remozó por conseguir un futuro, uno de los más
peregrinos e inalcanzables que haya previsto el anhelo humano. Conquistar el
mundo, pase. Dominarlo, pase también. Pero reconstruir un arma anticuada y con
ella pretender el imperio del amor, la justicia y la bienandanza, he allí un
programa por el cual las gentes de corazón menudo, o sea, la humanidad casi
íntegra, habrían de llamar loco al hidalgo convertido en caballero. Todos se
espantan del propósito, y el mismo Cervantes, cuyo corazón vivió abroquelado
contra el escándalo, no teme expresar su miedo al ver loco a don Quijote,
dolido de la más extraña invención en que diera loco alguno de la tierra. Y por
eso se abstiene, como biógrafo, de añadir comentario alguno a la primera salida
por los campos de Montiel, y deja al héroe decir su proclama: «Quién duda sino
que en los venideros tiempos...».Don
Quijote confía en estos venideros tiempos con firmeza; Cervantes, más humano,
acaso confía en ellos solamente con dolor.
Y sale
el peregrino en pos de la aventura, no por medro particular, mas por gloria
personal y en servicio de una república menesterosa de su amor. Perseguir
monstruos, liberar cautivos, amparar doncellas, imponer la justicia: quiere
decir algo menos que crear el mundo, y algo así como redimir la especie humana.
Dicha locura estupenda, locura la más ancha de todas las obras de epopeya, va a
ser realizada con la ineficiente máquina de las aventuras, por medio de las
cosas que vendrán en un futuro incierto, pero siempre cruel. Las máquinas de la
epopeya convencional son, al fin, juguetes de un poeta más o menos feliz. Pero
la aventura quijotesca supera los instrumentos suplicatorios, las fantasías más
duras, desde el momento en el cual el héroe dona al triunfo de su causa el
tesoro más íntimo del ensueño: la fe en la humanidad, el amor a la justicia, la
idea pura perseguida con el último latido, el amor a la dama, la paz, la
hacienda y los libros, esos libros de caballerías, venero de la locura y de la
idea redentora.
Pero
entendámonos sobre esto de las aventuras. Las historias, las fábulas y aun las
novelas triviales andan repletas de la palabra aventura. Han tomado el noble
término para prostituirlo, echándole por el fango del ridículo, de la codicia o
de lo inverosímil. Un conquistador de oficio, un descubridor de profesión, un
cochino perseguidor de riquezas, ostentan el título de aventureros, sin
escrúpulo alguno. Quienes se lo dan, cometen un delito; aun cuando quienes lo
reciben están, en veces, inocentes de la culpa. En efecto, lo imprevisto o lo
truculento, por sí mismos, jamás constituyen aventura, mucho menos el alarde de
acometimiento o la jactancia de las proezas llevadas a término. Cuanto solemos
denominar vulgarmente aventura, acaece o puede no acaecer, pero delata siempre
ineficiencia y superficialidad. De tal género de sucesos el hombre no saca
provecho personal —provecho en sentido ético—, con ellos no modifica su
existencia, ni cumple o realiza un destino. Muchas veces encuentra la positiva
satisfacción de las codicias materiales. Pero en el juego anda muy lejos de
descubrir su carácter, y más lejos aún de marcar con el sello de la
singularidad las cosas sucedidas.
Para que encontremos aventura en el sentido respetable de esta
palabra llena de jugo existencial, primero habremos de buscar el ensueño
querido o la idea perseguida, luego la circunstancia externa, futura, casi
siempre dolorosa, circunstancia prevista o no, pero aceptada anteriormente con
la firmeza del ánimo y recibida como semilla en la existencia. La aventura, el
encuentro con el futuro, la búsqueda consciente de algo en donde manifestar la
persona, o el glorioso sufrimiento de algo en cuya virtud se modela esa misma
singularidad personal, he allí el sentido auténtico de esta palabra fulgurante, cuya voz ha deslumbrado a los
ojos débiles y ha deprimido a los corazones tibios. La pura ficción o la simple
codicia no soportan una prueba tan cruel y se retiran con vergüenza.
¿Puede
el ánimo ruin, el ánimo de la generalidad humana, aceptar anticipadamente la
circunstancia adventicia, incierta por lo menos, o por lo menos torturante, con
el propósito determinado de manifestar la hombredad? Cuando Alonso Quijano de
hidalgo se hizo don y se alzó a caballero, en el fondo de su ensueño maduro
aceptaba ya un programa de realizaciones fulminantes. Se manifestó como quien
era, un gran carácter, una capacidad de edificarse a toda costa, excepción
hecha de su honra, una capacidad de ejecutar un programa, de volverlo realidad
y de realizarse él conjuntamente como un personaje pleno. Mientras escogitaba
nombres bellos y altisonantes para sí mismo, para el jamelgo y, sobre todo,
para la dama, en sus adentros desataba un mar de propósitos y amarraba su
existencia al esquife del dolor más grande, del dolor optimista de no saber
cómo será la aflicción futura y necesaria para el rendimiento de la conducta
entregada a la idea, al supremo valor querido con toda la sangre.
Fundamentalmente
es así el carácter de don Quijote. Pero Cervantes además no vacila en ir
contándonos cómo acaecen los frutos de esa ilusión, sin agostar la idea amada,
pero herida de continuo por la creciente malevolencia de los hombres. Don
Quijote se convierte en aventurero, lo sabemos, pero eso no es todo. Bajo la
endeblez de sus recursos materiales, cada día debe serlo de manera diversa,
plegando su alma bondadosa sobre los peñascos, adaptándose a las áridas
monstruosidades de la incomprensión, buscando caminos en el alma de las gentes
reacias a su mensaje de amor. De allí la necesidad de seguir el itinerario del
carácter aventurero de don Quijote. Cervantes lo halla en veces manso, en veces
colérico; en ocasiones terco, en ocasiones expansivo; en algunas horas supremo
y en ciertas otras vulgar; cuerdo con la común cordura de ser semejante a sus
prójimos, y loco con la intención de llevar a todos a mejor existencia.
Hay
días en los cuales el biógrafo estupendo saluda a don Quijote como podría haberlo
hecho al sol. Pero hay otros en los que parece esquivarle, como se huye del
rayo o de la tormenta. En ocasiones la vena aurífera del impulso quijotesco
sufre un hundimiento y va al subterráneo de la vida, acaso a robustecerse y, en
consecuencia, calla hacia afuera. En otras, brota como una torrencial cascada
de ideas y de piedras preciosas, en forma tan desconcertante, que sus más
cercanos no aciertan a decir qué clase de hombre sea el caballero.
Desigual,
contradictorio, paradójico, pero sesuda y valientemente determinado a la
aventura. Lo único cierto de don Quijote, lo visto por Cervantes y por el más
modesto lector del libro ejemplar, consiste en esto: don Quijote siente
vocación por la aventura. ¿Y el resto? El resto, que es la parte infinitamente mayor,
se viene dado por la vida, representa la cuota de sangre y de dolor, la
obligatoria suma espiritual que el Manchego se obligó a satisfacer al futuro,
en el día de sus nupcias con la idea perseguida.
¿Idealismo?
Acaso alguien crea en la necesidad de llamar así a la entrega de la vida en
aras de una idea querida. Sin embargo, veamos con detención: amar una idea y
echarla a configurarse entre las cosas del mundo no es lo mismo que explicar el
mundo por la idea. Construir, edificar el ideal, es realismo; y cuando lo
hacemos con nuestra vida es realismo existencial, género peculiar y corriente
filosófica en cuyas aguas van juntas las cosas externas, las posibilidades
éticas, los ensueños más altos y las emociones. Realismo existencial equivale a
edificación de la vida con auxilio de la ontología, la ética, la estética y, en
más de lo que suponemos, la teología.
Para
la ética, la aventura significa lo mismo que la Gracia para la teología: ésta
santifica, mientras aquélla edifica. Y podemos definirla como la angustia por
la idea perseguida, como la lenta configuración de la vida por un gran
carácter. En este sentido, la obra de Cervantes representa la creación más
original, el engendro de un hombre-actividad, uno de los más estupendos brotes
humanos, cuyo sino, antes que en una historia cierta, consiste en una biografía
permanente. Todavía no se acaba de escribir el libro de Cervantes.
¿Y el amor de don Quijote?
Realismo en la acción, sea. Pero ¿dónde ubicaremos a Dulcinea?
Porque, se dirá, no vamos a pretender que hasta el eros cervantino consista en alguna
originalidad. Hemos de creer que siquiera en esto anduvo por los mismos
senderos de otros artistas idealizadores. Y si en amor no se idealiza,
¿entonces, en dónde?
Sobre
este tema se ha hablado tanto, se ha discutido tanto y queda, todavía, la vida
entera por hablar. Menéndez Pelayo ha seguido claramente las huellas platónicas
del amor cervantino, levantando una carta precisa de la corriente subterránea,
y es, en esta materia, una autoridad inapelable. Entonces, acojámonos a él para
ver si comprendemos el género de amor del Manchego.
De
tres maneras se ama, conforme nos da a entender la generalidad de las
expresiones correspondientes: hay el amor sensual, el romántico y el platónico.
El primero intrascendente y material, el segundo, suerte de ansiedad donde se
consume la vida, y el tercero, el más alto, multiforme y casi imposible de
definir.
En el
eros platónico espiguemos dos sentidos, uno el más corriente y casi vulgar,
otro el menos visto y acaso el más hondo y adecuado al pensamiento del maestro
griego. Se trata de ese amor contemplativo, sin éxtasis quemante y
transformante, estático por lo mismo y, en consecuencia, inerte. Y se trata de
aquel otro extático, sí, pero ante todo transfigurante, del amor que realiza y
opera en el amante y en el amado.
Suélese
decir amor platónico, sobre todo por parte del vulgo, a cierta actitud si bien
no trivial, mezquina en gran dosis, actitud tímida ante todo y en la cual el
amante no pasa de la visión del ser amado. No hay en él una palabra
conformadora ni un acto de acercamiento. Género de amor hierático, rígido e
ineficaz, de él nada ha sacado el arte ni la biografía. Más común de lo que
vulgarmente suponemos, arde por dentro sin conseguir jamás el incendio. En
veces levanta al espíritu de quien lo adolece, pero nunca llega a ser una gran
pasión. Por muchas razones el amor romántico y el simple amor sensual le
superan infinitamente.
¿Es éste el amor de don Quijote? ¿Es éste el amor predicado en
el Banquetey enseñado a Sócrates por la
extranjera de Mantinea? Qué lejos andamos de aqueste eros. El Caballero supo de
Dulcinea sólo por referencias, alguna vez la vio acaso, nunca la habló y menos
intentó acercársele. Si el amor de don Quijote se reduce a esto, ¿habría algo
más ineficaz en la enseñanza de Cervantes?
Pero
el Manchego no practicó tal género de amor. Cervantes, lo mismo que Dante,
transforman al sujeto amado y juntamente cambian ellos gracias a la hoguera. A
este alto tipo de platonismo llamaríamosle amor edificante, o para aludir más
claro a nuestro tema, amor que realiza. Sublimar se ha dicho, para llamar con
algún nombre al proceso quemante y renovador. Procedimiento de sublimación es
el sufrido por Dante en su amor hacia Beatriz, y análogo es el de Cervantes o
el de don Quijote con Dulcinea.
El
poeta florentino transforma con el sol de su mirada: recordemos únicamente el
caso de la mujer balbuciente del Purgatorio. El maestro español deja caer sobre
la locura de su héroe, o mejor recoge de ella, unas gotas de cierto elixir de
insospechado poderío: gracias a este licor, Dulcinea se transforma en la Dama
augusta; la contemplación, o si queremos el éxtasis dinámico del caballero, la
convierte en el modelo más alto, no sólo de los sueños de un hombre, sino de
toda la estirpe, de toda la raza, del género humano, en una palabra. A su vez,
la transubstanciada doncella paga con opulencia al cuasi senecto hidalgo, y de
sus amores otoñales, de esa reverdescencia póstuma del corazón, de aquel último
tumulto de la sangre, tibia ya en un hombre maduro, arranca una primavera
deslumbrante y la echa a rodar por el mundo como lección de amor joven y
perfecto.
El supremo eros platónico obra en doble sentido: modela por dos
flancos y representa una batalla constructiva cuyo tropel edifica al amador y
al sujeto amado. Expresa, pues, el máximo realismo de la filosofía de Platón.
¿Máximo realismo? Sí. Basta abrir los ojos y releer el Simposio, basta recordar la enseñanza de Diotima
de Mantinea y la repetición que Sócrates hace de dicha doctrina en casa de
Agatón. El verbo supremo del poeta filósofo confluye al océano del Amor: amar
es un sentirse en busca de la plenitud de ser. En otros términos: un algo o un
alguien en tránsito de realizarse. Si este alguien pretendiera idealizarse, el
amor quedaría en sí mismo y culminaría, cuando más, en el ahogo. Pero Sócrates
recogió de labios de Diotima verdades edificantes: ella le dijo que el amor
tiene etapas, pasos, búsquedas, hasta llegar a la realización plena y perfecta.
Desde luego la extranjera, al dar su lección al filósofo griego, llamaba al
mismo tiempo a los hombres hacia el mayor esfuerzo: a su fiel oyente
recomendaba sucesivamente acrecentar la energía o poner más atención cada vez
que pasaba de una etapa a otra, hasta cuando llegó al punto donde le exigiera
el ánimo totalmente arrobado, para concederle entrada en los más recónditos
misterios del modelamiento. Platón nos da a entender que es casi imposible amar
de tal manera, si Sócrates, su maestro y modelo, a cada paso requería ser
sacudido por la voz sagrada de Diotima.
Amor
de edificación, de realización, tal es el de don Quijote, un género de eros
nada trivial, ausente de esos mundos sentimentales, como un don reservado a muy
pocos. Los amadores excelsos quedan, por eso, para enseñanza de los hombres.
En
España los grandes amantes los encontramos, además, entre los místicos. También
ellos realizan o ven realizarse la doble conformación amorosa, sienten
desdoblarse su estado afectivo en un tránsito hacia el Ser amado y en un lento
dibujarse de Él en el alma humana. Pues la mística española, más claramente que
cualquier otra del mundo, deja a luz las dos sendas: el camino del alma hacia
Dios, aspecto humano, realización de quien ama; y el camino de Dios en el alma
del místico, aspecto divino, lenta configuración del Amado en el alma
traspasada de amor.
Lo
mimo da hablar del misticismo de don Quijote o del quijotismo de santa Teresa.
Equilibrio existencial
En
suma, ¿qué representa la enciclopedia cervantina? Si pudiéramos hablar de una
filosofía del ser a partir de la edificación, acaso tendríamos a Cervantes como
definidor de una gran escuela no delimitada todavía, pero viva y actuante. Mas
preferimos darle el nombre de realista existencial, sobre todo en estos días
cuando tanto se habla de existencialismo y cuando tanto empeño se muestra por
desfigurarlo.
Existencialismo
pleno —y no puede ser sino pleno, pues se refiere a la vida del ser humano y
ésta es la más llena realidad—, vida total que se hace por cuenta propia, vida
que vive su programa y se realiza con las cosas: tal es cada criatura de
Cervantes. Por lo mismo, la filosofía del español se orienta o halla el
equilibrio interno, la armonía, la proporción o la medida, sin caer en el
dimensionalismo cursi de los preceptos, en la mezquindad de dar vida y acción
por peso y medida a sus héroes, en la tacañería de mermar la paradoja o de
configurar de antemano la actuación de sus personajes.
Filosofar,
encontrarse en el universo, perseguir la armonía, en cierto modo, son
sinónimos; pero deben serlo siempre para un realista existencial. Es muy fácil
demostrarlo en Cervantes, y resultaría redundante aducir más de uno o dos
ejemplos. El primero: la forma natural como locura y cordura aparecen
hermanadas, sin causar trastorno en la obra artística, sin forzar el asunto o,
mejor, sin atentar contra la vida. El segundo: el modo de incidir la risa y las
lágrimas sobre la vida, sin perturbarse nunca, sin atacar la raíz emotiva, en
una palabra, enseñándonos a vivir.
Cervantes
comprendió, antes que nadie, cómo la lógica de la actividad humana suele
presentar diversas rutas, opuestas, inesperadas e insospechadas. Esta lógica es
totalmente distinta de la otra, de la del pensamiento, cuya condición es ser
lineal, rígida y, ojalá, impecable. Cuando se trata de imponer ésta a la
existencia, o por lo menos cuando se trata de destacar la diferencia entre
cuerdos y locos, entre hombres de una sola lógica, sea cual fuere, el artista
sufre y la obra se resiente de tal sufrimiento. Cervantes halló que los
hombres, por lo general, son dueños de dos lógicas y, por eso, jamás se extrañó
de comprender cordura y locura en una armoniosa síntesis existencial. Quizás la
dialéctica cervantina no haga otra cosa sino descubrir esa dosis de anormalidad
que llevan oculta los hombres más cuerdos. Pero muchísimos otros han realizado
la misma exploración, esto es incuestionable. Cervantes no es original ni único
en tal proceso. Mas su método de tratar la vida sin ofenderla, traspasándola
como la luz al cristal, queda sin segundo. Hasta hoy no ha habido quien lleve
un sabor de amargo escepticismo luego de hablar con don Quijote. Quizás se ame
la vida en mayor grado después de encontrar a este loco tan humano y universal.
Pero
la cabal armonía del hombre cervantino aparece más clara en su manera de
comprender las cosas o de sentirlas. Todos nosotros podemos hallar la
proporción de ellas, fuera, objetivamente; o descubrirla en el fondo de la
existencia, extrañamente a las cosas, viviéndola. Nada hay de raro en la
armonía o proporción así sobrellevada por estos dos métodos, nada habría, si es
que no fuese frangible. La armonía no es. La buscamos. Muchas veces fracasan
las pesquisas y, entonces, si la vemos rota afuera, reímos; y si la sentimos
quebrantada dentro de nosotros, lloramos.
Sólo
el sentido de equilibrio profundo de que era dueño dio a Cervantes aquella
maestría inalcanzable para unir fundamentalmente la risa y las lágrimas, sin
estropearlas ni ridiculizarlas. Estos dos ingredientes hacen la vida, la
matizan y la vuelven —perdónese la palabra— interesante. ¿Por que? Pues la
configuran lentamente: sin el dolor el hombre no tendría el límite entre él y
las cosas; sin la alegría, el límite de las cosas entre sí se atenuaría y hasta
llegaría a borrarse. Con nuestras lágrimas tocamos el lindero del yo finito, y
con nuestra risa descubrimos la exacta medida de las cosas. El pensamiento,
frágil de suyo, no acierta claramente a establecer las raíces de estos dos
estados de alma. No razonamos para llorar, ni analizarnos para reír.
Simplemente sentimos la proporción dentro del espíritu o la vemos quebrantada
fuera, en las cosas.
La
alta vida es una mezcla armoniosa de estas dos desarmonías, y a fuerza de ellas
vamos descubriendo nuestra efigie y dándola medida. Un gran carácter
—cualquiera de los personajes cervantinos, por ejemplo— cuenta con ambas y
recoge en sus vertientes más de una potencia edificante. Si sólo riésemos, nos
olvidaríamos de nosotros, y es cierto que el animal feliz carece de hondura. Si
sólo llorásemos, olvidaríamos las cosas, y es cierto que el pesimista carece de
visión hacia el mundo. Para ver bien, adentro en el alma y afuera sobre el
universo, combinamos estos dos estados, alegría y dolor, hacemos con ellos
nuestro lugar de retiro o de paseo, salimos o entramos, es decir, practicamos
en forma íntima y perfecta la filosofía realista.
He
aquí la razón profunda por la cual, decía al comenzar estas páginas, es
Cervantes una inmensa montaña de sonrisas y de lágrimas. En su vértice
concurren las dos corrientes definidoras de la vida; y el dogma existencial
encuentra en tal concilio una suprema verdad, una enseñanza que al cabo de
cuatro siglos deletreamos todavía. El maestro de la sonrisa confabula las
lágrimas al mismo tiempo, acude a los dos extremos y engendra a don Quijote.
Sin embargo
Cervantes no es pesimista, como tampoco humorista. Solemos regalar epítetos sin
detenernos en la sustancia. El equilibrio aludido más arriba consiste
precisamente en que el maestro español no se desborda por ningún extremo. Su
literatura, mejor, su filosofía, no hace llorar, como no hace reír. Mucho menos
pensaremos que en la mente de él anduvo este designio. Una cosa es hacer llorar
o hacer reír, y otra muy distinta es llorar o reír. En esto hemos de encontrar
diversos géneros, antes de acogernos al epíteto corriente o prefijado. Reírse
de un prójimo, hacer reír al prójimo y reír juntamente con todos los prójimos
son tres géneros de risa, que van desde la angosta y maligna postura de la
sátira y, pasando por el humorismo vulgar, dan en esa ancha y oceánica actitud
del hombre sano, fuerte y maravillosamente superior, como es Cervantes. La risa
de él no hace daño, precisamente por su poder casi infinito de contagiar al
género humano, por su poder constructivo, sanitario y sin ofensas. Y lo dicho
de la risa, apliquemos a las lágrimas, con lo cual hallaremos otro motivo de
eternidad en las criaturas cervantinas. Aun cuando las lágrimas son algo más
profundo, no por eso dejan de ir a igual grandeza las sonrisas. En la vida
plena ocupan sitio constructivo, tanto unas como otras nos llevan o nos traen a
la realidad. A pesar de todo, las lágrimas van mar adentro de la vida, pues a
la vida que se siente llamamos drama, y al drama sentido hasta las lágrimas o
la sangre denominamos tragedia. A su vez desígnase con el nombre de comedia a
la circunstancia externa que, en mayor número de veces, nos mueve a risa. Y un
tanto a la ligera se ha dado en calificar a la vida de tragicómica, aludiendo a
la incidencia de dolor y alegría que la llenan. Por tales razones las lágrimas
echan sondaje más hondo en la existencia y su nobleza resulta más edificante,
si se quiere. Por la senda del dolor han ido los mártires, los héroes y los
santos, lo cual no niega que con la alegría hayan construido mil universos de
santidad y belleza san Francisco y otras almas como la suya. Pero concedamos al
dolor su sitio y a las lágrimas su sortilegio, meditemos en cuánto nos elevan y
nos limpian, amémoslas por fecundas y, cuando podamos, enviemos un acto de
gratitud a Cervantes, dolido y macerado personaje cuyas lágrimas, bordeadas de
sonrisas, jamás precipitaron el espíritu en la amargura.
Meditemos
en la existencia cabal y hagamos también un acto de reconocimiento. Una lección
de cuatrocientos años vale la pena de ser recibida en medio del alma; y si la
sembramos, sus raíces grandes nos poblarán hasta engendrar una selva. Sus
troncos robustos de vida los palparemos entonces anillados por mil trepadoras
llenas de púas y juntamente de flores. Cuando sintamos la vida, volvamos la
sonrisa o las lágrimas a Cervantes, señor de la existencia opulenta, seguros de
encontrar en él la solución precisa o la esperanza infalible.
·
(*) Caminos de España. El realismo en el
Siglo de Oro, Editorial
Austral, Cuenca (Ecuador), 1947, págs. 257- 370.
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